Segunda Vez

El amor empieza cuando intuimos el abismo de aquel por quien sentimos curiosidad y resulta que nos gusta. Queremos mirar más. Quizá haya que ser un poco voyeur para ser un buen amigo. 

Tomo el título de la exposición de Dora García en el Museo Reina Sofía de 2018. Aquella exposición me mostró enseguida la renuncia a la comprensión total. Había tantas referencias, tantas posibilidades, tantos nombres que muchos, claro, se me escapaban. Me encontraba inmersa en un espacio en el que la débil era yo porque no lo sabía todo. Estaba entonces en el último año de la carrera, tenía 25 años y vi esa exposición dos veces. Lo que veía me atraía, me vinculaba directamente a algunos de mis autores favoritos del momento, me vinculaba a mi historia familiar. Y a pesar de la identificación, la comprensión se derramaba en algún punto que no podía localizar. Pero amaba tanto lo que veía que conseguí desprenderme de ella. Años después, asistí a El Bicho, también de Dora García, en Conde Duque. Tampoco entendí todo y tampoco me importó. Cuántas veces disfrutamos más de aquellas formas de arte que nos ofrecen lo que ya sabemos, que dotan de palabras mejores intuiciones que ya llevábamos con nosotros, porque nos hacen inmediatamente mejores. Pero en otras se rebela nuestra debilidad de forma radical. Amar lo que no comprendemos del todo, lo que se nos escapa, es un ejercicio que no siempre podemos hacer porque implica una confianza, una fe que no siempre tenemos a mano. Me hago cargo. Pero me disgustan mucho las formas que encontramos de canalizar esa falta de fe. Lo que no se comprende, a menudo es peor, lo despreciamos de formas infantiles, poniendo en ejercicio el peor de nuestros cinismos. En algún punto lo que estamos diciendo es que lo que no tiene que ver inmediatamente con nosotros es siempre peor, inferior incluso. Esto, para mí, se cristaliza de forma evidente en nuestra capacidad de mirar a los demás. Lo escribe Pedro J. Lacort en este tuit: “No sé aún interpretar tus señales, pero sigue mandándoles. Quiero seguir el rastro de todas las cosas que no entiendo”.

El mundo que es el otro también supone un descanso necesario para uno. Los amigos conforman algunos de esos mundos que hemos conocido y hemos amado y en los que hemos decidido quedarnos. Intuyo que aquí el verbo quedarse es importante, permanecer (una forma de quedarse vinculada a la repetición). No para siempre ni en cualquier circunstancia, porque cambiaremos y, ocurrirá de cuando en cuando que nos decepcionaremos. Llegado el caso, convendrá pararnos a mirar de qué herramientas disponemos para intervenir en estas decepciones, cómo manejarlas. Y comprender que nunca comprenderemos todo, que el otro se nos escapa en algún punto, que la amistad es contemplar también aquello que se derrama siempre. Manos bajo una fuente que no pueden recoger todo lo que les llega. Volver a mirar y repetir para contemplar mejor, para intentar saciarnos más. Es imposible. Me pasa a menudo con las conversaciones: las reviso casi de forma obsesiva, el goce de una buena conversación opera para mí como pocos. Después si puedo, las releo y las releo (cuando son por escrito) porque ese documento, ese archivo, revela misterios que nunca son vistos en una primera mirada. El goce de la segunda vez, volver a mirar. Repetir y repetir: ese es el ejercicio que se pone en juego con los amigos.

