Para mirar despacio (Una defensa de la crítica literaria)

Si pensamos en qué hace mejor o peor a un crítico cultural, conviene recordar la misma lógica que aquella que nos gusta encontrar en los amigos.

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Hace unos años perdí todo el contacto con el mundo del libro. O más bien debería decir que por algunas circunstancias, perdí el contacto con el mundo. Apenas leía y, si lo hacía, era más bien para releer autores en los que ya confiaba o editoriales contadas en las que localizaba una afinidad importante. Pero echaba tanto de menos estar al día de las novedades, de saber qué estaba pasando, quién escribía, por qué y qué decía, que empecé a seguir cuentas de bookstagramers. Descubrí algunas editoriales pequeñas, de las que compré algunos libros que recomendaban aquellos incipientes influencers del libro. Algunos de aquellos libros, que veía recomendar con tanto entusiasmo, me resultaban a las pocas páginas planos, superficiales incluso aburridos hasta el  extremo. Claro que alguna ocasión mi gusto y el de la persona de Instagram tendría que diferir, pero no pude evitar preguntarme si, además de eso, no ocurría algo más. 

Lo cierto es que la figura del influencer del libro había venido a sustituir a la del crítico, que había ido desapareciendo, sabemos, por los propios mecanismos a los que los sometían los grupos editoriales. La crisis de la crítica literaria fue el caldo de cultivo perfecto para el nacimiento del mundo de yupi de los libros. De repente todos los libros eran buenos. O si no lo eran tanto, no se profundizaba en el por qué. 

Y la poca crítica que quedaba consideraba que la única forma de establecer criterio era poner en ejercicio la mala educación. Leíamos a Alberto Olmos temblando. 

Si la literatura se ha ido democratizando, la crítica literaria no ha seguido la misma dirección. Todas esas voces que ahora vamos encontrando editadas por fin no están todavía al otro lado, dedicándose a la crítica. Pero considerar que esto es culpa del propio ejercicio de la crítica es un error. Hemos aprendido a localizar los sesgos habituales de aquellos que señalan con fiereza los defectos de las novelas que leen, igual que hemos aprendido a rastrear sus inclinaciones afectivas o incluso, si nos ponemos psicoanalíticos, su sombra emocional (el argumento trilladísimo del resentimiento del crítico, etc). Pero el hecho de que hayamos adquirido la capacidad de señalar los excesos de la subjetividad no desactiva la necesidad de la crítica literaria. 

Cabría hacernos algunas preguntas al respecto de la progresiva infantilización de lo literario: ¿por qué le puedo decir a mi mejor amiga tomando un café que el último libro que encontré recomendado en Instagram me ha parecido una absoluta mierda, pero es de mal gusto argumentarlo en una reseña extensa y razonada? Uno de los argumentos que suelo encontrar es que hay que tener en cuenta que el libro lleva mucho esfuerzo detrás. ¿No es precisamente por ello que necesitamos analizarlo con rigor? Algunos autores como Pascal Bruckner o Cataluccio se han preguntado si lo que opera aquí no es también una huida del conflicto, la preferencia por la seguridad emocional constante o una evitación de la responsabilidad. La crítica literaria, cuando es razonable y argumenta con rigor, se compromete poderosamente con el objeto cultural que estudia. En cambio, la crítica bravucona tiene aquí la misma intención que el comentario superficial: interesa más el posicionamiento en el campo cultural de quien la emite que la obra. Y resulta difícil que esto último no ocurra en la medida en que, hoy en día, también parece importarnos más la figura del autor que el libro. 

Si pensamos en qué hace mejor o peor a un crítico cultural, conviene recordar la misma lógica que aquella que nos gusta encontrar en los amigos: no son mejores aquellos que siempre nos dicen lo que queremos escuchar. Pero hay que equilibrar el punto: aquel que utiliza su inteligencia para señalar nuestras faltas sin establecer un sistema de cuidado sobre ellas, convertirá inmediatamente su comentario en un exabrupto inútil. En Razón, fe y revolución, Terry Eagleton, para comentar un debate entre un hombre con fe y un ateo, trae una cuestión que me parece oportuna para distinguir la mala crítica literaria: no podemos enfrentarnos dialécticamente al otro tomando solo los ejemplos de aquello que le hace peor (él habla, por ejemplo, de que un ateo imagine debates solo con un oponente fundamentalista, en vez de uno creyente). Así, el crítico tampoco debería poder escoger los peores detalles de un libro para enfrentarse a su análisis. El ejercicio de contención de la soberbia que supone admitir el hallazgo inesperado de lo bueno forma parte de la honestidad que debemos pedirle.

