«A mis sombras» lo encabecé. Esas sombras eran los que vivieron un tiempo que se desvanece en el ruido de la España contemporánea que se esfuerza por olvidarlos –mis padres, mi abuela, mis vecinos–, pero también esos fantasmas que van desapareciendo de mi vida»
—Rafael Chirbes
No creo en las adaptaciones, y me explico: no creo en el concepto de adaptación. Cualquier obra artística, por mucho que esté basada en otra, es siempre una obra artística nueva, independiente, y que funciona de forma autónoma. Es por ello que tampoco soy partidario de juzgar una obra comparándola con la «fuente original» de la que bebe, pues un libro y una película se parecen lo que un huevo a una castaña, por mucho que ambos tengan formas y colores similares. No creo en las adaptaciones, pero las adaptaciones existen como existen muchas otras cosas en las que tampoco creo, y sería injusto –y muy poco realista– basar esta crítica en una utopía discursiva irreal, como tampoco es verosímil creer que puede juzgarse una adaptación sin relacionarla con el material adaptado (puede hacerse si se desconoce ese material que se adapta, pero entonces que sea una adaptación se vuelve irrelevante para quien la ve, y la crítica resultante también es otra), sobre todo si la propia adaptación incluye en su cartel, bajo el nombre de quien la dirige, «Basada en la novela de», o viceversa: si la nueva edición de la novela incluye una faja promocional de la película. Todo este rollo es para decir que, aunque he querido ver La buena letra de Celia Rico alejándome todo lo posible de La buena letra de Rafael Chirbes, el distanciamiento me ha sido imposible.
La película, como he dicho, funciona de forma autónoma, y funciona bien: cualquiera que no haya leído la novela podrá sentir esa sensación de reclusión y encarcelamiento en la que vive Ana (hay quien ha criticado esos planos tan cerrados y asfixiantes, como si no fuesen el eje central de la historia). Las tramas se sostienen también por sí solas y Loreto Mauleón se carga a la espalda una actuación fantástica. Nada reprochable en todo esto: no es una grandísima película, pero es una buena película, una película que está bien. Mi problema con ella es otro. Si no he podido distanciarme de la novela mientras la veía ha sido por una absoluta incomprensión de muchas de las decisiones que se han tomado para su construcción. Y esto, ya lo adelanto, da igual. Da igual lo que yo diga, quiero decir, porque Celia Rico simplemente ha hecho, con todo el derecho del mundo, lo que le ha dado la gana; ha construido la historia que ha querido, que por algo es suya.
Mi problema con La buena letra –y me veo obligado a destripar a partir de aquí tanto el libro como la película– es que desmonta de principio a fin la historia que Chirbes publicó hace ya más de treinta años. Y, de nuevo, esto no es en sí mismo reprochable, pues nada le debe un guionista a la novela que adapta, mucho menos a su autor: este se dedica a crear su historia, sin perjuicio a un material original que no será en ningún caso modificado, dañado o sustituido (ahí está y seguirá la novela para que la lea quien quiera, algo que yo recomiendo encarecidamente). Lo reprochable, en mi opinión, es la selección de qué entra y que sale, que se queda y que se va de ese material original. La buena letra de Celia Rico es la reinterpretación de una historia cuya carga política, inherente e inseparable a ella, se erosiona en favor de un intimismo que ya es marca de la casa del cine español. La película, en pocas palabras, hace desaparecer de un plumazo ese potencial político para centrarse en los sentimientos de los personajes, convirtiendo su contexto en un simple escenario que actúa como el ruido de fondo de una representación que bien podría serle ajena.
La buena letra trata los primeros años de posguerra de una familia en un pueblo valenciano. Una trama en apariencia sencilla a la que poco a poco se le añaden diferentes capas que se yuxtaponen: un hermano (Antonio) que sale de la cárcel y cuya relación con su cuñada (Ana) parece ser más que una simple unión familiar; la llegada, más tarde, de la nueva novia de Antonio (Isabel), una mujer burguesa que habla inglés y que convierte a Ana en su chacha personal mientras ocupa su casa sin dar un palo al agua; el marido de Ana (Tomás) que pierde su trabajo y entra en una crisis existencial por no poder sustentar a su familia; y, finalmente, el abandono de Antonio e Isabel, que acaban codeándose con el fascismo para cambiar su posición social. Hasta aquí, esto es un resumen muy superficial tanto de la novela como del libro. La diferencia está en a qué se le da importancia en una y otro y de qué forma se articulan estas tramas para con el mensaje que transmiten.
