El peso de un ciervo muerto

El motivo por el que Dragging a Dead Deer Up a Hill ha cobrado tanto protagonismo en mi vida es casi anecdótico. Desde hace años, necesito caer dormido con la radio de fondo.

Me gusta abordar algunas de mis aficiones con voluntad de estadístico. Colecciono datos, patrones, cifras; recojo información, la registro en diversas aplicaciones, reviso mis resúmenes. Es una forma extraña de conocerme a mí mismo, como si a través de tablas y gráficas y números imposibles pudiese llegar a entender qué hay dentro de mí, qué me ha pasado en los últimos meses, cuánto me ha obsesionado algo. Esta dependencia de los números no es algo de lo que me sienta particularmente orgulloso, pues a veces me descubro prestando más atención a los datos que a la experiencia en sí. He aprendido a vivir así, supongo.

La música no es una excepción a esta dependencia de los datos. Consulto con frecuencia mis artistas más reproducidos, mis obsesiones recientes, mi canción más escuchada cada semana. Fue así como descubrí una anomalía, una sorpresa en forma de número. Hace unas semanas vi que en la lista de mis álbumes más escuchados de este año iba trepando, de forma lenta pero imparable, un álbum que apenas conocía realmente. De una artista de quien apenas podía hablar y cuyos títulos de canciones apenas reconocía. Un disco cuya presencia en mi vida era meramente situacional; algo que nunca debería haber llegado siquiera a mi top 10. Y, sin embargo, allí estaba, orgulloso, mirándome desafiante desde la distancia como la niña de su portada, a punto de apretar el puño para demostrarme que estaba aquí para quedarse.

El título del disco sirve como una suerte de premonición del sonido del mismo: Dragging a Dead Deer Up a Hill. Arrastrar el cadáver de un ciervo colina arriba sólo puede ser una experiencia triste, lenta, solitaria. Nuestro cuerpo ejerciendo de caja de ritmos: las pulsaciones en nuestra sien, el compás acelerado de nuestra respiración acompañando al crujido constante del roce de un cuerpo pesado sobre las rocas, la maleza y las flores. El sonido del álbum refleja esta metáfora mediante una superposición de capas sonoras constante, de pistas saturadas, que nos llevan a la banda sonora de un paisaje onírico a la par que nebuloso. Liz Harris, la talentosa multinstrumentista detrás del pseudónimo Grouper, se esconde debajo de un muro vaporoso de sonido; nos mira a través de la maleza, nos canta para que sigamos su voz allá donde acaba el sendero. Es un álbum en el que no existe la percusión, al menos en el sentido estricto de la misma. No hay bombos, ni cajas, ni platosplatillos. Los pocos elementos rítmicos que podemos intuir se basan en el rasgueo constante y metódico de las guitarras acústicas, cuyo sonido se apila en capas en un extraño equilibrio. El disco oscila entre dos géneros que no llegan a captar por completo su identidad sonora: demasiado espeso para ser denominado dream pop, excesivamente melódico para ser considerado drone. Harris compone desde lo más profundo de sí misma y el alma no entiende de subgéneros.

El motivo por el que este álbum —que llamaré Dead Deer de aquí en adelante— ha cobrado tanto protagonismo en mi vida es algo casi anecdótico. Desde hace años, necesito caer dormido con la radio de fondo. Lo que hace más de una década comenzó como una forma de no escuchar el ruido fuera de mi habitación evolucionó a una forma de no escuchar el ruido dentro de mi cabeza. Es un mal hereditario en mi familia. Siempre recurro a podcasts aburridísimos que me permiten prestar atención a algo que no me interesa, para así lograr dormirme antes de que acaben los treinta minutos del temporizador de apagado. Me suele funcionar bastante bien, o al menos lo hacía hasta que llegó mi hijo a mi vida. Su rutina de sueño frágil, dependiente, eminente afectiva, implica en ocasiones numerosos despertares y deja de surtir efecto el truco de hacerme pasar por el ritual del aburrimiento cuatro veces por noche. Hace algo más de un año, en una noche en la que el desvelo parecía durar más que el propio sueño, recordé la existencia de este álbum, publicado por el sello experimental Type Records en 2008. Desde entonces, he recurrido a él religiosamente en demasiadas ocasiones, guiado por un interés cada vez mayor en su composición y cada vez menos con la intención de dormir de nuevo. Sería injusto, no obstante, describir este disco como música para dormir. Sus doce canciones son composiciones complejas en su forma; suponen un muestrario de texturas, reverberaciones y melodías que rompen el molde de lo relajante. En cada escucha descubrimos nuevos matices, desciframos un nuevo verso de sus letras, un nuevo juego en sus sonidos. A lo largo de algo más de 45 minutos, Harris juega con el ruido y la tensión, rebusca en su interior y nos enseña lo que hay dentro como si se tratase de un secreto.

