Candelabro: Deseo, Carne y Voluntad

Por
Víctor Vk
22/10/2025

Es una explosión de emoción embotellada: «y yo me niego a creer que esta tierra esté maldita»

Hace algo más de una semana, el portal rateyourmusic.com, responsable de alimentar gran parte de las cámaras de eco de culto y de influir en las tendencias de la escena alternativa de internet, anunciaba que, apenas siete días después de que se estrenara como álbum mejor valorado de 2025, el recién llegado Getting Killed de Geese abandonaba la primera posición. Algo normal, si tenemos en cuenta la volatilidad de estas listas y el ritmo de publicaciones actual. La sorpresa, sin embargo, radicaba en que a la cabeza de la clasificación había llegado un álbum en castellano de una banda chilena, para asombro de muchos y orgullo de un país cuya música lleva años en ebullición y que al fin ve a uno de los suyos llegar a las grandes ligas. Los chilenos Candelabro, con su Deseo, Carne y Voluntad, acababan de hacer historia.

Candelabro debutaban en 2023 con un trabajo titulado Ahora o Nunca que los consagraba como miembros de pleno derecho de una escena musical chilena que goza de un estado de forma insuperable. Afines en sonido a bandas nacionales como Niños del Cerro, asia menor o Hesse Kassel, Candelabro han transicionado de un rock alternativo entusiasta y más bailable a un sonido más sobrio y, sin duda, más maximalista, donde las capas instrumentales se superponen en una amalgama sonora con tendencia al barroquismo en la que todos los instrumentos cobran un protagonismo compartido a la par que pugnante. En Deseo, Carne y Voluntad, exploran una identidad sonora que arrastra claras influencias de la Windmill scene. Apenas 40 segundos de la primera pista bastan para que se enciendan las luces de alarma y pensemos en las similitudes sonoras con el Ants From Up There de Black Country; New Road. Sin embargo, son suficientes unos minutos más de escucha para descubrir cómo este álbum va más allá de los rasgos identitarios del sonido Windmill —experimental, denso, disonante, caótico— e impregna el art rock del rastro de algunas de las bandas más influyentes de la historia de la música experimental chilena, como Los Jaivas, Electrodomésticos o Congreso, firmando un disco con un dramatismo y una potencia narrativa inconmensurables. Las voces de Matías Ávila y Javiera Donoso juegan a acompañarse, a alejarse y a perseguirse a lo largo de la mayoría de canciones de este trabajo. A ratos, Matías y Javiera recuerdan a Milton Mahan y Mariana Montenegro del también dúo chileno Dënver, solo que transformando las melodías electropop por composiciones complejísimas marcadas por la tensión y la experimentación.

Deseo, Carne y Voluntad es una explosión de emoción embotellada. Es la rabia y la tensión y la pena y la duda. Es un grito que se escapa ya no de la garganta, sino de lo más profundo del estómago tras alojarse allí más tiempo del que debía. Es la síntesis de la angustia existencial de una juventud a la que no le quedan pilares en los que apoyarse y afronta el vacío desde una crisis de fe, desde una religiosidad inevitable tras el derrumbe de toda su realidad. Es, sin duda alguna, una obra eminentemente chilena: la frustración generacional causada por el fracaso de los estallidos sociales del 2019, sumada a la inestabilidad laboral, el peso de la deuda estudiantil que oprime a toda una generación y la necesidad de expresión y liberación —corporal, sexual, emocional— en una sociedad encorsetada aún por el conservadurismo moral y la herencia política del neoliberalismo pinochetista crean un contexto de desesperanza y angustia en el que Candelabro encuentran una tierra de la que hacer brotar un bosque de instrumentos ansiosos, letras íntimas y poesía. Si Alejandro Zambra afirmaba que hay un poeta en cada chileno, en Candelabro encontramos al menos un centenar de ellos. No sólo las palabras de Vicente Huiodobro, Armando Uribe o Elvira Hernández se entrelazan entre las canciones, sino que la poesía propia de la banda cobra un protagonismo musical difícil de entender fuera del contexto nacional en el que surge el álbum, que comienza con Las Copas, una pieza instrumental acompañada de un fragmento del poema La bandera de Chile recitado por la propia Elvira Hernández que concluye con dos versos que sintetizan identidad chilena, descontento, muerte y esperanza a modo de presentación: «La Bandera de Chile escapa a la calle y jura volver / hasta la muerte de su muerte». El disco se convierte en una suerte de calendario de adviento donde tras cada escucha encontramos una nueva pestaña que rasgar para descubrir un guiño más o menos explícito a la idea de chilenidad. La primera palabra cantada —gritada, bramada— por Matías y Javiera en el disco es desalambrar, un término cargado de un simbolismo abismal en el acervo político chileno gracias al himno de la canción protesta A desalambrar compuesto por el uruguayo Daniel Viglietti y popularizado ni más ni menos que por Víctor Jara, leyenda y mártir del activismo político y la canción protesta chilena. Un inicio que se convierte en una declaración de intenciones y que sirve para abordar la pulsión por redefinir el concepto de patria y por recuperar la energía para luchar.

