No robaremos el Louvre

Tarde o temprano, les pillarán. ¿Pero cómo no vas a presumir de algo así, criatura?

Los hechos ocurren así. Pueden ocurrir de cualquier otra forma, pero ocurren así. Son las 9:30 de la mañana del domingo 19 de octubre. París ha amanecido gris, como es costumbre en esta época. Cuatro ladrones estacionan un camión de mudanzas a los pies del Louvre en pleno horario de apertura. Valiéndose de una escalera mecánica, logran acceder por una ventana a la Galería Apolo. Una vez dentro, cortan con una radial el vidrio protector de las vitrinas. Sustraen ocho joyas de la corona francesa de época napoleónica, cuyo valor económico se estima en unos 90 millones de euros, aunque su relevancia patrimonial es incalculable. En su huida, se les cae una corona de la emperatriz Eugenia de Montijo, que hubiese sido la novena pieza robada. La operación dura siete minutos. La alarma salta tal y como está previsto en estos casos, pero la policía llega al lugar de los hechos tarde. No se producen heridos ni mayores daños. Los cuatro ladrones escapan del museo con el botín y huyen en sendas motos. Los agentes parisinos, en estrecha colaboración con el Ministerio del Interior, no escatiman recursos a la hora de diseñar un dispositivo policial para darles caza. Saben de sobra que las primeras horas posteriores al hurto son vitales para recuperar el patrimonio hurtado. No dan con ellos.

Parece el robo perfecto pero no lo es. Los pillarán, tarde o temprano los pillarán. Analicemos. Son cuatro ladrones. Cuatro personas, con sus miedos, sus egos y su catarata de circunstancias, cada uno con la suya a cuestas, que les empujan a hacer lo que hacen, a decir lo que dicen. Es imposible que ninguno de los cuatro no lo cuente un día tonto, seguramente con dos vinos de más. La vanidad les vencerá. El orgullo les tenderá una trampa. Que una cosa es robar en el Louvre y otra cosa es robar en el Louvre y no contarlo. Uno de ellos se encaprichará de una chica, querrá impresionarla. O a lo mejor se hartará de que su madre le recuerde día sí día también los méritos de su hermano mayor. O se emborrachará con un paisano muy simpático en un bar de Grenoble y pensará qué coño, le cuento lo del robo que va a flipar. ¿Pero cómo no vas a presumir de algo así, criatura? Lo de Luis Miguel Dominguín y Ava Gardner. ¿De qué te sirve perpetrar el robo del siglo si no tienes a nadie que te lo escuche? ¿Qué es lo peor que te puede pasar, 20 años de cárcel? Poco me parece comparado con el orgasmo que uno debe sentir al mirar a los ojos del interlocutor y decirle, con toda la rotundidad del que lo vivió, del que no miente, “Yo robé la corona de la emperatriz Josefina”. Y que caiga la perpetua si así lo desea el Elíseo. O la guillotina. Lo que tenga que venir. Temer las consecuencias de tal confesión me parece una ordinariez y algo de cobardes. Y como yo no me considero ni un ordinario ni un cobarde, que no esperen de mí la más mínima empatía aquellos que viven en el silencio y en el recuerdo no compartido.

Claro que eso, lo de no saber callar, es por lo que nunca podré robar el Louvre, ni el Prado ni una sucursal de la Caja Rural. Por maña no será, no jodamos, que todo es ponerse. Ya saben que los hombres nos sentimos capaces de hacer aterrizar un avión, vencer a un oso en una pelea con nuestras propias manos o meter 10 goles en primera división si uno juega todos los minutos de todos los partidos de una temporada. Por maña no será, qué va. Será por el cargo de conciencia. No el afligido por el robo, sino por el de la confesión del hurto.

Les pillarán, definitivamente les pillarán. Las joyas, el tesoro de Napoleón, salir en los periódicos, todo eso les da igual. Esta gente lo ha robado para contarlo. 

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Los hechos ocurren así. Pueden ocurrir de cualquier otra forma, pero ocurren así. Son las 9:30 de la mañana del domingo 19 de octubre. París ha amanecido gris, como es costumbre en esta época. Cuatro ladrones estacionan un camión de mudanzas a los pies del Louvre en pleno horario de apertura. Valiéndose de una escalera mecánica, logran acceder por una ventana a la Galería Apolo. Una vez dentro, cortan con una radial el vidrio protector de las vitrinas. Sustraen ocho joyas de la corona francesa de época napoleónica, cuyo valor económico se estima en unos 90 millones de euros, aunque su relevancia patrimonial es incalculable. En su huida, se les cae una corona de la emperatriz Eugenia de Montijo, que hubiese sido la novena pieza robada. La operación dura siete minutos. La alarma salta tal y como está previsto en estos casos, pero la policía llega al lugar de los hechos tarde. No se producen heridos ni mayores daños. Los cuatro ladrones escapan del museo con el botín y huyen en sendas motos. Los agentes parisinos, en estrecha colaboración con el Ministerio del Interior, no escatiman recursos a la hora de diseñar un dispositivo policial para darles caza. Saben de sobra que las primeras horas posteriores al hurto son vitales para recuperar el patrimonio hurtado. No dan con ellos.

Parece el robo perfecto pero no lo es. Los pillarán, tarde o temprano los pillarán. Analicemos. Son cuatro ladrones. Cuatro personas, con sus miedos, sus egos y su catarata de circunstancias, cada uno con la suya a cuestas, que les empujan a hacer lo que hacen, a decir lo que dicen. Es imposible que ninguno de los cuatro no lo cuente un día tonto, seguramente con dos vinos de más. La vanidad les vencerá. El orgullo les tenderá una trampa. Que una cosa es robar en el Louvre y otra cosa es robar en el Louvre y no contarlo. Uno de ellos se encaprichará de una chica, querrá impresionarla. O a lo mejor se hartará de que su madre le recuerde día sí día también los méritos de su hermano mayor. O se emborrachará con un paisano muy simpático en un bar de Grenoble y pensará qué coño, le cuento lo del robo que va a flipar. ¿Pero cómo no vas a presumir de algo así, criatura? Lo de Luis Miguel Dominguín y Ava Gardner. ¿De qué te sirve perpetrar el robo del siglo si no tienes a nadie que te lo escuche? ¿Qué es lo peor que te puede pasar, 20 años de cárcel? Poco me parece comparado con el orgasmo que uno debe sentir al mirar a los ojos del interlocutor y decirle, con toda la rotundidad del que lo vivió, del que no miente, “Yo robé la corona de la emperatriz Josefina”. Y que caiga la perpetua si así lo desea el Elíseo. O la guillotina. Lo que tenga que venir. Temer las consecuencias de tal confesión me parece una ordinariez y algo de cobardes. Y como yo no me considero ni un ordinario ni un cobarde, que no esperen de mí la más mínima empatía aquellos que viven en el silencio y en el recuerdo no compartido.

Claro que eso, lo de no saber callar, es por lo que nunca podré robar el Louvre, ni el Prado ni una sucursal de la Caja Rural. Por maña no será, no jodamos, que todo es ponerse. Ya saben que los hombres nos sentimos capaces de hacer aterrizar un avión, vencer a un oso en una pelea con nuestras propias manos o meter 10 goles en primera división si uno juega todos los minutos de todos los partidos de una temporada. Por maña no será, qué va. Será por el cargo de conciencia. No el afligido por el robo, sino por el de la confesión del hurto.

Les pillarán, definitivamente les pillarán. Las joyas, el tesoro de Napoleón, salir en los periódicos, todo eso les da igual. Esta gente lo ha robado para contarlo. 

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