Cuando la primera pista comienza a sonar, sé que me embarco en un viaje finito hacia un lugar más espeso, más mullido, más lejano. El ritual comienza, sin embargo, unos minutos antes. Nunca elijo este disco al entrar a la cama, sería como querer entrar a la sala a ver el final de la película. Hay que respetar el proceso. El quejido de mi hijo desde la cuna marca el posible inicio de esta coreografía. Cuando nos fallan los trucos y no encuentra consuelo en su desvelo, la necesidad de volver a dormir apremia y su pequeño cuerpo vuela victorioso entre mis brazos hasta la cama. Desaparecen los quejidos y los llantos; no existe lugar mejor para él que estar entre su padre y su madre. A veces, sin embargo, el desajuste de un cerebro que está aprendiendo a hacerlo literalmente todo provoca que su cuerpo no pueda parar de moverse aun cuando sigue durmiendo. Su cuerpo rueda, se gira, me empuja, busca mi contacto, se separa por culpa del calor del verano. Sé que no volveré a dormir pronto ante tal arranque de actividad involuntaria de madrugada, por lo que me preparo mentalmente para algo más intencionado, más profundo, más especial. Pulso el botón de reproducir como quien cruza el quicio de una puerta oculta que siempre estuvo frente a nosotros y que nos conduce a otro lugar.

Los primeros 45 segundos de Disengaged, la pista que abre este Dead Deer son una pirámide de ruido blanco que crece en intensidad. Un viento cada vez más bravo que se acerca a nosotros. En mi cabeza, aprieto mi cuerpo contra el asiento de una nave que despega. Nunca sé cuál es el destino, solo sé que quiero volar. El sonido saturado de una melodía de piano acompaña al tarareo de Harris. Es una nana melancólica, casi una pena hecha canción. Me divierte pensar que es la nana que necesita un padre como yo, que hace ya muchos años que descubrió que la dulzura no era suficiente. Para el final de la canción, el ruido nos envuelve desde todas las direcciones. Hay mucho más que música. Un zumbido, una vibración propia de una máquina, comienza a invadir nuestro paisaje sonoro. Aumenta en intensidad hasta dejarnos caer en la segunda pista: Heavy Water/I'd Rather Be Sleeping, la canción más celebrada de este álbum. Es, sin duda, la canción más accesible del disco: el ruido disminuye, Harris canta e incluso podemos escuchar la letra —toda una anomalía en la discografía de Grouper—. Las melodías son claras, o al menos tan claras como para poder seguirlas. Sigue siendo una canción terriblemente atmosférica, donde las armonías se superponen y el zumbido que dejan las vibraciones de la guitarra no desaparece nunca. Me gusta que la canción más accesible esté al principio, donde aún no me he entregado al sueño, donde mi cuerpo aún se mueve y donde aún escucho mi voz pensar a través del auricular. Mi hijo también sigue moviéndose. Rueda entre su madre y yo; nuestros cuerpos formando una especie de paréntesis entre los cuales busca rendirse de nuevo. Parece querer mecerme con sus giros bruscos y su pataleo involuntario mientras se acurruca entre mis brazos. Cuando empieza a sonar Stuck, mis pulsaciones bajan y busco arrastrarle —arrastrarnos— al sueño profundo. Las cuerdas de una guitarra rasgueadas hacia abajo de forma repetitiva sirven de base para que Harris vuelva a cantar con su lejanía habitual. Imposible aquí no reconocer una de las grandes señas de identidad sonora del disco: la voz de Harris se desdobla durante toda la pista, jugando consigo misma, saltando entre octavas, reverberando con su reflejo. Harris es una ninfa que juega con su imagen en el agua. El juego de voces y guitarras duplicadas me rodea desde todas las direcciones, desde todos los ángulos posibles. Ya no hay escapatoria de este sueño; me dejo flotar río abajo con el cuerpo de mi hijo como único salvavidas.