Esa repetición se cristaliza especialmente en los conflictos. La reconciliación con un amigo con quien nos hemos enfadado es más que una suspensión del malestar por el roce. La reconciliación supone la posibilidad de elaborar caminos mejores y, si se quiere, de pararnos a mirar de qué forma nuestras órbitas suelen friccionar y qué podemos hacer (si es que queremos hacer algo). A veces me enfado con mis amigos. A veces mis amigos se enfadan conmigo. Sin ir más lejos, el verano pasado tuve una discusión muy fuerte con mi amigo Pablo. Nos costó resolverlo, ambos convencidos de nuestras razones, de nuestras formas. Las formas que hemos encontrado de querernos después de aquello me han conmovido de una forma que no sé si sabría explicar aquí. El amor después del problema es un amor diferente, un amor que se dice con una voz distinta, ya más madura. También devienen rupturas. Hace unas semanas rompí definitivamente con una amiga con la que llevaba desde la facultad, fue una decisión que me ha llevado unos años tomar. Hay decepciones que no encuentran formas de remontar, que se quedan ahí y ya después de que ocurran no hay forma de volver a mirarse igual. El misterio del otro ya está mediado por aquella decepción de manera que ocurre que ya no deseamos seguir mirando. Insistir en intentarlo se convierte en una negociación inasumible para uno, en un malestar diario enquistado. Y despedirse se convierte entonces en otra forma de querer, de entender que el amor se ha terminado, que de los amigos también nos enamoramos y también podemos necesitar marcharnos. Porque no hacía falta convertirnos en los peores enemigos para poder poner distancia. Sencillamente ocurre que los amigos tampoco son para siempre. Jules Renard decía sobre esto, en sus magníficos diarios, una frase que ha mediado mi forma de entender la amistad desde que la leí: “no hay amigos: hay momentos de amistad”. 

Para contemplar a otro hace falta ponerse uno en suspensión: poner nuestras herramientas de escucha y de lectura a disposición de aquel a quien contemplamos. Es un proceso de recogida: la amistad nos pone necesariamente en espera. La mirada debe abandonar el solipsismo, el ensimismamiento y ponerse en ejercicio de lo que no conoce. Fuera ya de su universo conocido, va practicando las posibilidades de la vista. Se puede mirar de muchas formas. Algunas miradas son casi siempre temerosas, un poco rígidas, con cierto recelo a los universos ajenos. Se está más agusto en casa. Otras miradas pecan de exceso de entrega, se abandona lo propio y se ama inmediatamente siempre lo ajeno. Pero el mundo propio es una herramienta esencial para mirar, para delimitar con mayor precisión las posibilidades de intersección entre lo otro y lo uno. El ejercicio de la amistad, me parece, tiene que ver con la puesta en práctica y el perfeccionamiento de esa posibilidad de intersección. 

Entiendo un discurso que localizo en internet que tiene que ver con lo inocentes que hemos sido a veces romantizando algunas formas de amistad. Pero creo que el hecho de haber elegido un discurso celebratorio de esta no conlleva ser imbéciles. Que hayamos podido poner palabras para hablar de aquello que sí funcionaba en la amistad no quiere decir que no seamos capaces de ver lo que no. Sencillamente ocurre que a veces elegimos celebrar y el discurso se repliega a este deseo. El lenguaje también es un amor en ejercicio. Y aquí me parece, también por intuición, que la celebración también requiere una puesta en suspensión de lo propio (del recelo, de la desconfianza, de los temores) que no siempre es posible. En cambio el amor siempre es lo otro. El amor empieza cuando intuimos el abismo de aquel por quien sentimos curiosidad y resulta que nos gusta. Queremos mirar más. Quizá haya que ser un poco voyeur para ser un buen amigo. 