Ambas, novela y película, giran alrededor de la cita de Chirbes (que aparece en la película al principio): «La buena letra es el disfraz de las mentiras», pero ni mucho menos lo hacen del mismo modo. En la película, las mentiras son las de Ana: antes de saber que Antonio saldrá de la cárcel, Tomás le pide a Ana que se invente una carta suya en la que le diga a su madre que ha conseguido escapar a Buenos Aires y que está bien. Ana, que tiene muy mala letra, consigue replicar la buena letra de Antonio (pero dicha carta nunca es entregada, porque Antonio vuelve, y sólo sirve para que, al final, Ana le recrimine a Antonio que esa vida que imaginó debía haber sido, en realidad, la vida de su marido Tomás). En el libro, la buena letra es la de Isabel, que ayuda a Ana a mejorar la suya a cambio de que la enseñe a cocinar. También son de Isabel las mentiras, pues la propia Ana cuenta cómo descubrieron que de burguesa no tenía nada, sino que había sido sirvienta de una familia y que si sabía inglés era porque la había estado siriviendo en Londres (también en la película son de Isabel las mentiras, pero no se relacionan con esa buena letra)... En la película, unos Antonio e Isabel ya ausentes no aparecen en la comunión de su sobrina (la hija de Tomás y Ana), a la que la misma niña envía una invitación manuscrita, pero responden dejándole un regalo en su casa, que descubren al volver. En la novela esta escena es distinta: en vez de una comunión es el bautizo de otro hijo de Tomás y Ana, y los también ausentes tíos mandan a la criada con una carta en la que se excusan por no poder ir. «Pero es que han mandado a la criada», se queja Antonio en el libro, «a la criada». En la película, una Ana resignada va sola al cine; también lo hace en la novela, con la diferencia de que en esta última Ana explica que «se me hizo un nudo en la garganta cuando tuve que cantar el Cara al Sol con el brazo en alto». No hay en la película mención alguna al fascismo, tampoco cuando Antonio está en la cárcel, y sólo una vez Tomás pronuncia la palabra «falangista» al referirse al personaje por el que su hermano los ha sustituido. Si lo que se quiere es incidir y ahondar en los sentimientos de los personajes, ¿por qué evadir aquello que más sufrimiento les causa? Aunque el cambio más sangrante, sin embargo, es para mí otro: la destrucción del narratario.
La novela está narrada por Ana, y dicha narración se estructura como una carta cuyo destinatario es un hijo que no existía durante los hechos narrados y que ya es un adulto durante la trama. La película se carga a este narratario y también la narración de Ana, por lo que solamente vemos los hechos contados. Esto, de por sí, no debería ser un problema: adaptar también es eso. El problema es que la decisión de Chirbes de elegir ese narrador y no otro, de elegir esa forma de narración y no otra, permite articular un mensaje importantísimo en la novela, permite que La buena letra sea La buena letra y no otra cosa. Las últimas tres páginas de la novela son tal vez las más importantes. En ellas se descubre que Ana ha decidido contarle a su hijo la historia de esa casa, una casa en la que todavía vive, sola, tras descubrir que él –su hijo, junto con su nuera y su sobrina– pretende que Ana la abandone para construir en su lugar un edificio de viviendas. Así lo explica ella, casi al final de su carta: «Quizá también yo había empezado a poner en ti el rencor tozudo que puso tu padre, y me dejaba aplastar por el orgullo. Conseguí que pudieras salir de Bovra, que estudiases, y empecé a perderte. Durante las vacaciones te presentabas en casa con amigos que nos parecían lejanos, aunque ya el paso de los años nos hubiera igualado un poco a todos y los malos tiempos se hubiesen quedado en el recuerdo. A veces te veía escribir y, a mi pesar, recordaba aquellos cuadernos de ella [Isabel]. Pensaba: “La buena letra es el disfraz de las mentiras”. Las palabras dulces. Ella había tenido razón». La buena letra de Chirbes no es una narración sobre la posguerra, es la narración de una opresión constante, la historia de unos vencidos que no han dejado de serlo nunca, tampoco en nuestros días. Chirbes afirmaba que su novela era, en realidad, una crítica a la ley Boyer de 1985, que liberalizó el mercado de alquiler, y ataca en ella a quienes olvidaron el sufrimiento de sus padres a cambio de una migaja de poder. Así lo dice Ana al final de la novela: «No podía evitar que me diesen envidia los que se fueron al principio, los que no tuvieron tiempo de ver cuál iba a ser el destino de todos nosotros. Porque yo he resistido, me he cansado en la lucha, y he llegado a saber que tanto esfuerzo no ha servido para nada». Ana lo ha perdido todo, se lo han quitado todo, y cuando parecía que los malos se habían ido y los vencidos eran por fin los vencedores, viene su hijo, su propio hijo, el que tiene buena letra como también la tenía Isabel, a quitarle lo único que le queda: su casa, el sitio en el que caerse muerta.
