Rock Soul Pop: Los que no nos han querido nunca

Conservo amigos desde hace muchos años que no saben como voy de ánimo esta temporada a los que les encomendaría el cuidado de mis hijos futuros si futuramente me atropella un autobús.

Los que no nos han querido nunca 

29 de agosto

No hay ninguna sonata de Bach que amenice lo que estoy a punto de escribir y por eso apago la música. Llevo unos días intentando dilucidar qué es exactamente lo que sabemos cuando sabemos —se presenta de pronto como una certeza de hormigón en el alma— que alguien con quién hemos compartido mucho tiempo vital no nos quiso nunca. La evidencia se anuncia como una honda campanada en medio de un pueblo desierto: un día estás lavando los platos, dándote una ducha, o inspeccionando los ingredientes de la leche de avena en el supermercado y entonces la oyes. Recuerdas un gesto, una contestación, una actitud sostenida en el tiempo, una decisión que alguien a quién amabas, que alguien que creías que te amaba, tomó respecto a ti en una situación muy anodina y entiendes que, o en ese momento ya no te quería -lo que da paso al escrutinio sobre el instante exacto en el que dejó de hacerlo- o caes en la cuenta de que jamás te quiso. 

Es importante discernir la evidencia insólita de que alguien jamás te quiso del proceso de monstruificación que solemos emprender cuando rompemos con alguien. Hay amores que, al romperse, al terminar, resultan tan incomprensibles que la única forma de integrar lo sucedido es situar al otro en la posesión diabólica del loco, del malo, del psicópata, del monstruo. Hay amores tan verdaderos, es decir: tan sólidos, que la única forma de integrar su pérdida, de sobrevivir al dolor, es significando al otro como un demente total. Y es lógico. Es más fácil monstruificar a los demás que aprender a vivir con lo que el barullo que precipitó la ruptura dice de nosotros, de nuestra imperfección y de la imperfección de los demás, de esos a quienes amamos y a quienes, precisamente por amarlos tanto, no les permitimos ni un centímetro de error. Lo normal cuando alguien que nos ama nos hace daño (mucho daño) es creer que se ha vuelto loco ¿cómo enfrentarse si no a que alguien que te ama te hiera?

Como he nacido en una casa destartalada he aprendido a leer milimétricamente las dobleces del amor. Sé que existen personas que te aman y te odian. Suena a tumblr pero cualquiera que tenga una familia disfuncional (y a su manera todas lo son) lo entenderá. La conclusión de esta pequeña digresión es que es importante elegir a las personas a las que vas a querer porque van a hacerte daño (tal vez mucho daño), van a ser Imperfectas. La vida es larga y rara y es posible incluso que ames a personas a las que se les vaya la pinza. Si vas a elegir querer a alguien de por vida tienes que asegurarte de haber visto bien lo que asoma en el interior de su alma cuando la puerta está entornada. Quedarse y marcharse ha de ser siempre una elección. El amor no puede ser institucional, ni exclusivamente necesario. Y por supuesto jamás debe ser casual. 

Conservo amigos desde hace muchos años que no saben como voy de ánimo esta temporada a los que les encomendaría el cuidado de mis hijos futuros si futuramente me atropella un autobús. Hay que tener bien identificadas a estas personas, llamarlas de vez en cuando, no dejarlas escapar aunque la vida haya dado muchas vueltas y estéis más lejos de lo que os gustaría.  

Con la familia nos queda la indulgencia. Siempre he creído que librar magnas batallas familiares es inútil porque nada te asegura que las personas con las que estás obligado a convivir vayan a cambiar. Supone una energía que he preferido dedicar a otros menesteres. No ahí. No en ellos. Hace mucho que decidí observar paciente lo bueno y lo peor. Dar todo lo que se tiene —por ejemplo estar dispuesto a morir por un hermano— y hacer silencio grave frente a las incontinencias emocionales —normalmente tienen que ver con el control— de otros allegados. El pragmatismo sentimental no te libra del dolor pero la indulgencia te hace optimista. Acabas encontrando belleza en todas partes. Fundamentalmente porque siempre la hay. Tan solo hay que aprender a mirar. Y blindarse. Blindarse no es claudicar.

Soy una persona paciente e inflexible. Tiendo a creer que sí queremos a alguien que nos maltrata (en sentido laxo) la solución es quererlo aún más y, con todo, mi amor tiene un límite. Me he sentado frente a frente con personas a las que amaba para explicarles detalladamente los motivos de mi partida. En otras ocasiones, y no sin culpa, sencillamente he rehusado explicarme más de lo que lo hice durante la relación. A veces no he encontrado las palabras finales, ni el valor, y me he esfumado sin más. 

Sigo sin entender cómo es posible que haya personas que se han pasado mucho tiempo a nuestro lado y jamás nos hayan querido. Sigo sin entender cómo han podido. Por qué lo han hecho. Para qué. Sólo sé que están ahí, que existen, que se cruzaron en nuestro camino y decidieron no tendernos una mano cuando más lo necesitamos. 

Boston y Noé

30 de agosto

Los bolsos que me gustan, los que me gustan de verdad, cuestan 500$. Algunos días entro en internet, los busco y, cuando doy con ellos, los miro y los codicio. Capturo una imagen, la guardo en mi galería, la adjunto en la conversación que tengo conmigo misma por Whatsapp. Me pregunto si me los compraría si pudiese. Me pregunto si se me pasaría la vergüenza de gastar semejante cantidad de panoja en un bolso si me lo pudiese permitir. 