En el prólogo de La pasión por los extraños de Marina Garcés, introduce una cuestión que me interesa mucho: el hecho de no haber tenido siempre amigos. A veces, es cierto, la amistad que tenemos no es la que deseamos, ni permite una intimidad que alivie al ego. Aunque la intimidad de la amistad no sea exactamente la misma que la del amor, sí intersecciona con ella en algunos puntos. Decía @_mariatambien en tuiter: “si mis amigas no me cogiesen las manos por debajo de la mesa yo ya estaría muerta”. Que el afecto íntimo no estaba reservado sólo a la pareja o a los amantes quizá sí era algo que debíamos aprender con las amigas. Desplazar la relación sexual del centro del afecto, convenir que podemos necesitar también el tacto de nuestros amigos. Recuerdo una adolescencia en la que aquella frase de Jules Renard se hacía todavía más densa: instantes evidentes de satisfacción de la intimidad, momentos celebratorios que ocurrían de forma clara pero que después se iban desenfocando en lo que me parecía que ocurría durante más tiempo, el desafecto, la imposibilidad de llegada al otro, el desamor. La amistad adolescente ocurría para mí como los campamentos de verano, eran momentos muy concretos en los que la diversión y la satisfacción de la conversación con otros eran una fiesta, pero que sabría que terminarían. No aprendí formas, hasta no hace tanto, de mantener aquellas amistades, de hacer que la seducción de la conversación aguantase al tiempo y a las circunstancias nuevas. Fui incapaz de hacerlo y sé que fue culpa mía. Me ocurrió después, no hace tanto tiempo, que conocí a algunas personas de las que me enamoré de una forma tan radical que el deseo por esa historia con ellos se interpuso en mi desgana, en mi apetencia primaria por la huida. Algunos eran amigos que ya conocía, como Jaime, Pablo, Jorge, con los que había perdido el contacto, con quienes tuve una segunda oportunidad. Aquellas segundas veces creaban una mirada nueva sobre lo que ya conocíamos, pero que ahora definitivamente conoceríamos mejor. Ya con unas herramientas más adultas: la paciencia, el repliegue del ego, una escucha más hábil, la capacidad de atendernos. Conocí entonces a Patricia, a Guille, a Carlos, a Arturo, a Yannick, a Romero, a Adri, a Marina, a Abi, a Paula. Me enamoré de ellos. Hasta las trancas. Y sus nombres son importantes porque consiguen destensar las intuiciones, a veces demasiado comprimidas, demasiado condensadas, sobre el amor. Pienso en la cita de Pedro Casaldáliga: “Al final del camino me dirán: ¿Has vivido? ¿Has amado? Y yo, sin decir nada, abriré el corazón lleno de nombres”. 

Repito y repito vuestros nombres.

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* La foto de la portada es de una foto de Dora García

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El amor empieza cuando intuimos el abismo de aquel por quien sentimos curiosidad y resulta que nos gusta. Queremos mirar más. Quizá haya que ser un poco voyeur para ser un buen amigo. 

Tomo el título de la exposición de Dora García en el Museo Reina Sofía de 2018. Aquella exposición me mostró enseguida la renuncia a la comprensión total. Había tantas referencias, tantas posibilidades, tantos nombres que muchos, claro, se me escapaban. Me encontraba inmersa en un espacio en el que la débil era yo porque no lo sabía todo. Estaba entonces en el último año de la carrera, tenía 25 años y vi esa exposición dos veces. Lo que veía me atraía, me vinculaba directamente a algunos de mis autores favoritos del momento, me vinculaba a mi historia familiar. Y a pesar de la identificación, la comprensión se derramaba en algún punto que no podía localizar. Pero amaba tanto lo que veía que conseguí desprenderme de ella. Años después, asistí a El Bicho, también de Dora García, en Conde Duque. Tampoco entendí todo y tampoco me importó. Cuántas veces disfrutamos más de aquellas formas de arte que nos ofrecen lo que ya sabemos, que dotan de palabras mejores intuiciones que ya llevábamos con nosotros, porque nos hacen inmediatamente mejores. Pero en otras se rebela nuestra debilidad de forma radical. Amar lo que no comprendemos del todo, lo que se nos escapa, es un ejercicio que no siempre podemos hacer porque implica una confianza, una fe que no siempre tenemos a mano. Me hago cargo. Pero me disgustan mucho las formas que encontramos de canalizar esa falta de fe. Lo que no se comprende, a menudo es peor, lo despreciamos de formas infantiles, poniendo en ejercicio el peor de nuestros cinismos. En algún punto lo que estamos diciendo es que lo que no tiene que ver inmediatamente con nosotros es siempre peor, inferior incluso. Esto, para mí, se cristaliza de forma evidente en nuestra capacidad de mirar a los demás. Lo escribe Pedro J. Lacort en este tuit: “No sé aún interpretar tus señales, pero sigue mandándoles. Quiero seguir el rastro de todas las cosas que no entiendo”.