La directora, en un coloquio tras una proyección, dijo que «la ternura es lo más revolucionario». Alguien que supiese más que yo podría escribir otro artículo sólo explicando por qué esa afirmación, en el contexto en que se dice, es peligrosísima y tremendamente reaccionaria. Aunque esa frase resume, creo yo, el porqué de todo. La película mantiene una fidelidad con la novela en casi todos sus aspectos, excepto con los mencionados. ¿Por qué esa decisión de desvirtuar a la película de toda su carga política en favor del intimismo? Hay, al final de la película, una escena inexistente en el libro: tras la muerte de Tomás, Antonio –su hermano– visita a Ana mucho tiempo después de abandonarla, y le dice que no se preocupe por el funeral, porque él se hará cargo de todo. Cuando Ana le echa en cara su traición, Antonio se rompe y llora, arrepentido. En el libro, Antonio le envía a Ana una carta dándole el pésame, ni siquiera se presenta en el entierro, mucho menos se hace cargo de él, y Ana tiene que enterrar a su marido «en Valencia, en un cementerio junto al hospital, en un nicho sin lápida». ¿Por qué esa escena? ¿Por qué elegir, voluntariamente, ofrecer compasión al traidor? ¿Por qué convertirlos en personajes afables, humanos y cercanos (como en la escena del regalo tras la comunión), mientras se evita contextualizar a los otros? ¿Es acaso esa «ternura revolucionaria» incompatible con una memoria histórica fiel? No puede ser revolucionario aquello que se ofrece tanto al oprimido como al opresor, si es que por «revolucionario» entendemos todos lo mismo.
Vuelvo a la misma consigna: una adaptación no le debe nada a la novela que adapta, pero ¿hasta qué punto es ético arrebatarle su esencia y mantener su nombre y su relación con ella? ¿Es justo utilizar esa cita de Chirbes, «La buena letra es el disfraz de las mentiras», para después transfigurar completamente su significado? La buena letra, tal y como está hecha, podría ser otra película, con otro título y otros personajes, podría estar ubicada en otra ciudad y otro tiempo, pues lo que definía su naturaleza no está, no se ve por ninguna parte. Y repito también aquello que para mí es tan incomprensible, algo que era tan fácil de resolver porque no había motivo alguno para no incluirlo: la película deja sin contexto a esos vencidos, pero permite a los vencedores mostrar su falso arrepentimiento. No sólo la traición de Antonio tiene su momento de redención, sino que la segunda traición, la del hijo al que Ana escribe, directamente no está.
Con todo, entiendo que cualquiera pueda leer esto e interpretarlo como una pataleta, como un «No me has preguntado a mí cómo tenías que hacer tu película». Y sí, tal vez lo sea, lo reconozco, tal vez haya también cierta injusticia en esta reseña, cierta inclinación a los sentimientos por encima de la razón. Como ya he dicho y vuelvo a hacer, una adaptación no es sino la creación de una nueva obra artística, y, en mi opinión, esta pierde muchísimo del potencial que podría haber tenido al dejarse por el camino todo lo ya mencionado. No es, como también he dicho, una mala película. Es una película más que podría haber sido una película mejor. Tal vez sería el momento de abrir ese melón o de desarrollarlo si alguien lo ha abierto ya: no todo vale, creo yo, a la hora de contar historias. La memoria es importante, sobre todo cuando algunos de los que fueron víctimas de una guerra que no buscaron todavía no han podido recuperarla. La ternura no puede ser nunca revolucionaria, a las cosas hay que llamarlas por su nombre o perderán su significado y se olvidarán. Chirbes, que luchó para que el olvido nunca se impusiera, no lo merece; a quienes representa en La buena letra, tampoco.