París sin ti

Y pese a creer que te había olvidado, que entrado el 2025 la rutina se apoderaría de mí nuevamente y no pensaría tanto en ti, llegó la primavera.

Hay decisiones que no dependen de nosotros pero que, de una forma u otra, nos atañen. Daños colaterales. El roce de una bala que no llevaba nuestro nombre hasta que nos pusimos delante sin querer. Por eso las decisiones que tomemos hay que intentar llevarlas a cabo hasta el final. Porque si somos mayorcitos para pagar el alquiler y tomarnos un par de cervecitas también hay que serlo para lo demás. Aunque duela.

Tú decisión estaba más que meditada, y yo había aceptado la derrota de no volver a verte jugar, pero faltaba que se hiciese realidad. Te fuiste en medio de un noviembre lluvioso. Con el país patas arriba y todos colaborando. El adiós fue frío y se alargó más de la cuenta. Como los funerales de familias con apellidos compuestos. Aquella despedida no se la merecía nadie, ni tu madre ni la mía. Pero no siempre podemos elegir cómo vienen las cosas dadas. Tampoco cómo nos vamos.

Y pese a creer que te había olvidado, que entrado el 2025 la rutina se apoderaría de mí nuevamente y no pensaría tanto en ti, llegó la primavera, y con ella París. Y claro, París, que siempre había sido una fiesta para ti, para nosotros, incluso para Hemingway, decidió que el inicio del torneo que casi lleva tu nombre era un buen momento para homenajearte como es debido. Junto a tu familia, esa que de tanto verla por televisión es casi la nuestra, y tus amigos, también rivales, con los que compartiste Olimpo durante tantos años. Volviste a esa dichosa pista para dejar una huella, esta vez perenne, que hace que todos nos revolvamos por dentro. Y el olvido se fue con un bofetón de realidad. De pronto recordé tu voz y tu risa. La ceja arqueada y las patas de gallo fruto de tantas horas entrenando al sol. Verte allí no sé si me hizo bien, la verdad. No me gustó la sensación masoca de llevarme ese gancho nostálgico directo al mentón que hizo que me tambaleara como Broner en el segundo asalto con Maidana. ¿Por qué somos tan imbéciles que, cuando lo que deseamos se pone delante de nuestras narices, no nos termina de gustar? A veces somos insoportables.

Han pasado ya unos días y el torneo ha empezado. Yo sigo caminando con las manos en el bolsillo buscando alguna distracción que me aleje de la sensación de saber que no vas a volver. Me planteo si un hurto tontorrón de mis pertenencias harían desaparecer por unos minutos mis deseos imposibles de saber que en realidad no te has ido. Fíjate qué tontería, una comisaría como diván.

Los Campos Elíseos y la torre Eiffel vuelven a ser recursos habituales en los informativos deportivos de todo el mundo. Carlitos es aspirante al título, y ese color naranja sigue siendo adictivo. Veo el torneo y me entran ganas de comprar Perrier, cuando nunca he sido muy de agua con gas. Los más jóvenes siguen  jugando con una cinta en el pelo y caminan por la pista sin pisar las líneas (yo también lo hago, para qué mentirte). No está Federer, que ahora juega al golf, como Murray. Djokovic sigue por allí, pero París sin ti no es tan París.

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Hay decisiones que no dependen de nosotros pero que, de una forma u otra, nos atañen. Daños colaterales. El roce de una bala que no llevaba nuestro nombre hasta que nos pusimos delante sin querer. Por eso las decisiones que tomemos hay que intentar llevarlas a cabo hasta el final. Porque si somos mayorcitos para pagar el alquiler y tomarnos un par de cervecitas también hay que serlo para lo demás. Aunque duela.

Tú decisión estaba más que meditada, y yo había aceptado la derrota de no volver a verte jugar, pero faltaba que se hiciese realidad. Te fuiste en medio de un noviembre lluvioso. Con el país patas arriba y todos colaborando. El adiós fue frío y se alargó más de la cuenta. Como los funerales de familias con apellidos compuestos. Aquella despedida no se la merecía nadie, ni tu madre ni la mía. Pero no siempre podemos elegir cómo vienen las cosas dadas. Tampoco cómo nos vamos.

Y pese a creer que te había olvidado, que entrado el 2025 la rutina se apoderaría de mí nuevamente y no pensaría tanto en ti, llegó la primavera, y con ella París. Y claro, París, que siempre había sido una fiesta para ti, para nosotros, incluso para Hemingway, decidió que el inicio del torneo que casi lleva tu nombre era un buen momento para homenajearte como es debido. Junto a tu familia, esa que de tanto verla por televisión es casi la nuestra, y tus amigos, también rivales, con los que compartiste Olimpo durante tantos años. Volviste a esa dichosa pista para dejar una huella, esta vez perenne, que hace que todos nos revolvamos por dentro. Y el olvido se fue con un bofetón de realidad. De pronto recordé tu voz y tu risa. La ceja arqueada y las patas de gallo fruto de tantas horas entrenando al sol. Verte allí no sé si me hizo bien, la verdad. No me gustó la sensación masoca de llevarme ese gancho nostálgico directo al mentón que hizo que me tambaleara como Broner en el segundo asalto con Maidana. ¿Por qué somos tan imbéciles que, cuando lo que deseamos se pone delante de nuestras narices, no nos termina de gustar? A veces somos insoportables.

Han pasado ya unos días y el torneo ha empezado. Yo sigo caminando con las manos en el bolsillo buscando alguna distracción que me aleje de la sensación de saber que no vas a volver. Me planteo si un hurto tontorrón de mis pertenencias harían desaparecer por unos minutos mis deseos imposibles de saber que en realidad no te has ido. Fíjate qué tontería, una comisaría como diván.

Los Campos Elíseos y la torre Eiffel vuelven a ser recursos habituales en los informativos deportivos de todo el mundo. Carlitos es aspirante al título, y ese color naranja sigue siendo adictivo. Veo el torneo y me entran ganas de comprar Perrier, cuando nunca he sido muy de agua con gas. Los más jóvenes siguen  jugando con una cinta en el pelo y caminan por la pista sin pisar las líneas (yo también lo hago, para qué mentirte). No está Federer, que ahora juega al golf, como Murray. Djokovic sigue por allí, pero París sin ti no es tan París.

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