El pasado 4 de septiembre el mundo de la moda y el buen gusto se paralizó con la muerte de Giorgio Armani. Aquel día también se cumplían dos meses de la primera vez que escribía a pluma. Es más, aquel aniversario también hacía honor a mi primera estilográfica en propiedad.
Los inicios fueron torpes, ya que la herencia del niño que apretaba en demasía el lápiz en el colegio se vio reflejada en mis primeras líneas. No quise ser dramático, pues las primeras veces nunca son bonitas o, en su defecto, cómodas. Pero Roma no se hizo en un día ni una caligrafía digna en tres frases.
La estilográfica es un cliente sofisticado, casi tanto como aquellas varitas mágicas de Harry Potter que elegían dueño. Estas no son tan caprichosas, pero también ponen a prueba a sus dueños. La pluma no requiere de caligrafías pomposas e impostadas, pero sí de sutileza, técnica y desparpajo. El juego de muñeca desliza la punta del elegante artilugio, haciendo así una emulsión junto al papel que se hará perenne. A la coordinación mano-ojo se le suma la calidad del papel en el que uno posará el exigente instrumento. Entiendo que no sacarían a pasear un deportivo por el monte, ¿no?
Cada intento de escritura con la pluma debe ser lento como los bailes de antaño y los toreros buenos, y paciente como los guisos de nuestras abuelas. Llegará el día en el que uno habrá escrito las líneas suficientes como para poder permitirse el lujo de hacerle una foto a lo escrito, dedicar cartas de amor o escribir recetas que solo algunos farmacéuticos entenderán.
Han pasado ya tres meses de la muerte de Giorgio Armani y no sé qué me da más miedo, si lo rápido que han pasado estos o lo mal que escribo a pluma todavía.
Sigo entrenando y cuidando mi letra por si acaso algún día es merecedora de una foto, aunque sea hecha por mis hijos o mis nietos fruto de la nostalgia. Porque nuestra caligrafía es la única bala personal e intransferible que nos queda.