El mundo que es el otro también supone un descanso necesario para uno. Los amigos conforman algunos de esos mundos que hemos conocido y hemos amado y en los que hemos decidido quedarnos. Intuyo que aquí el verbo quedarse es importante, permanecer (una forma de quedarse vinculada a la repetición). No para siempre ni en cualquier circunstancia, porque cambiaremos y, ocurrirá de cuando en cuando que nos decepcionaremos. Llegado el caso, convendrá pararnos a mirar de qué herramientas disponemos para intervenir en estas decepciones, cómo manejarlas. Y comprender que nunca comprenderemos todo, que el otro se nos escapa en algún punto, que la amistad es contemplar también aquello que se derrama siempre. Manos bajo una fuente que no pueden recoger todo lo que les llega. Volver a mirar y repetir para contemplar mejor, para intentar saciarnos más. Es imposible. Me pasa a menudo con las conversaciones: las reviso casi de forma obsesiva, el goce de una buena conversación opera para mí como pocos. Después si puedo, las releo y las releo (cuando son por escrito) porque ese documento, ese archivo, revela misterios que nunca son vistos en una primera mirada. El goce de la segunda vez, volver a mirar. Repetir y repetir: ese es el ejercicio que se pone en juego con los amigos.

Esa repetición se cristaliza especialmente en los conflictos. La reconciliación con un amigo con quien nos hemos enfadado es más que una suspensión del malestar por el roce. La reconciliación supone la posibilidad de elaborar caminos mejores y, si se quiere, de pararnos a mirar de qué forma nuestras órbitas suelen friccionar y qué podemos hacer (si es que queremos hacer algo). A veces me enfado con mis amigos. A veces mis amigos se enfadan conmigo. Sin ir más lejos, el verano pasado tuve una discusión muy fuerte con mi amigo Pablo. Nos costó resolverlo, ambos convencidos de nuestras razones, de nuestras formas. Las formas que hemos encontrado de querernos después de aquello me han conmovido de una forma que no sé si sabría explicar aquí. El amor después del problema es un amor diferente, un amor que se dice con una voz distinta, ya más madura. También devienen rupturas. Hace unas semanas rompí definitivamente con una amiga con la que llevaba desde la facultad, fue una decisión que me ha llevado unos años tomar. Hay decepciones que no encuentran formas de remontar, que se quedan ahí y ya después de que ocurran no hay forma de volver a mirarse igual. El misterio del otro ya está mediado por aquella decepción de manera que ocurre que ya no deseamos seguir mirando. Insistir en intentarlo se convierte en una negociación inasumible para uno, en un malestar diario enquistado. Y despedirse se convierte entonces en otra forma de querer, de entender que el amor se ha terminado, que de los amigos también nos enamoramos y también podemos necesitar marcharnos. Porque no hacía falta convertirnos en los peores enemigos para poder poner distancia. Sencillamente ocurre que los amigos tampoco son para siempre. Jules Renard decía sobre esto, en sus magníficos diarios, una frase que ha mediado mi forma de entender la amistad desde que la leí: “no hay amigos: hay momentos de amistad”. 

Para contemplar a otro hace falta ponerse uno en suspensión: poner nuestras herramientas de escucha y de lectura a disposición de aquel a quien contemplamos. Es un proceso de recogida: la amistad nos pone necesariamente en espera. La mirada debe abandonar el solipsismo, el ensimismamiento y ponerse en ejercicio de lo que no conoce. Fuera ya de su universo conocido, va practicando las posibilidades de la vista. Se puede mirar de muchas formas. Algunas miradas son casi siempre temerosas, un poco rígidas, con cierto recelo a los universos ajenos. Se está más agusto en casa. Otras miradas pecan de exceso de entrega, se abandona lo propio y se ama inmediatamente siempre lo ajeno. Pero el mundo propio es una herramienta esencial para mirar, para delimitar con mayor precisión las posibilidades de intersección entre lo otro y lo uno. El ejercicio de la amistad, me parece, tiene que ver con la puesta en práctica y el perfeccionamiento de esa posibilidad de intersección. 