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Los que no nos han querido nunca 

29 de agosto

No hay ninguna sonata de Bach que amenice lo que estoy a punto de escribir y por eso apago la música. Llevo unos días intentando dilucidar qué es exactamente lo que sabemos cuando sabemos —se presenta de pronto como una certeza de hormigón en el alma— que alguien con quién hemos compartido mucho tiempo vital no nos quiso nunca. La evidencia se anuncia como una honda campanada en medio de un pueblo desierto: un día estás lavando los platos, dándote una ducha, o inspeccionando los ingredientes de la leche de avena en el supermercado y entonces la oyes. Recuerdas un gesto, una contestación, una actitud sostenida en el tiempo, una decisión que alguien a quién amabas, que alguien que creías que te amaba, tomó respecto a ti en una situación muy anodina y entiendes que, o en ese momento ya no te quería -lo que da paso al escrutinio sobre el instante exacto en el que dejó de hacerlo- o caes en la cuenta de que jamás te quiso. 

Es importante discernir la evidencia insólita de que alguien jamás te quiso del proceso de monstruificación que solemos emprender cuando rompemos con alguien. Hay amores que, al romperse, al terminar, resultan tan incomprensibles que la única forma de integrar lo sucedido es situar al otro en la posesión diabólica del loco, del malo, del psicópata, del monstruo. Hay amores tan verdaderos, es decir: tan sólidos, que la única forma de integrar su pérdida, de sobrevivir al dolor, es significando al otro como un demente total. Y es lógico. Es más fácil monstruificar a los demás que aprender a vivir con lo que el barullo que precipitó la ruptura dice de nosotros, de nuestra imperfección y de la imperfección de los demás, de esos a quienes amamos y a quienes, precisamente por amarlos tanto, no les permitimos ni un centímetro de error. Lo normal cuando alguien que nos ama nos hace daño (mucho daño) es creer que se ha vuelto loco ¿cómo enfrentarse si no a que alguien que te ama te hiera?

Como he nacido en una casa destartalada he aprendido a leer milimétricamente las dobleces del amor. Sé que existen personas que te aman y te odian. Suena a tumblr pero cualquiera que tenga una familia disfuncional (y a su manera todas lo son) lo entenderá. La conclusión de esta pequeña digresión es que es importante elegir a las personas a las que vas a querer porque van a hacerte daño (tal vez mucho daño), van a ser Imperfectas. La vida es larga y rara y es posible incluso que ames a personas a las que se les vaya la pinza. Si vas a elegir querer a alguien de por vida tienes que asegurarte de haber visto bien lo que asoma en el interior de su alma cuando la puerta está entornada. Quedarse y marcharse ha de ser siempre una elección. El amor no puede ser institucional, ni exclusivamente necesario. Y por supuesto jamás debe ser casual. 

Conservo amigos desde hace muchos años que no saben como voy de ánimo esta temporada a los que les encomendaría el cuidado de mis hijos futuros si futuramente me atropella un autobús. Hay que tener bien identificadas a estas personas, llamarlas de vez en cuando, no dejarlas escapar aunque la vida haya dado muchas vueltas y estéis más lejos de lo que os gustaría.  

Con la familia nos queda la indulgencia. Siempre he creído que librar magnas batallas familiares es inútil porque nada te asegura que las personas con las que estás obligado a convivir vayan a cambiar. Supone una energía que he preferido dedicar a otros menesteres. No ahí. No en ellos. Hace mucho que decidí observar paciente lo bueno y lo peor. Dar todo lo que se tiene —por ejemplo estar dispuesto a morir por un hermano— y hacer silencio grave frente a las incontinencias emocionales —normalmente tienen que ver con el control— de otros allegados. El pragmatismo sentimental no te libra del dolor pero la indulgencia te hace optimista. Acabas encontrando belleza en todas partes. Fundamentalmente porque siempre la hay. Tan solo hay que aprender a mirar. Y blindarse. Blindarse no es claudicar.

Soy una persona paciente e inflexible. Tiendo a creer que sí queremos a alguien que nos maltrata (en sentido laxo) la solución es quererlo aún más y, con todo, mi amor tiene un límite. Me he sentado frente a frente con personas a las que amaba para explicarles detalladamente los motivos de mi partida. En otras ocasiones, y no sin culpa, sencillamente he rehusado explicarme más de lo que lo hice durante la relación. A veces no he encontrado las palabras finales, ni el valor, y me he esfumado sin más. 

Sigo sin entender cómo es posible que haya personas que se han pasado mucho tiempo a nuestro lado y jamás nos hayan querido. Sigo sin entender cómo han podido. Por qué lo han hecho. Para qué. Sólo sé que están ahí, que existen, que se cruzaron en nuestro camino y decidieron no tendernos una mano cuando más lo necesitamos. 

Boston y Noé

30 de agosto

Los bolsos que me gustan, los que me gustan de verdad, cuestan 500$. Algunos días entro en internet, los busco y, cuando doy con ellos, los miro y los codicio. Capturo una imagen, la guardo en mi galería, la adjunto en la conversación que tengo conmigo misma por Whatsapp. Me pregunto si me los compraría si pudiese. Me pregunto si se me pasaría la vergüenza de gastar semejante cantidad de panoja en un bolso si me lo pudiese permitir. 

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