Hace unos años, después de una mañana paseando por Madrid, me detuve a comer en un restaurante peruano en Salesas. Era principios de enero y sólo había un par de mesas ocupadas, tres contando la mía.
No soy muy dada a comer sola fuera de casa, creo que es por falta de costumbre: no es que me parezca algo triste, simplemente me suelo aburrir a mitad del plato, y las opciones de distracción me parecen insuficientes. Pero ese día no lo fueron.
Mirar el móvil estaba descartado: me quedaba poca batería y no sabía volver a casa. No había televisión ni prensa, la carta se la llevaron nada más elegir, y contemplar mi comida como si fuera una obra de arte no me sedujo. Así que, como quien no quiere la cosa, y aprovechando la poca gente que había en el lugar, hice lo que hubiera hecho cualquier persona de la faz de la Tierra: poner la oreja en la mesa de al lado.
Dos mujeres-bien de Madrid hablaban sobre sus quehaceres, sus vacaciones de Navidad, los colegios de los niños y las torpezas de sus maridos. La conversación como tal no era interesante pero, de golpe, tomó un rumbo muy sugerente para mis oídos. Una de las dos mencionó una frase-contraseña capaz de alertar los sentidos de cualquier comensal presente: «por cierto, he de contarte lo de mi bruja»
¿Qué? ¿He oído bien? ¿Ha dicho bruja? No, no creo, ¿no? Perdone, claro que quiero postre, poleo menta y hasta licor café, ahora no puedo irme.
La hechizada en cuestión procedió a contarle con todo lujo de detalle las adivinaciones de su bruja: le había predicho cómo sería su futura hija, Jimena. También supo describir a su marido, Guillermo, sin conocerlo y había adivinado el desempeño escolar de su primogénito. La otra amiga, fascinada, no hacía preguntas, ¿por qué no preguntas? ¡Quiero saberlo todo!
Pero nada, transcurrieron los minutos, se enfrió mi poleo menta y se acabó su conversación. Y allí me quedé yo, con muchas preguntas y pocas respuestas. ¿De dónde la habría sacado?
Han pasado 2 años pero yo sigo ahí, ya sabes lo que dicen sobre las meigas, haberlas haylas, así que mi deber era encontrarlas. En todo este tiempo he dado con mucha gente con bruja —o sucedáneo de ellas—, y no es que las haya buscado como una loca, al contrario, sin querer han ido apareciendo a mi alrededor, creando una red de contactos brujeriles bastante ancha. He conseguido el número de videntes, curanderas, chamanas, brujas, tarotistas y médiums y sólo he levantado el teléfono una vez —te puedo asegurar que el miedo a la sugestión pesa mucho más que mi curiosidad, eso es así—.
Creo que nunca me había planteado ir a ver una bruja porque he tenido una en casa, mi madre*. Crecer con cierto espiritualismo hace que la vida sea más divertida, llena de señales, coincidencias sospechosas y milagros domésticos. Si algo se perdía habían sido los martinicos y si lo encontrábamos era gracias San Cucufato y así hasta mil cosas más.
Se me hace raro afirmar esto porque en realidad, mi caza de brujas parte una suposición muy contundente que intenta entender por qué la gente recurre a la magia para apaciguar sus preocupaciones: deduzco que la falta de creencias y la puesta en duda de la Fe nos lleva a una deriva de inseguridad que hace que busquemos respuestas donde sea. En mi caso y en mi casa, sin embargo, esoterismo y Fe han ido muy de la mano, quizá por eso, mi búsqueda de respuestas no haya sido tan exhaustiva ni tan temprana como la de la gente de mi alrededor.
Recientemente visité a una tarotista cuya tasa de acierto era bastante alta. Esto claramente da para otro artículo —que creo que jamás escribiré—, tan sólo añadiré lo siguiente: lleva dos inesperadas predicciones cumplidas y no tengo ninguna intención de volver. No fue una mala experiencia, simplemente una experiencia más que me sirve para amenizar sobremesas y sorprender a amigas de amigas cuando se abre paso un silencio incómodo. No falla.
Creer en la magia y en que hay cosas que son muy extrañas como para ser casualidad es una manera de vivir mucho más emocionante. Me divierte ir descubriendo cada día a más gente crédula en la sombra —porque no son temas que se hablen con todo el mundo—. Ahí fuera hay una ristra de personas con mil historias que contar y por descubrir que incluyen amuletos colgando, palos santos en armarios, estampitas en la cartera o piedras cargadas con la luz de la luna y yo quiero saberlo todo: ¿Te funciona? ¿Te sirve? ¿Te vale? ¡Cuéntame más!
Personalmente soy de las que pone la magia en duda, pero para bien, de las que piensa piensa ¿Y si sí? en vez de ¿Y si no?, una rendija de posibilidad que ha alimentado mi vida y la de muchos, deduzco. Vendría a ser algo así cómo una versión doméstica de la apuesta de Pascal: si finalmente no existe, tampoco habré perdido tanto, pero si sí… Quién sabe todo lo que la magia me deparará mañana.
Dicho lo cual, si tienes alguna bruja de confianza, mándamela a través de las cartas de sustrato, nunca se sabe cuándo la puedo necesitar.
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*Antes de enviar el artículo a Fernando le he contado a mi madre su aparición estelar en mi artículo. Ella, intentando disimular su sonrisa, ha sacado esta taza del armario y me ha dicho: ¿señales?