Candelabro. Foto Promocional

Un rasgo difícil de pasar por alto en cuanto a la composición de las pistas de este Deseo, Carne y Voluntad es que muchas de ellas funcionan como un álbum en sí mismas. La fórmula (1) estrofa fuerte - (2) estribillo - (3) bloque instrumental virtuosista a medio tiempo - (y 4) catarsis musical a modo de coda se repite en canciones como Prisión de carne, Haz de mí, Ángel, Liebre o Cáliz, algunas de ellas superando los 7 minutos de duración (algo bastante común dentro del sonido Windmill que mencionaba anteriormente) que acaba resultando en una estructura robusta, pero inevitablemente predecible. Los componentes de Candelabro parecen encontrarse más cómodos que nunca con sus instrumentos, hasta el punto de mostrar cierta tendencia a la ostentación y a la explotación del clímax como recurso compositivo en sus canciones, fruto quizá de la necesidad de elevar un nudo de sentimientos hasta hacerlo sonar en mayúsculas como única vía para hacerse oír. La sutileza pasa a estar en el tejado del oyente, que debe desenterrar la delicadeza de entre un mar de licks elaborados, líneas de bajo de vértigo y distorsiones varias que apenas dan descanso durante 73 minutos.

La verdadera protagonista de Deseo, Carne y Voluntad es la religión. Se convierte en el elemento que hilvana no sólo la portada, el nombre y los títulos de muchas de las canciones del álbum (Domingo de Ramos, Tumba, Ángel, Pecado, Cáliz), sino también el sentimiento presente a lo largo de todo el mismo. En sus catorce canciones, descubrimos un pulso entre la fe y la desesperanza, entre la sensación de abandono ante la adversidad y la súplica de ayuda. En un país donde, al igual que en España, la sombra de las décadas de tradición católica aún persigue a los jóvenes transformada en una culpa y un desasosiego para los que no han encontrado respuesta, Candelabro se enfrentan a sus propios dogmas y dudas. Una muestra perfecta de ello es Ángel, una interpretación de la oración al Ángel de la Guarda —­«Ángel de mi guarda, dulce compañía / no me desampares ni de noche ni de día»— que nace como una melodía inocente hasta convertirse en una súplica a voces, en el mantra desgañitado de quien se ve solo ante la adversidad y no puede soportar tanta vulnerabilidad. La muerte, la incertidumbre y el más allá también parecen articular gran parte del componente temático religioso del disco, desde la letra de Tumba —­único adelanto del disco y cuyo videoclip directamente nos introduce en la festividad de la Candelaria para mayor rotundidad temática— hasta la intensidad de Liebre, el culmen de la poesía de esta obra, donde Luis Ayala, guitarrista de la banda, recita un poema delicadamente visceral durante cuatro minutos, elevando la palabra hablada sobre un muro de ruido que enturbia una plegaria existencialista sobre el destino del alma, los entierros y lo que queda cuando todo termina. Como colofón religioso a este disco encontramos Cáliz, la canción de canciones de este Deseo, Carne y Voluntad, una amplísima pieza simbolista introducida por extractos de algunos de los grandes nombres de las letras chilenas como la poetisa Gabriela Mistral o el filósofo Humberto Maturana hablando sobre el prodigio de la resurrección para posteriormente dar paso a una letra de retorno, de rendición, de aceptar la religiosidad como único camino ante la adversidad, entendida como un pacto entre el hombre y Dios en el que se acuerda que nada va a cambiar, pero en cuyas cláusulas se decide dejar de sufrir: «Porque este cuerpo es el cáliz / de lo que soy. / Cada herida, cada fracaso / cada error; / sin un templo, alzo mis brazos / hacia el sol. / Sin un templo, sin reparo, / le diré a Dios: / soy yo quien pregunta, soy yo quien responde esta vez»

