Hace unos días escuchaba a Margeaux en su programa de NTS poner una canción de Julie Tkuze y después comentar que se había emocionado escuchándola, ya que el disco de Tkuze le “había acompañado mucho durante este pasado año”.
Pues bien, ahora que todo el mundo está haciendo listas de favoritos, mi disco del año probablemente sea Heavy Metal de Cameron Winter. Heavy Metal fue su banda sonora, me acompañó en una ruptura y en general en un momento en el que sentía una gran confusión en mi vida. De alguna forma, siento que fue capaz de recogerme del suelo e impulsarme hacia lo siguiente. De hecho el primer texto que me atreví a publicar en internet sobre música hablaba de este disco, un texto escrito a las cuatro de la mañana en la portería del colegio mayor en el que estaba trabajando de conserje del turno de noche, durante esa época en marzo en la que no paraba de llover en Madrid.
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El día antes de mi cumpleaños, vi a Winter en directo en la Roundhouse de Londres junto a mi amiga Irene. El directo de Winter es original en el sentido de que no corresponde directamente con las versiones de sus canciones presentes en el disco, además de tocar varias canciones que no ha publicado aún. Sus primeros directos en solitario habían tenido lugar en iglesias, claramente una decisión idónea para el formato piano, y se asumía que cuando pasase a una sala de mayor aforo, añadiría una banda que le acompañase para interpretar la instrumentación de la producción del disco.
Pero estábamos todas equivocadas, ya que el 1 de diciembre en la Roundhouse, con un aforo de unas 1.500 personas, apareció solo sobre el escenario, acompañado únicamente de un piano de cola y un gran foco que le iluminaba la espalda.
Esto es relevante puesto que cuando un artista decide alejarse de las expectativas del público y se desvincula de las grabaciones y actuaciones que todos esperan recibir, se genera una complejidad emocional distinta: la conexión ya no se basa en el reconocimiento de lo familiar (pensemos en lo habitual de un concierto en el que el público canta las canciones al artista a modo de coro), sino que se construye una nueva relación con unas emociones que ya habías interiorizado. En este caso, mediante la reconfiguración de los temas al piano junto con la adaptación de muchas de las melodías de la voz, Cameron propone una forma completamente nueva de procesar esas letras y melodías.
A lo largo de todo el concierto permaneció de espaldas al público: solo se adivinaba su perfil en algunos momentos y su rostro apareció únicamente al final, cuando se levantó para abandonar el escenario.
Aquella disposición escénica reforzaba un clima de recogimiento que pronto se adueñó de la sala. El silencio era absoluto. Hacía años que no estaba en un concierto en el que nadie hablaba, nadie se movía, solo se escuchaba el ocasional zumbido de los ventiladores. Sorprendentemente, tampoco vi casi ningún teléfono que se alzase para grabar; tan solo algunas pantallas durante “Love Takes Miles”. En general todo el público permanecía inmóvil, completamente absorto.
El contraste entre el frío exterior de Londres y el calor progresivo del interior contribuía a intensificar la atmósfera. La voz de Winter continuaba generando una inmensidad sonora, una vibración sostenida en el aire que permanecía flotando cada vez que dolorosamente alargaba cada nota: cada prolongación, cada pausa, se sentía como una herramienta de poder del intérprete.
Retomando algunas ideas que mencioné en mi texto anterior, en el directo de Cameron Winter la violencia no se manifiesta en gestos físicos ni en el volumen, sino en el impacto emocional que tienen los detalles de su propuesta en el directo. Durante “Drinking Age”, esa fuerza se hizo particularmente evidente. En ese verso,
table by the door
tocó una nota aguda que suspendió en el aire, seguido de un silencio extenuante, casi insoportable, hasta que con un golpe de notas graves reventó la tensión:
wallet on the ground
De esta forma, Winter se convertiría poco a poco en el eje de una experiencia común, una que me recuerda al concepto de Durkheim de efervescencia colectiva. Esta idea alude a los momentos en los que las emociones individuales se funden en una energía común que trasciende a cada participante. En este sentido, la música de Winter actuaba como un tótem, un punto de unión simbólico que articulaba una forma de comunión laica entre los asistentes.
El calor condensado, el sudor, el silencio y la quietud formaban una acumulación de afectos, una sincronía de respiraciones y miradas en un punto fijo: todos atrapados en la misma vibración. Winter se erigía como el centro de un proceso de identificación emocional, catalizando una experiencia de pertenencia a través del sonido. Quizás sea esta capacidad lo que tiene a todo el mundo de la música alternativa ensimismado, comparándole con figuras como Bob Dylan no sólo por la música, sino por su capacidad de suscitar una conexión casi mística a la vez de hacer parecer que se la suda la fascinación que genera.
(Esto tiene que ver con el texto de Fernando sobre el misterio y sobre cómo los artistas que se han convertido en figuras épicas de la historia de la música no compartían nada de sus vidas personales. Lo comenta Kim Gordon en este video de Sotheby’s, en el que habla de la importancia que tenían las portadas de los discos antes de la época de internet).
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De aquí el endiosar al artista, el enamoramiento, el pensar que le conoces. En momentos difíciles encontraba en Heavy Metal un sistema de escape, pensaba en cómo estas canciones me servían para ordenar mis sentimientos. Como si el músico tuviese la capacidad de objetualizar mis emociones, que me estuviese diciendo “esta es la forma que tiene lo que sientes”, como si pudiese convertir lo inexplicable en una materia sonora que me atraviesa físicamente.
En estos pensamientos también me cuestiono cómo llego a identificarme con un chaval de 23 años con una relación tan conflictiva con el amor y las relaciones sentimentales (quizás esto de nuevo es asumir que conozco a la persona únicamente a través de su lírica).
Cuando descubrí el disco, subí unas historias a mejores amigos de instagram en las que volcaba mi fascinación —o quizás obsesión— con él. En ellas mencionaba cómo he dedicado buena parte de mi vida a conocer, entender y aprender de la música, y cómo hay un momento, al inicio de la adultez, en el que una comprende que ese conocimiento, sobre todo en países como España, tiene escasa relevancia dentro de los estándares de trabajo y productividad contemporánea: la música rara vez ocupa en el mundo artístico el lugar que le corresponde por su trascendencia cultural.
De vez en cuando aparecen artistas que permiten reconciliarse con ese mal sabor de boca. Heavy Metal me recordó por qué sigo interesada en la música, por qué constituye a día de hoy una parte esencial de mi identidad (aunque llegados a este punto creo que no es algo que podría remediar de ninguna otra forma).
Considero que es un error romantizar a las figuras artísticas (sobre todo los músicos), pero también es cierto que algunas de ellas trascienden su propio rol para convertirse en espejo de nuestras propias emociones: la música tiene esa capacidad de acompañar, de sostener, de servir como agarradero cuando sientes que caes al vacío. Tal vez por eso, a veces, un disco se convierte en ese objeto al que una va a lloriquear, a reconocerse o simplemente, a seguir (existiendo).