Cuando nos esforzamos en evitar que lo que escribimos sea analizado, lo que terminamos haciendo es dejar de desear que nuestra literatura sea mejor. Incluso, tal y como propone Eagleton en otro de sus libros, Cómo leer literatura, dejamos de distinguir lo literario de cualquier otro uso de la palabra:

 “Llega un punto en el que no reconocer cosas, como que una cierta marca de whisky de malta es de primera clase, por ejemplo, significa no comprender lo que es el whisky de malta. El verdadero conocimiento de los destilados de malta debe incluir la capacidad de hacer ese tipo de discriminaciones”.

Cuando estudié la asignatura de Crítica Literaria en el último curso de Filología Hispánica, el estupendo profesor que fue Eduardo Becerra tuvo a bien ponernos ejemplos suficientes de diferentes tipos de crítica. Descubrí entonces que algunos críticos están superados por un ego que les impide comprender que sí, que su criterio literario también debe ser debidamente argumentado. Cuando uno analiza un texto, debe ejemplificar lo que asevera, tiene la responsabilidad de hacernos partícipes de por qué ha llegado a un resultado. Si algo nos ha parecido plano o mediocre, conviene señalar qué hay en el texto que nos lleve a tales conclusiones. Y para esto conviene leer, no estar enemistado con un autor en concreto. La elaboración de nuestro sistema de gustos consiste en decirle a nuestra amiga que el libro es una mierda, hacer crítica literaria consiste en explicar qué hay en el texto que nos dé la razón. 

Y también importa que podamos preguntarnos por qué nos gusta algo, qué nos encandila de los mejores libros que hemos leído. Tampoco es fácil atender a la esencia de lo bello, que implica enfrentarnos a nosotros mismos: detenernos en aquello ante lo que somos frágiles, comprender los elementos que solemos privilegiar aunque no hagan mejor el libro que tenemos delante. Esto se termina convirtiendo en un ejercicio de honestidad. ¿Hacemos mejor aquello que preferimos casi de forma afectuosa a conveniencia? ¿Convertimos la lectura en un acto narcisista? 

En otra de sus obras, Cómo leer un poema, Eagleton se plantea el problema de la experiencia: “Lo que ahora consumimos no son objetos o acontecimientos, sino nuestra experiencia de ellos”. Si preferimos la experiencia de lo literario (la identificación con la estética de una editorial a la que queremos ser afines, por ejemplo) a su ejercicio (la lectura o la escritura), ¿no estaremos cayendo en una trampa? No hay que renunciar a ser susceptibles a las imágenes, quizá es solo cuestión de sospechar un poco y seguir haciéndonos preguntas

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Lo cierto es que la figura del influencer del libro había venido a sustituir a la del crítico, que había ido desapareciendo, sabemos, por los propios mecanismos a los que los sometían los grupos editoriales. La crisis de la crítica literaria fue el caldo de cultivo perfecto para el nacimiento del mundo de yupi de los libros. De repente todos los libros eran buenos. O si no lo eran tanto, no se profundizaba en el por qué. 

Y la poca crítica que quedaba consideraba que la única forma de establecer criterio era poner en ejercicio la mala educación. Leíamos a Alberto Olmos temblando. 

Si la literatura se ha ido democratizando, la crítica literaria no ha seguido la misma dirección. Todas esas voces que ahora vamos encontrando editadas por fin no están todavía al otro lado, dedicándose a la crítica. Pero considerar que esto es culpa del propio ejercicio de la crítica es un error. Hemos aprendido a localizar los sesgos habituales de aquellos que señalan con fiereza los defectos de las novelas que leen, igual que hemos aprendido a rastrear sus inclinaciones afectivas o incluso, si nos ponemos psicoanalíticos, su sombra emocional (el argumento trilladísimo del resentimiento del crítico, etc). Pero el hecho de que hayamos adquirido la capacidad de señalar los excesos de la subjetividad no desactiva la necesidad de la crítica literaria. 