Entiendo un discurso que localizo en internet que tiene que ver con lo inocentes que hemos sido a veces romantizando algunas formas de amistad. Pero creo que el hecho de haber elegido un discurso celebratorio de esta no conlleva ser imbéciles. Que hayamos podido poner palabras para hablar de aquello que sí funcionaba en la amistad no quiere decir que no seamos capaces de ver lo que no. Sencillamente ocurre que a veces elegimos celebrar y el discurso se repliega a este deseo. El lenguaje también es un amor en ejercicio. Y aquí me parece, también por intuición, que la celebración también requiere una puesta en suspensión de lo propio (del recelo, de la desconfianza, de los temores) que no siempre es posible. En cambio el amor siempre es lo otro. El amor empieza cuando intuimos el abismo de aquel por quien sentimos curiosidad y resulta que nos gusta. Queremos mirar más. Quizá haya que ser un poco voyeur para ser un buen amigo. 

En el prólogo de La pasión por los extraños de Marina Garcés, introduce una cuestión que me interesa mucho: el hecho de no haber tenido siempre amigos. A veces, es cierto, la amistad que tenemos no es la que deseamos, ni permite una intimidad que alivie al ego. Aunque la intimidad de la amistad no sea exactamente la misma que la del amor, sí intersecciona con ella en algunos puntos. Decía @_mariatambien en tuiter: “si mis amigas no me cogiesen las manos por debajo de la mesa yo ya estaría muerta”. Que el afecto íntimo no estaba reservado sólo a la pareja o a los amantes quizá sí era algo que debíamos aprender con las amigas. Desplazar la relación sexual del centro del afecto, convenir que podemos necesitar también el tacto de nuestros amigos. Recuerdo una adolescencia en la que aquella frase de Jules Renard se hacía todavía más densa: instantes evidentes de satisfacción de la intimidad, momentos celebratorios que ocurrían de forma clara pero que después se iban desenfocando en lo que me parecía que ocurría durante más tiempo, el desafecto, la imposibilidad de llegada al otro, el desamor. La amistad adolescente ocurría para mí como los campamentos de verano, eran momentos muy concretos en los que la diversión y la satisfacción de la conversación con otros eran una fiesta, pero que sabría que terminarían. No aprendí formas, hasta no hace tanto, de mantener aquellas amistades, de hacer que la seducción de la conversación aguantase al tiempo y a las circunstancias nuevas. Fui incapaz de hacerlo y sé que fue culpa mía. Me ocurrió después, no hace tanto tiempo, que conocí a algunas personas de las que me enamoré de una forma tan radical que el deseo por esa historia con ellos se interpuso en mi desgana, en mi apetencia primaria por la huida. Algunos eran amigos que ya conocía, como Jaime, Pablo, Jorge, con los que había perdido el contacto, con quienes tuve una segunda oportunidad. Aquellas segundas veces creaban una mirada nueva sobre lo que ya conocíamos, pero que ahora definitivamente conoceríamos mejor. Ya con unas herramientas más adultas: la paciencia, el repliegue del ego, una escucha más hábil, la capacidad de atendernos. Conocí entonces a Patricia, a Guille, a Carlos, a Arturo, a Yannick, a Romero, a Adri, a Marina, a Abi, a Paula. Me enamoré de ellos. Hasta las trancas. Y sus nombres son importantes porque consiguen destensar las intuiciones, a veces demasiado comprimidas, demasiado condensadas, sobre el amor. Pienso en la cita de Pedro Casaldáliga: “Al final del camino me dirán: ¿Has vivido? ¿Has amado? Y yo, sin decir nada, abriré el corazón lleno de nombres”. 

Repito y repito vuestros nombres.

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* La foto de la portada es de una foto de Dora García

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