Gran parte de este Dead Deer se compara con el encuentro de nuestro cuerpo contra el agua. En canciones como When We Fall o Invisible floto haciendo el muerto en un lago, inerte, con el peso de los brazos haciendo de lastre. El agua está tan quieta que siento su textura densa entre mis dedos, que me acomoda y me atrapa al mismo tiempo. «Invisible / I've become invisible». Mi hijo ya duerme entre mis brazos y el calor que siempre desprende su cuerpo me envuelve en un sueño casi febril. A Cover Over y Traveling Through a Sea son dos destellos casi alegres para este álbum, que brillan como un recuerdo alegre en un momento que no lo es tanto. Me mecen las olas, me llevan a casa tomando el camino más largo posible, me mantienen a salvo. Pero el agua también es un castigo y una celda y un enemigo, como en Tidal Wave, donde el canto de sirena de Harris agarra mis tobillos e intenta llevarme a las profundidades del lago. O I'm Dragging a Dead Deer Up a Hill, la canción que da título al disco, un corte oscuro, siniestro, donde las disonancias me trasladan a aguas turbias, a un bosque de algas por el que se cuelan los pocos rayos de sol que quedan. Que todo el álbum esté plagado de referencias a la naturaleza, especialmente al agua en todas sus formas, no es casualidad: sólo la naturaleza tiene la capacidad de ser algo tan profundamente bello, pero a la vez tener tanto potencial para acabar con nuestra vida.

La última canción del disco llega a mi oído a través del auricular y recorre mi cuerpo hasta llegar al cuerpo de mi hijo en el contacto con mi piel. Hemos vencido a otra larga noche. Liz Harris toca la guitarra más clara que escuchamos en este Dragging a Dead Deer Up a Hill. Su voz es suave, casi maternal. Es una melodía dulce, algo infantil, una caricia en el pelo que dura tres minutos. «we’ve all gone to sleep / we’ve all gone to bed / we’re waiting for dreams to fill our heads». Es un regalo que la última canción se llame We’ve All Gone to Sleep. Es un regalo que mi hijo, sin saberlo, me haya hecho enamorarme de este disco.

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El motivo por el que Dragging a Dead Deer Up a Hill ha cobrado tanto protagonismo en mi vida es casi anecdótico. Desde hace años, necesito caer dormido con la radio de fondo.

Me gusta abordar algunas de mis aficiones con voluntad de estadístico. Colecciono datos, patrones, cifras; recojo información, la registro en diversas aplicaciones, reviso mis resúmenes. Es una forma extraña de conocerme a mí mismo, como si a través de tablas y gráficas y números imposibles pudiese llegar a entender qué hay dentro de mí, qué me ha pasado en los últimos meses, cuánto me ha obsesionado algo. Esta dependencia de los números no es algo de lo que me sienta particularmente orgulloso, pues a veces me descubro prestando más atención a los datos que a la experiencia en sí. He aprendido a vivir así, supongo.

La música no es una excepción a esta dependencia de los datos. Consulto con frecuencia mis artistas más reproducidos, mis obsesiones recientes, mi canción más escuchada cada semana. Fue así como descubrí una anomalía, una sorpresa en forma de número. Hace unas semanas vi que en la lista de mis álbumes más escuchados de este año iba trepando, de forma lenta pero imparable, un álbum que apenas conocía realmente. De una artista de quien apenas podía hablar y cuyos títulos de canciones apenas reconocía. Un disco cuya presencia en mi vida era meramente situacional; algo que nunca debería haber llegado siquiera a mi top 10. Y, sin embargo, allí estaba, orgulloso, mirándome desafiante desde la distancia como la niña de su portada, a punto de apretar el puño para demostrarme que estaba aquí para quedarse.

