El pasado 30 de mayo, en la Sala Apolo de Barcelona, el creador de contenido Óscar Giménez (@oscarggc), o el chico del mullet, el bigote y el sombrero de vaquero que repite el mismo cabeceo para acompañar el ritmo de la canción de turno añadida por edición, presentaba su libro “50 discos que cambiarán tu vida” -editado por Magazzini Salani-. Como se puede intuir, se trata de una selección personal de idem cantidad de álbumes que Óscar prescribe para sus seguidores.
Hasta el momento, no había tenido gran trascendencia esta publicación. También porque ningún usuario de Twitter con mínima audiencia se había deparado en analizar su contenido, ya sea hacer una reflexión más o menos respetuosa o pura mofa.

En el caso de Óscar Giménez —Óscar, de aquí en adelante—, no es la primera vez que se ve en el objetivo del escarnio público: en sus comienzos tuvo que responder ante una oleada de insultos por el irritante comportamiento que para muchos mostraba frente a cámara. Dejando por un momento de ser uno de los capullos que se apunta a la broma de turno, cabe preguntarse ¿qué es realmente lo que molesta del usuario @oscargcc?
Las quejas nacen por un tuit escrito el pasado 31 de agosto en el que se cristaliza la indignación general ante el improbable desembarco de este influencer musical en el terreno de la escritura. Insultos aparte, otros usuarios se adentraron en el contenido del libro para señalar que la selección de álbumes es predecible y muy masculina, que la intención divulgadora del libro queda socavada por su exagerado protagonismo dentro del texto y que su literatura descriptiva es obvia, impostada e incluso tan carente de naturalidad que posiblemente haya sido cocinada por una inteligencia artificial.
Haciendo uso de la opción de previsualización de Google Books, se constata que el libro consiste en una mera extensión de su contenido en redes. Se balancea entre unas impresiones personales en las que se bombardea con frases de perogrullo o relaciones entre objetos y adjetivos incongruentes, la selección de discos se asemeja a la de una playlist algorítmica de Spotify que engloba a los clásicos icónicos de entre los años sesenta y los dosmiles —solo aparecen mujeres en 7 de los 50 discos seleccionados— y el metralleo de anécdotas elementales fusiladas —sería igual de sencillo acercarse a las fuentes originales no citadas en el libro— se asemeja a la experiencia inmediata de ‘scroll’ en su perfil de Tik Tok.
A partir de aquí, se desata la concatenación de corrientes de opinión, en la que los segundos acusan a los primeros de querer machacar a un chaval al que inocentemente le gusta hablar de música y le va muy bien por ello, al que se responde con el argumentario del intrusismo laboral y el empobrecimiento de la labor comunicadora y divulgadora, a la que se da contrarréplica con la defensa gremial a la valentía de emprender, exponerse en una red social y estar en el ojo del huracán.
Aunque me sienta aludido por estas cuestiones y no ponga en el mismo lugar el valor de estas dos posiciones, aportar algo en uno de estos clásicos debate ‘continuum’ de redes es innecesario, por lo que evitaré adentrarme en este bosque para no incorporar esta pieza al ruido general.
Lo que merece ser reseñado nace del problema que supone que, por su fondo, forma y temática, el contenido de Óscar sea la forma más habilidosa de encajar en la red; por la maleabilidad de sus protocolarios guiones y por su capacidad para insertarse en un espacio que se cobija bajo algunas de las mayores de decisiones de inversión dentro de la industria musical.
El pasado mes de julio se conocía que Warner Music iniciaba una ‘joint venture’ junto al fondo de capital riesgo Bain Capital, valorado en 1.200 millones de dólares. ¿La razón? invertir ese dinero en la compra de los catálogos musicales más preciados de la industria musical. Hasta ahora, las mayores ventas de derechos que constan son las de la venta de parte del catálogo de The Beatles a Sony, por 750 millones de dólares o el total de Bruce Springsteen por 500 millones. En un momento en el que la recaudación de regalías se ha convertido en una tarea cada vez más compleja, estos míticos artistas, o sus familias herederas, han optado por la venta del patrimonio sonoro para tomar la bolsa a corto plazo y otorgar a estos mastodónticos fondos la posibilidad de recuperar su inversión mediante su mayor capacidad para hacer persecución de estas monedas flotantes: la suma de la creación de productos como ‘biopics’, reediciones, ‘remakes’, resucitaciones tecnológicas y por otro lado, una galáctica representación legal que sepa resolver a su favor los vacíos de derechos de propiedad intelectual que el ‘streaming’ provoca.