Por último, sería imposible comprender esta perspectiva religiosa sin entender su conexión con la crítica al contexto social y económico chileno. Esta conexión se hace canción en Pecado, el corte más provocador del álbum, que decide tirar de freno de mano y derrapar hacia una asfixiante canción en clave de ska que trata sobre el abandono social y político representado por Estación Central, un infame distrito de Santiago conocido por sus famosos guetos verticales, horrores del desarrollismo de más de veinte plantas donde se hacinan decenas de miles de personas que seguramente miren al cielo, con los brazos abiertos, preguntándose dónde está el Dios que venía a  ayudarlos. Candelabro cantan «Dios está perdido en una calle de Estación Central» en bucle mientras una música amenazante acompaña a un coro de gritos de dolor y desesperación, como si Estación Central fuese uno de los anillos del infierno y la banda nos cantase envueltos en llamas directamente desde una de sus torres. Sin embargo, el caos y el desamparo no pueden ser infinitos, como no lo es la falta de fe. De entre los arpegios de Tierra Maldita emana un mensaje de optimismo, un arraigo de esperanza en un estribillo que canta «y yo me niego a creer que esta tierra esté maldita». Porque tiene que haber algo mejor para Chile. Porque debe haber algo que sacar de todo este caos y este ruido y esta desesperanza. Porque «entre todo este fracaso / habrá que levantarse a construir, / habrá que levantarse a trabajar / por algo mejor», como recuerdan en Fracaso, con el tesón de quien ha llegado tan abajo que sabe que no hay otro camino que hacia adelante. No es una cuestión de positivismo, es mera supervivencia.

Con este Deseo, Carne y Voluntad, Candelabro logran predicar una palabra compleja de digerir, pero que resulta imposible de ignorar. Su música ha conseguido mutar en evangelio y llevar la palabra de toda una generación chilena a allá donde queden oídos dispuestos a escuchar a aquellos que hacen preguntas aun sabiendo que quizá nunca llegue una respuesta. Han logrado demostrar que contra la mal llamada maldición del segundo álbum sólo hay que tirar de talento, fe y mensaje. O mejor aún, de deseo, carne y voluntad.

Candelabro. Foto Promocional
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Música
Candelabro: Deseo, Carne y Voluntad
Es una explosión de emoción embotellada: «y yo me niego a creer que esta tierra esté maldita»
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Víctor Vk
22/10/2025

Hace algo más de una semana, el portal rateyourmusic.com, responsable de alimentar gran parte de las cámaras de eco de culto y de influir en las tendencias de la escena alternativa de internet, anunciaba que, apenas siete días después de que se estrenara como álbum mejor valorado de 2025, el recién llegado Getting Killed de Geese abandonaba la primera posición. Algo normal, si tenemos en cuenta la volatilidad de estas listas y el ritmo de publicaciones actual. La sorpresa, sin embargo, radicaba en que a la cabeza de la clasificación había llegado un álbum en castellano de una banda chilena, para asombro de muchos y orgullo de un país cuya música lleva años en ebullición y que al fin ve a uno de los suyos llegar a las grandes ligas. Los chilenos Candelabro, con su Deseo, Carne y Voluntad, acababan de hacer historia.

Candelabro debutaban en 2023 con un trabajo titulado Ahora o Nunca que los consagraba como miembros de pleno derecho de una escena musical chilena que goza de un estado de forma insuperable. Afines en sonido a bandas nacionales como Niños del Cerro, asia menor o Hesse Kassel, Candelabro han transicionado de un rock alternativo entusiasta y más bailable a un sonido más sobrio y, sin duda, más maximalista, donde las capas instrumentales se superponen en una amalgama sonora con tendencia al barroquismo en la que todos los instrumentos cobran un protagonismo compartido a la par que pugnante. En Deseo, Carne y Voluntad, exploran una identidad sonora que arrastra claras influencias de la Windmill scene. Apenas 40 segundos de la primera pista bastan para que se enciendan las luces de alarma y pensemos en las similitudes sonoras con el Ants From Up There de Black Country; New Road. Sin embargo, son suficientes unos minutos más de escucha para descubrir cómo este álbum va más allá de los rasgos identitarios del sonido Windmill —experimental, denso, disonante, caótico— e impregna el art rock del rastro de algunas de las bandas más influyentes de la historia de la música experimental chilena, como Los Jaivas, Electrodomésticos o Congreso, firmando un disco con un dramatismo y una potencia narrativa inconmensurables. Las voces de Matías Ávila y Javiera Donoso juegan a acompañarse, a alejarse y a perseguirse a lo largo de la mayoría de canciones de este trabajo. A ratos, Matías y Javiera recuerdan a Milton Mahan y Mariana Montenegro del también dúo chileno Dënver, solo que transformando las melodías electropop por composiciones complejísimas marcadas por la tensión y la experimentación.