El título del disco sirve como una suerte de premonición del sonido del mismo: Dragging a Dead Deer Up a Hill. Arrastrar el cadáver de un ciervo colina arriba sólo puede ser una experiencia triste, lenta, solitaria. Nuestro cuerpo ejerciendo de caja de ritmos: las pulsaciones en nuestra sien, el compás acelerado de nuestra respiración acompañando al crujido constante del roce de un cuerpo pesado sobre las rocas, la maleza y las flores. El sonido del álbum refleja esta metáfora mediante una superposición de capas sonoras constante, de pistas saturadas, que nos llevan a la banda sonora de un paisaje onírico a la par que nebuloso. Liz Harris, la talentosa multinstrumentista detrás del pseudónimo Grouper, se esconde debajo de un muro vaporoso de sonido; nos mira a través de la maleza, nos canta para que sigamos su voz allá donde acaba el sendero. Es un álbum en el que no existe la percusión, al menos en el sentido estricto de la misma. No hay bombos, ni cajas, ni platosplatillos. Los pocos elementos rítmicos que podemos intuir se basan en el rasgueo constante y metódico de las guitarras acústicas, cuyo sonido se apila en capas en un extraño equilibrio. El disco oscila entre dos géneros que no llegan a captar por completo su identidad sonora: demasiado espeso para ser denominado dream pop, excesivamente melódico para ser considerado drone. Harris compone desde lo más profundo de sí misma y el alma no entiende de subgéneros.

El motivo por el que este álbum —que llamaré Dead Deer de aquí en adelante— ha cobrado tanto protagonismo en mi vida es algo casi anecdótico. Desde hace años, necesito caer dormido con la radio de fondo. Lo que hace más de una década comenzó como una forma de no escuchar el ruido fuera de mi habitación evolucionó a una forma de no escuchar el ruido dentro de mi cabeza. Es un mal hereditario en mi familia. Siempre recurro a podcasts aburridísimos que me permiten prestar atención a algo que no me interesa, para así lograr dormirme antes de que acaben los treinta minutos del temporizador de apagado. Me suele funcionar bastante bien, o al menos lo hacía hasta que llegó mi hijo a mi vida. Su rutina de sueño frágil, dependiente, eminente afectiva, implica en ocasiones numerosos despertares y deja de surtir efecto el truco de hacerme pasar por el ritual del aburrimiento cuatro veces por noche. Hace algo más de un año, en una noche en la que el desvelo parecía durar más que el propio sueño, recordé la existencia de este álbum, publicado por el sello experimental Type Records en 2008. Desde entonces, he recurrido a él religiosamente en demasiadas ocasiones, guiado por un interés cada vez mayor en su composición y cada vez menos con la intención de dormir de nuevo. Sería injusto, no obstante, describir este disco como música para dormir. Sus doce canciones son composiciones complejas en su forma; suponen un muestrario de texturas, reverberaciones y melodías que rompen el molde de lo relajante. En cada escucha descubrimos nuevos matices, desciframos un nuevo verso de sus letras, un nuevo juego en sus sonidos. A lo largo de algo más de 45 minutos, Harris juega con el ruido y la tensión, rebusca en su interior y nos enseña lo que hay dentro como si se tratase de un secreto.

Cuando la primera pista comienza a sonar, sé que me embarco en un viaje finito hacia un lugar más espeso, más mullido, más lejano. El ritual comienza, sin embargo, unos minutos antes. Nunca elijo este disco al entrar a la cama, sería como querer entrar a la sala a ver el final de la película. Hay que respetar el proceso. El quejido de mi hijo desde la cuna marca el posible inicio de esta coreografía. Cuando nos fallan los trucos y no encuentra consuelo en su desvelo, la necesidad de volver a dormir apremia y su pequeño cuerpo vuela victorioso entre mis brazos hasta la cama. Desaparecen los quejidos y los llantos; no existe lugar mejor para él que estar entre su padre y su madre. A veces, sin embargo, el desajuste de un cerebro que está aprendiendo a hacerlo literalmente todo provoca que su cuerpo no pueda parar de moverse aun cuando sigue durmiendo. Su cuerpo rueda, se gira, me empuja, busca mi contacto, se separa por culpa del calor del verano. Sé que no volveré a dormir pronto ante tal arranque de actividad involuntaria de madrugada, por lo que me preparo mentalmente para algo más intencionado, más profundo, más especial. Pulso el botón de reproducir como quien cruza el quicio de una puerta oculta que siempre estuvo frente a nosotros y que nos conduce a otro lugar.

