Hace tiempo que no le mando una columna a Fer y, en consecuencia, hace tiempo que no escribo para Sustrato. No ha sido algo voluntario sino una espera que se ha generado de manera natural desde que el Oviedo ascendió a Primera División y la espiral turbulenta y preocupante que estaba tomando mi vida llegó a su punto más alto. Desde ese último pico de adrenalina, noche y felicidad, todo ha ido ordenándose sin haber sido consciente de ello. Quizá mi vida solamente sea capaz de ordenarse en el momento en el que no trato de reestructurarla y me doy el privilegio de dejar que el tiempo, Dios o el destino vaya volviendo a hacer encajar el puzzle que durante tanto tiempo estaba incompleto porque las piezas no cuadraban.
Me ha costado darme cuenta de ello porque una manera de gestionar estas situaciones ha sido hacerlas una pelota y darles una patada para poder seguir adelante. Cuando me paraba a pensar, a organizar y tratar de tomar la mejor decisión posible las cosas nunca terminaban de salir del todo. Incluso me di cuenta que las decisiones que desde fuera, desde los ojos de mis amigos, eran sencillas y de sentido común, para mi eran difíciles, complejas e incluso imposibles. Siempre había un vértice de la pieza que no terminaba de encajar por sí misma y conseguía arrastrar al resto a una lavadora que no paraba de centrifugar y las terminaba separando o rompiendo. Fueron muchas noches donde apenas concilié el sueño y muchas mañanas donde el techo me terminaba comiendo. Todavía recuerdo como la sombra de la lámpara iba rotando a lo largo de la pared del salón mientras el día se iba consumiendo. Llegué a saber qué hora era por su posición, pero, por suerte, nunca llegué a perder del todo los nervios.
Fui consciente de que mi vida se había reestructurado cuando hace un par de días me senté al sol a leer un libro. Recuerdo que antes de hacer la maleta miré a varias de las montañas literarias que se levantaron hace tiempo en mi casa buscando un compañero de viaje, pero ninguno me apetecía, me llamaba. Ni siquiera me atraía la idea de sentarme a leer a Javier Marías, mi autor favorito, mientras descansaba en la tumbona o esperaba la hora del vermut. Terminé cogiendo un libro de Nacho Azparren sobre los últimos años del Real Oviedo en Primera. Lo hice sin fe porque hacía muchos meses que no era capaz de sentarme a leer más de los dos o tres minutos que puede durar una columna, pero con la idea de que si mi instinto me había llevado a cogerlo, algo había entre ese libro y yo por resolver. Además de la falta de hábito, había que tener en cuenta que el fin de semana estaría marcado por las comidas en la casa de verano. Así que tendría muchas excusas a mi alrededor para no abrirlo. Cabe decir que el libro se había comprado el día 5 de enero de 2024 y desde entonces su función había sido acumular polvo. Supongo que los Reyes, a veces, hacen regalos que tendrán sentido en el futuro, aunque en ese instante creamos que no es el momento adecuado.
Cuando me quise dar cuenta iba por la página 60 y se me había olvidado que no me había echado crema. Las consecuencias son fáciles de imaginar, pero me quedé pensando que, en realidad, todo había pasado. El ruido a mi alrededor había desaparecido y una música estaba empezando a sonar de nuevo. La escuchaba de fondo, muy suave, muy lejos, pero lo suficiente para saber que iría cobrando fuerza hasta volver a retumbar en los cristales de mi habitación y romperlos en mil pedazos. Y esa sensación de saber que el temporal ha pasado, que has sabido navegar en aguas turbulentas y que la gente de tu alrededor no se ha movido ni un centímetro y ha remando contigo contra la marea es una sensación parecida, aunque mucho más pequeña, a la que sentí el día que ascendió el Oviedo. Una mezcla entre orgullo, felicidad y lágrimas contenidas que me recuerdan que, a veces, hay que dejar que las cosas mueran y las personas se vayan para poder avanzar hacia el lugar que tenemos escrito antes de pisar el valhalla. Lo que un día fue dolor, meses más tarde puede ser el motivo de las sonrisas que iluminan tu mañana.