Deseo, Carne y Voluntad es una explosión de emoción embotellada. Es la rabia y la tensión y la pena y la duda. Es un grito que se escapa ya no de la garganta, sino de lo más profundo del estómago tras alojarse allí más tiempo del que debía. Es la síntesis de la angustia existencial de una juventud a la que no le quedan pilares en los que apoyarse y afronta el vacío desde una crisis de fe, desde una religiosidad inevitable tras el derrumbe de toda su realidad. Es, sin duda alguna, una obra eminentemente chilena: la frustración generacional causada por el fracaso de los estallidos sociales del 2019, sumada a la inestabilidad laboral, el peso de la deuda estudiantil que oprime a toda una generación y la necesidad de expresión y liberación —corporal, sexual, emocional— en una sociedad encorsetada aún por el conservadurismo moral y la herencia política del neoliberalismo pinochetista crean un contexto de desesperanza y angustia en el que Candelabro encuentran una tierra de la que hacer brotar un bosque de instrumentos ansiosos, letras íntimas y poesía. Si Alejandro Zambra afirmaba que hay un poeta en cada chileno, en Candelabro encontramos al menos un centenar de ellos. No sólo las palabras de Vicente Huiodobro, Armando Uribe o Elvira Hernández se entrelazan entre las canciones, sino que la poesía propia de la banda cobra un protagonismo musical difícil de entender fuera del contexto nacional en el que surge el álbum, que comienza con Las Copas, una pieza instrumental acompañada de un fragmento del poema La bandera de Chile recitado por la propia Elvira Hernández que concluye con dos versos que sintetizan identidad chilena, descontento, muerte y esperanza a modo de presentación: «La Bandera de Chile escapa a la calle y jura volver / hasta la muerte de su muerte». El disco se convierte en una suerte de calendario de adviento donde tras cada escucha encontramos una nueva pestaña que rasgar para descubrir un guiño más o menos explícito a la idea de chilenidad. La primera palabra cantada —gritada, bramada— por Matías y Javiera en el disco es desalambrar, un término cargado de un simbolismo abismal en el acervo político chileno gracias al himno de la canción protesta A desalambrar compuesto por el uruguayo Daniel Viglietti y popularizado ni más ni menos que por Víctor Jara, leyenda y mártir del activismo político y la canción protesta chilena. Un inicio que se convierte en una declaración de intenciones y que sirve para abordar la pulsión por redefinir el concepto de patria y por recuperar la energía para luchar.

Candelabro. Foto Promocional

Un rasgo difícil de pasar por alto en cuanto a la composición de las pistas de este Deseo, Carne y Voluntad es que muchas de ellas funcionan como un álbum en sí mismas. La fórmula (1) estrofa fuerte - (2) estribillo - (3) bloque instrumental virtuosista a medio tiempo - (y 4) catarsis musical a modo de coda se repite en canciones como Prisión de carne, Haz de mí, Ángel, Liebre o Cáliz, algunas de ellas superando los 7 minutos de duración (algo bastante común dentro del sonido Windmill que mencionaba anteriormente) que acaba resultando en una estructura robusta, pero inevitablemente predecible. Los componentes de Candelabro parecen encontrarse más cómodos que nunca con sus instrumentos, hasta el punto de mostrar cierta tendencia a la ostentación y a la explotación del clímax como recurso compositivo en sus canciones, fruto quizá de la necesidad de elevar un nudo de sentimientos hasta hacerlo sonar en mayúsculas como única vía para hacerse oír. La sutileza pasa a estar en el tejado del oyente, que debe desenterrar la delicadeza de entre un mar de licks elaborados, líneas de bajo de vértigo y distorsiones varias que apenas dan descanso durante 73 minutos.