Los primeros 45 segundos de Disengaged, la pista que abre este Dead Deer son una pirámide de ruido blanco que crece en intensidad. Un viento cada vez más bravo que se acerca a nosotros. En mi cabeza, aprieto mi cuerpo contra el asiento de una nave que despega. Nunca sé cuál es el destino, solo sé que quiero volar. El sonido saturado de una melodía de piano acompaña al tarareo de Harris. Es una nana melancólica, casi una pena hecha canción. Me divierte pensar que es la nana que necesita un padre como yo, que hace ya muchos años que descubrió que la dulzura no era suficiente. Para el final de la canción, el ruido nos envuelve desde todas las direcciones. Hay mucho más que música. Un zumbido, una vibración propia de una máquina, comienza a invadir nuestro paisaje sonoro. Aumenta en intensidad hasta dejarnos caer en la segunda pista: Heavy Water/I'd Rather Be Sleeping, la canción más celebrada de este álbum. Es, sin duda, la canción más accesible del disco: el ruido disminuye, Harris canta e incluso podemos escuchar la letra —toda una anomalía en la discografía de Grouper—. Las melodías son claras, o al menos tan claras como para poder seguirlas. Sigue siendo una canción terriblemente atmosférica, donde las armonías se superponen y el zumbido que dejan las vibraciones de la guitarra no desaparece nunca. Me gusta que la canción más accesible esté al principio, donde aún no me he entregado al sueño, donde mi cuerpo aún se mueve y donde aún escucho mi voz pensar a través del auricular. Mi hijo también sigue moviéndose. Rueda entre su madre y yo; nuestros cuerpos formando una especie de paréntesis entre los cuales busca rendirse de nuevo. Parece querer mecerme con sus giros bruscos y su pataleo involuntario mientras se acurruca entre mis brazos. Cuando empieza a sonar Stuck, mis pulsaciones bajan y busco arrastrarle —arrastrarnos— al sueño profundo. Las cuerdas de una guitarra rasgueadas hacia abajo de forma repetitiva sirven de base para que Harris vuelva a cantar con su lejanía habitual. Imposible aquí no reconocer una de las grandes señas de identidad sonora del disco: la voz de Harris se desdobla durante toda la pista, jugando consigo misma, saltando entre octavas, reverberando con su reflejo. Harris es una ninfa que juega con su imagen en el agua. El juego de voces y guitarras duplicadas me rodea desde todas las direcciones, desde todos los ángulos posibles. Ya no hay escapatoria de este sueño; me dejo flotar río abajo con el cuerpo de mi hijo como único salvavidas.

Gran parte de este Dead Deer se compara con el encuentro de nuestro cuerpo contra el agua. En canciones como When We Fall o Invisible floto haciendo el muerto en un lago, inerte, con el peso de los brazos haciendo de lastre. El agua está tan quieta que siento su textura densa entre mis dedos, que me acomoda y me atrapa al mismo tiempo. «Invisible / I've become invisible». Mi hijo ya duerme entre mis brazos y el calor que siempre desprende su cuerpo me envuelve en un sueño casi febril. A Cover Over y Traveling Through a Sea son dos destellos casi alegres para este álbum, que brillan como un recuerdo alegre en un momento que no lo es tanto. Me mecen las olas, me llevan a casa tomando el camino más largo posible, me mantienen a salvo. Pero el agua también es un castigo y una celda y un enemigo, como en Tidal Wave, donde el canto de sirena de Harris agarra mis tobillos e intenta llevarme a las profundidades del lago. O I'm Dragging a Dead Deer Up a Hill, la canción que da título al disco, un corte oscuro, siniestro, donde las disonancias me trasladan a aguas turbias, a un bosque de algas por el que se cuelan los pocos rayos de sol que quedan. Que todo el álbum esté plagado de referencias a la naturaleza, especialmente al agua en todas sus formas, no es casualidad: sólo la naturaleza tiene la capacidad de ser algo tan profundamente bello, pero a la vez tener tanto potencial para acabar con nuestra vida.

La última canción del disco llega a mi oído a través del auricular y recorre mi cuerpo hasta llegar al cuerpo de mi hijo en el contacto con mi piel. Hemos vencido a otra larga noche. Liz Harris toca la guitarra más clara que escuchamos en este Dragging a Dead Deer Up a Hill. Su voz es suave, casi maternal. Es una melodía dulce, algo infantil, una caricia en el pelo que dura tres minutos. «we’ve all gone to sleep / we’ve all gone to bed / we’re waiting for dreams to fill our heads». Es un regalo que la última canción se llame We’ve All Gone to Sleep. Es un regalo que mi hijo, sin saberlo, me haya hecho enamorarme de este disco.

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