Qué coño hago yo aquí. Esa suele ser la frase. Casi siempre esas cinco palabras. No importa dónde estemos. Da igual lo que esté pasando. Cuando mi cerebro empieza a repetir la letanía, siempre es tarde. Todo me sobra. Me quiero ir. Qué coño hago yo aquí. Apoyado en la barra de chapa. Rodeado de flamencas que bailan en corro para apartar a los muchachos y se abanican con el mapa de las casetas. Mirando el vacío y el vacío lleno de cuerpos que giran y chaquetas que se abren y cuñas que se rompen sobre el barro de rebujito. Qué coño hago yo aquí. Declinando ofertas, saludando al vecino, fingiendo no haber visto a la chica aquella que me hizo la cobra en el ascensor de El Corte Inglés. Bendita lupercal en la que todo es posible. Todos los años te niego y acabo volviendo. Sigues siendo la misma. Soy yo el que va cambiando.
Habíamos comido de maravilla, en Regadera, como siempre, con mucho vino, mucha charla y buena gente. A la feria llegamos más allá de las seis. Aún se agarraba el calor al suelo. Pronto encontramos a más amigos. Todo era divertido. A ciertas edades no siempre es así, pero ayer sí. Los cuerpos respondían, el trabajo se había quedado hecho, los niños en la piscina, la calle abierta al disfrute. Poco a poco, fuimos robándole horas al día hasta que nos cayó encima la noche. De caseta en caseta, cada vez más desabrochados, más ágiles, más valientes.
En la última parada ya solo quedábamos tres. Cuando vino la desconexión, me encontró solo en la barra. Creo que los demás estaban en la cola del servicio, pero ya todo había dejado de importarme. Solté la copa llena y me fui sin despedirme. Otra vez la maldita frase. Las palabras venidas del futuro próximo. Anunciadoras de tu cuerpo. Otra vez la visión de la mitad vacía de nuestra cama. Y yo muerto de hambre, adentrándome en la madrugada y perdido entre los camiones de las atracciones y el humo de las frituras. Qué coño hago yo aquí.
Me moría por teletransportarme a casa, pero no quedaba nada en la nevera y después de diez horas sin comer, necesitaba echarme algo al estómago. Ya nacía el dolor de cabeza de mañana. Atravesé la calle del infierno, que a esa hora era un río plagado de adolescentes. Las polillas reclamaban sus bombillas y el speaker de la tómbola repartía premios mientras pensaba en la derrota del Betis. Caminando sin sentido, llegué al último anillo, donde los camareros de las caravanas fuman y los hijos de los feriantes juegan al pillapilla. Allí, junto a la furgoneta-baguetería del Chuli me senté a comer. En la parte de atrás de la luz. En un lugar que solo existe una semana al año. El especial no tenía nada de especial, pero me lo comí con gusto. El taquillero hablaba con su mujer. Él tampoco quería estar allí, pero no había nadie esperándole en casa. Su casa era todo aquello. El olor de la plancha y los pepitos de lomo. El albero tachonado de cartones de bingo. El rugido metálico de la barca vikinga.
Salí de allí reconciliado con mi cuerpo. Una brisa del río me refrescó el pecho. Ya no pude parar. Dejé atrás la cola de los taxis y el brillo plástico de los tenderetes y me fui. Ahora no me pesaban las piernas. Ya no estaba allí. Subí todas las calles que me alejaban de casa. Caminé más rápido para acercarte. Llegué por fin a tu lado y estabas durmiendo, tal y como habían anunciado las palabras. Yo me agaché para besar tu vientre y luego me acosté a tu lado. Allí sentí latir la certeza. Sentí haber vuelto al lugar al que pertenezco. Sentí que ya era otra la pregunta.