La verdadera protagonista de Deseo, Carne y Voluntad es la religión. Se convierte en el elemento que hilvana no sólo la portada, el nombre y los títulos de muchas de las canciones del álbum (Domingo de Ramos, Tumba, Ángel, Pecado, Cáliz), sino también el sentimiento presente a lo largo de todo el mismo. En sus catorce canciones, descubrimos un pulso entre la fe y la desesperanza, entre la sensación de abandono ante la adversidad y la súplica de ayuda. En un país donde, al igual que en España, la sombra de las décadas de tradición católica aún persigue a los jóvenes transformada en una culpa y un desasosiego para los que no han encontrado respuesta, Candelabro se enfrentan a sus propios dogmas y dudas. Una muestra perfecta de ello es Ángel, una interpretación de la oración al Ángel de la Guarda —­«Ángel de mi guarda, dulce compañía / no me desampares ni de noche ni de día»— que nace como una melodía inocente hasta convertirse en una súplica a voces, en el mantra desgañitado de quien se ve solo ante la adversidad y no puede soportar tanta vulnerabilidad. La muerte, la incertidumbre y el más allá también parecen articular gran parte del componente temático religioso del disco, desde la letra de Tumba —­único adelanto del disco y cuyo videoclip directamente nos introduce en la festividad de la Candelaria para mayor rotundidad temática— hasta la intensidad de Liebre, el culmen de la poesía de esta obra, donde Luis Ayala, guitarrista de la banda, recita un poema delicadamente visceral durante cuatro minutos, elevando la palabra hablada sobre un muro de ruido que enturbia una plegaria existencialista sobre el destino del alma, los entierros y lo que queda cuando todo termina. Como colofón religioso a este disco encontramos Cáliz, la canción de canciones de este Deseo, Carne y Voluntad, una amplísima pieza simbolista introducida por extractos de algunos de los grandes nombres de las letras chilenas como la poetisa Gabriela Mistral o el filósofo Humberto Maturana hablando sobre el prodigio de la resurrección para posteriormente dar paso a una letra de retorno, de rendición, de aceptar la religiosidad como único camino ante la adversidad, entendida como un pacto entre el hombre y Dios en el que se acuerda que nada va a cambiar, pero en cuyas cláusulas se decide dejar de sufrir: «Porque este cuerpo es el cáliz / de lo que soy. / Cada herida, cada fracaso / cada error; / sin un templo, alzo mis brazos / hacia el sol. / Sin un templo, sin reparo, / le diré a Dios: / soy yo quien pregunta, soy yo quien responde esta vez»

Por último, sería imposible comprender esta perspectiva religiosa sin entender su conexión con la crítica al contexto social y económico chileno. Esta conexión se hace canción en Pecado, el corte más provocador del álbum, que decide tirar de freno de mano y derrapar hacia una asfixiante canción en clave de ska que trata sobre el abandono social y político representado por Estación Central, un infame distrito de Santiago conocido por sus famosos guetos verticales, horrores del desarrollismo de más de veinte plantas donde se hacinan decenas de miles de personas que seguramente miren al cielo, con los brazos abiertos, preguntándose dónde está el Dios que venía a  ayudarlos. Candelabro cantan «Dios está perdido en una calle de Estación Central» en bucle mientras una música amenazante acompaña a un coro de gritos de dolor y desesperación, como si Estación Central fuese uno de los anillos del infierno y la banda nos cantase envueltos en llamas directamente desde una de sus torres. Sin embargo, el caos y el desamparo no pueden ser infinitos, como no lo es la falta de fe. De entre los arpegios de Tierra Maldita emana un mensaje de optimismo, un arraigo de esperanza en un estribillo que canta «y yo me niego a creer que esta tierra esté maldita». Porque tiene que haber algo mejor para Chile. Porque debe haber algo que sacar de todo este caos y este ruido y esta desesperanza. Porque «entre todo este fracaso / habrá que levantarse a construir, / habrá que levantarse a trabajar / por algo mejor», como recuerdan en Fracaso, con el tesón de quien ha llegado tan abajo que sabe que no hay otro camino que hacia adelante. No es una cuestión de positivismo, es mera supervivencia.

Con este Deseo, Carne y Voluntad, Candelabro logran predicar una palabra compleja de digerir, pero que resulta imposible de ignorar. Su música ha conseguido mutar en evangelio y llevar la palabra de toda una generación chilena a allá donde queden oídos dispuestos a escuchar a aquellos que hacen preguntas aun sabiendo que quizá nunca llegue una respuesta. Han logrado demostrar que contra la mal llamada maldición del segundo álbum sólo hay que tirar de talento, fe y mensaje. O mejor aún, de deseo, carne y voluntad.

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