Cabría hacernos algunas preguntas al respecto de la progresiva infantilización de lo literario: ¿por qué le puedo decir a mi mejor amiga tomando un café que el último libro que encontré recomendado en Instagram me ha parecido una absoluta mierda, pero es de mal gusto argumentarlo en una reseña extensa y razonada? Uno de los argumentos que suelo encontrar es que hay que tener en cuenta que el libro lleva mucho esfuerzo detrás. ¿No es precisamente por ello que necesitamos analizarlo con rigor? Algunos autores como Pascal Bruckner o Cataluccio se han preguntado si lo que opera aquí no es también una huida del conflicto, la preferencia por la seguridad emocional constante o una evitación de la responsabilidad. La crítica literaria, cuando es razonable y argumenta con rigor, se compromete poderosamente con el objeto cultural que estudia. En cambio, la crítica bravucona tiene aquí la misma intención que el comentario superficial: interesa más el posicionamiento en el campo cultural de quien la emite que la obra. Y resulta difícil que esto último no ocurra en la medida en que, hoy en día, también parece importarnos más la figura del autor que el libro. 

Si pensamos en qué hace mejor o peor a un crítico cultural, conviene recordar la misma lógica que aquella que nos gusta encontrar en los amigos: no son mejores aquellos que siempre nos dicen lo que queremos escuchar. Pero hay que equilibrar el punto: aquel que utiliza su inteligencia para señalar nuestras faltas sin establecer un sistema de cuidado sobre ellas, convertirá inmediatamente su comentario en un exabrupto inútil. En Razón, fe y revolución, Terry Eagleton, para comentar un debate entre un hombre con fe y un ateo, trae una cuestión que me parece oportuna para distinguir la mala crítica literaria: no podemos enfrentarnos dialécticamente al otro tomando solo los ejemplos de aquello que le hace peor (él habla, por ejemplo, de que un ateo imagine debates solo con un oponente fundamentalista, en vez de uno creyente). Así, el crítico tampoco debería poder escoger los peores detalles de un libro para enfrentarse a su análisis. El ejercicio de contención de la soberbia que supone admitir el hallazgo inesperado de lo bueno forma parte de la honestidad que debemos pedirle.

Cuando nos esforzamos en evitar que lo que escribimos sea analizado, lo que terminamos haciendo es dejar de desear que nuestra literatura sea mejor. Incluso, tal y como propone Eagleton en otro de sus libros, Cómo leer literatura, dejamos de distinguir lo literario de cualquier otro uso de la palabra:

 “Llega un punto en el que no reconocer cosas, como que una cierta marca de whisky de malta es de primera clase, por ejemplo, significa no comprender lo que es el whisky de malta. El verdadero conocimiento de los destilados de malta debe incluir la capacidad de hacer ese tipo de discriminaciones”.

Cuando estudié la asignatura de Crítica Literaria en el último curso de Filología Hispánica, el estupendo profesor que fue Eduardo Becerra tuvo a bien ponernos ejemplos suficientes de diferentes tipos de crítica. Descubrí entonces que algunos críticos están superados por un ego que les impide comprender que sí, que su criterio literario también debe ser debidamente argumentado. Cuando uno analiza un texto, debe ejemplificar lo que asevera, tiene la responsabilidad de hacernos partícipes de por qué ha llegado a un resultado. Si algo nos ha parecido plano o mediocre, conviene señalar qué hay en el texto que nos lleve a tales conclusiones. Y para esto conviene leer, no estar enemistado con un autor en concreto. La elaboración de nuestro sistema de gustos consiste en decirle a nuestra amiga que el libro es una mierda, hacer crítica literaria consiste en explicar qué hay en el texto que nos dé la razón. 

Y también importa que podamos preguntarnos por qué nos gusta algo, qué nos encandila de los mejores libros que hemos leído. Tampoco es fácil atender a la esencia de lo bello, que implica enfrentarnos a nosotros mismos: detenernos en aquello ante lo que somos frágiles, comprender los elementos que solemos privilegiar aunque no hagan mejor el libro que tenemos delante. Esto se termina convirtiendo en un ejercicio de honestidad. ¿Hacemos mejor aquello que preferimos casi de forma afectuosa a conveniencia? ¿Convertimos la lectura en un acto narcisista? 

En otra de sus obras, Cómo leer un poema, Eagleton se plantea el problema de la experiencia: “Lo que ahora consumimos no son objetos o acontecimientos, sino nuestra experiencia de ellos”. Si preferimos la experiencia de lo literario (la identificación con la estética de una editorial a la que queremos ser afines, por ejemplo) a su ejercicio (la lectura o la escritura), ¿no estaremos cayendo en una trampa? No hay que renunciar a ser susceptibles a las imágenes, quizá es solo cuestión de sospechar un poco y seguir haciéndonos preguntas

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