Cualquier oportunidad de negocio que explote la nostalgia de las generaciones de mayor poder adquisitivo e incorpore a la nostalgia de algo no vivido a los futuros ‘boomers’, ahora ‘zetas’, será alimentado de billetes. El negocio, por lógica, rastrea valores seguros y, dentro de la industria musical, el equivalente a la acumulación de inmuebles en la economía española de turismo y ladrillo desregulado, es apostar todo el dinero a la glorificación de un artista totemificado e imperturbable. Es decir, propiciar las condiciones para que el ‘riff’ de Back in Black siempre vaya a servir como banda sonora de un superhéroe de Marvel hipermasculino mediante la apuesta desacomplejada por el conservadurismo en la creatividad cultural y el aplanamiento de la variedad de propuestas transgresoras.
Post de Instagram de @oscarggc durante el día 28 de abril de 2025, día en que España entera sufrió un apagón histórico
El último gran producto artístico de adoración a una vieja gloria sería A Complete Unknown, en honor al Nobel de Literatura Bob Dylan, representado por el actor Timothée Chalamet. En su canónica constitución alrededor de la estrella, se elabora una renovación del mismo relato mítico: se abren más preguntas de las que se responden en torno a intentar saber quién es el señor Bob y no se concibe un origen razonado sobre la música que compone para construir en profundidad la personalidad de, como dice el nombre de la película, un completo desconocido. Él solo es un profeta, un mensajero alumbrado por la gracia de unos talentos que le permiten componer e interpretar unas canciones únicas para las que, salvo pinceladas imprescindibles, no se incorporan factores culturales, sociales, históricos de semejante advenimiento. El talento siempre tiene un componente de ingrediente secreto, de sublimación mística que es contemplable ante estos casos. Lo que es menos creíble y aceptable es que una vez más la mística opere como perezoso elemento y único componente de la receta.
“Los iconos que conocimos están envejeciendo mal o se están muriendo (...) Hay mucha gente joven que está confundiendo en redes sociales a Timothée Chalamet con Bob Dylan porque Chalamet ha imitado a Bob Dylan cantando en algunos programas de televisión (...)
Para mucha gente, el recuerdo de Bob Dylan va a ser Timothée Chalamet (...) Lo que representa Bob Dylan está cambiando de sujeto, de portador. Para las próximas generaciones habrá otro icono que pase de manos por otros cuerpos”
Frankie Pizá, en su podcast ‘Pizá i Fontanals’.

Óscar, en su cosmología referencial, asimila la narrativa del ídolo universal que se observa en el ejemplo de A Complete Unknown y no se puede extraer una mala intención de su proceder. Él, como todos, ha sido cebado por una cultura popular provista de constelaciones de estrellas a las que nunca se ha incorporado una comprensión astronómica del fenómeno.
Óscar no sería más que un comprimido de difusión de todas las dinámicas que tanto la red como el mercado musical fetichiza, celebra. El anecdotario simplificado y repetido en serie de historias separadas de un tiempo o espacio concretos, de complejidades socioculturales o de conflictos éticos y políticos fagocita un contenedor en el que cuando se rebusca sólo se encuentran colaboraciones con marcas. La readaptación de un producto clásicamente asociado a una audiencia más propia de Kiss FM, pero que por formato apela a una audiencia mucho más joven, es un patadón a la ‘Ventana de Overton’ de la tendencia de consumo. Cualquier marca que quiera resignificar su imagen a través de este portal transgeneracional de emplazamientos publicitarios, encuentra en Óscar a su embajador ideal: Disney +, Live Nation Ben & Jerry's, Primavera Sound, Pull & Bear, Cerveza Turia, Crocs, Iberdrola...

En las últimas horas, ha publicado un nuevo video en sus redes sociales donde se lamenta de los insultos y ataques recibidos recientemente. Tal como le sucedió hace un par de años por similares motivos, se ha pronunciado sin tomarse esos mensajes como más que meras provocaciones y se limita a condenar el abuso en redes. Esto incluye que dentro de su video no hay muestra de autoconciencia de su labor divulgadora más allá de señalar que este solo va dirigido a aquellos que “quieren descubrir música y no han tenido la oportunidad de escuchar a estos grupos”.
Su inocencia simulada o real o el examen de sus intenciones divulgadoras carecen de relevancia. Óscar solo transporta una propuesta con un éxito que podría haberle tocado a cualquier otro, puesto que son muchos los creadores que publican en redes con el mismo criterio. Cada uno, en diferente medida, se cobija en función de su necesidad bajo estos mismos privilegios cuando el algoritmo arrima al creador a las grandes cifras de ‘engagement’. Son los sellos, las editoriales y marcas las que construyen el estado de cosas bajo el cual, para ellos, Óscar es el chico que mejor cabecea al ritmo de su música. A los demás, mientras tanto, la industria los “tiene bailando”.