Ojalá salgas mal en las fotos

El otro día me crucé con una foto increíble de un grupo de amigos en los 90 en un hotel de San Francisco. Ni conozco a esa gente ni tampoco el hotel. El tuit (era en Twitter, dónde todo pasa) decía que era un recuerdo de un viaje que habían hecho para asistir a un concierto.  Miré la foto y era realmente buena: todos salían riendo, algo mal, unos tirados, otros medio sentados. La imagen reflejaba exactamente lo que estaba ocurriendo, era un recuerdo vivo. Era divertida, era preciosa porque rezumaba verdad, no por otra cosa. Pero es que en lo genuino hay una belleza incontenible.

Inmediatamente recurrí a mi propia memoria, a las fotos de Tuenti, a mis fotos de pequeña, en movimiento o posando con una sonrisa amplísima, las capturas delante de los monumentos de las ciudades, a los brazos de mis padres, corriendo detrás de palomas, con mi hermano acostados en el sofá, con mis amigas delante de un carrito de la compra para una barbacoa en las fiestas o tomando cerveza los primeros días de universidad. Sacábamos 50 malas fotos y las subíamos todas porque lo importante era que contáramos lo que había ocurrido.

¿Dónde quedaron? 

La autora (en algún lugar de la foto), y su grupo de amigos en la entrada del parque temático tarraconense "Port Aventura" (foto autorizada para su uso)

Llegó Instagram y el mundo de las imágenes evolucionó tanto que hemos pasado de capturar para recordar, a posar únicamente para salir bien. Dejamos de contar historias bonitas, ahora las fingimos. Posamos en esquinas, en mesas, con el perfil bueno, sin sonreír mucho no-sea-cosa-que. ¿Cómo me acordaré de lo que sentía en ese momento si siempre salgo igual en todas las fotos? Quizás perdimos la diversión y la sustituimos por la estética: hemos pasado a vivir bajo su dictadura casi sin darnos cuenta, ahora todos debemos lucir como celebrities sin, por supuesto, los beneficios de la fama. Quizás dentro de 10 años no tengamos una foto con nuestros amigos de aquel día pero sí 10 fotos nuestras posando con caras similares y ligeros movimientos en aquella puerta bonita, solos. Y quizás no sean recuerdos, no nos sirvan para repasarlas un día en el que nos agarre la nostalgia y nos sacuda entre recuerdos de lo que fue y ya no será nunca.

Las fotos tan orquestadas, perdonadme, pero no son lo mismo. No reflejan lo orgánico de lo que está pasando, no crean álbumes para la posteridad, sólo son un escaparate de lo que queremos mostrar al mundo. Con tanto posado estamos perdiendo el erotismo que da la frescura y si algo he aprendido este tiempo es que no hay nada más atractivo que alguien que se muestra como es y eso incluye sonrisas sobrepasadas, pelos caóticos, una pose rara y una pasadita de entusiasmo. Verse haciendo el tonto y fuera de lugar es un placer casi obligatorio porque nos obliga a reírnos de lo que fuimos y nos recuerda que aquí estamos con todas nuestras magulladoras.  Quién se quede, que se quiera quedar por lo que somos. 

Y qué difícil es cuando todo te lleva hacia el otro lado.

Ojalá volvamos a capturarnos un poquito más así, con el sexy y poderoso brillo de la naturalidad, algo imparable en este mundo de plástico. Creedme.

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