No sex #39: Dónde nadie se para

Nadia me cuenta que entendió muy rápido que se estaba jugando el futuro y unos niños con el pelo rizado

Escucho embobada a Nadia, se me olvida apuntar nada, pero luego rescato de la grabadora lo siguiente:

«Fíjate lo que voy a decir: siempre estamos conectadas, mirándonos de reojo para pasarnos la pelota. No tenemos miedo al acercamiento, sabemos que vamos juntas. Pedri se la pasa a Yamal sin mirar y ya sabes que es gol. Esas somos Paloma y yo. Es una relación fuerte y frágil como una bomba.»

Nadia y Paloma se encontraron en la salida del metro de Lavapiés, un lugar en el que todo el mundo camina a zancadas y no hay mucho tiempo para pararse porque se corre el riesgo de ser arrollado por cualquier otra persona con mucha prisa para ir a cualquier otro lugar al que siempre parece que llega tarde. Ellas ya se conocían, ya se sonaban, ya se habían mirado, pero no había surgido, no se podía. Fue entonces (quizás) la magia pegajosa e inescrutable de la vida la que provocó un cruce, un cruce al que agarraron y con el que decidieron cometer un acto osado: eligieron no tener prisa. 

«Aquella noche rompí dos copas de vino. No puedes detener los ramalazos de la vida. Casi siempre son más fuertes que tú.»

Después de esa noche en la que se reconocieron, es decir, volvieron a conocerse, hicieron un viaje, un viaje al que Paloma fue en calidad de amiga mientras Nadia ya la miraba conducir por el espejo del retrovisor, como cuando una mira de forma inevitable e insondable. Ese día Nadia propuso un juego, un juego que consistía en columpiarse y subir a los toboganes del parque de su infancia. Y sólo Paloma resistió sin cansarse. Parecía decirle que ella sí estaba dispuesta a subir montañas, a jugar pero también a aguantar, a ver qué ocurría si jugaban juntas.

Nadia podría fumarse 30 cigarros. Paloma no fuma pero aguanta el humo a la perfección. Una creció viendo a chonis a punto de pegarse, la otra viendo a un padre trajeado en una sucursal bancaria. Ambas cosas parecen inconexas pero ambas, en realidad, descansan en la pelea, en ver pelear.

Nadia y Paloma se enamoraron como algo inevitable, se enamoraron cuando se disiparon las figuras que las opacaban, se enamoraron a pesar de encontrarse en un cruce veloz dónde se supone que nadie se para. Quisieron dejar de ser la pelea en la que habían crecido, enterrar el hacha de guerra, recrearse en la suavidad de unas sábanas nuevas. Supongo que eso es: encontraron en el hueco en el que sólo cabían ellas dos y en el que el pasado conformaba en lugar de pesar. Ellas son porque fueron, pero también querían ser algo nuevo, esa era la voluntad que arañaban y sobre la que se erigieron los cimientos de lo que convirtieron en su casa.

Les pregunté si este amor les había cambiado: «Sí, y el que diga que no cambia, miente o ha muerto. Es imposible que una relación no te cambie. La idea de la muerte se disuelve o se agudiza. Reconoces tus manías. Saludas a tu madre con un abrazo. Recoges los pelos que te han caído en la ducha.» Nadia me cuenta que entendió muy rápido que se estaba jugando el futuro y unos niños con el pelo rizado. Las dos usan la palabra familia para hablar de lo que tienen dándole un significado radicalmente propio: las dos mentirían para protegerse, las dos se asoman al mundo de la otra como niñas asombradas. No dejan de ser las de aquella noche tirándose por el tobogán del parque de la ciudad de Nadia. 

 

Acabó diciéndome Nadia que para ella el amor es todo lo caliente del mundo: un secreto al oído, el recuerdo que queda en las sábanas. Paloma, en cambio, parecía casi que cantase: «La tocarás con delicadeza. No pasaréis miedo. Os querréis. Lo sabrás. Lo sabrá. No habrá rodeos. Ahora tu mundo es otro.»

Después de leer su historia volví a pasar por el metro de Lavapiés y ya no pude mirarlo igual. Traté de enmarcar una postal, una esquina de su encuentro. Su historia me hizo detenerme a mí como un día hicieron ellas. Todos corrían mientras yo bajaba esas escaleras con una sonrisa. 

Ha pasado más de un año y ninguna de las dos pasa ya por el metro de Lavapiés, ahora viven juntas lejos de las grandes ciudades y parecen haberse detenido en la osadía: no hay guerra y no hay prisa, sólo ganas de seguir durmiéndose la una en el pecho de la otra, siempre Nadia primero, siempre Paloma después, con la certeza y la ternura de que la mañana siguiente sabrán si tienen un mal día con tan solo mirarse de soslayo. 

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No sex #39: Dónde nadie se para
Nadia me cuenta que entendió muy rápido que se estaba jugando el futuro y unos niños con el pelo rizado

Escucho embobada a Nadia, se me olvida apuntar nada, pero luego rescato de la grabadora lo siguiente:

«Fíjate lo que voy a decir: siempre estamos conectadas, mirándonos de reojo para pasarnos la pelota. No tenemos miedo al acercamiento, sabemos que vamos juntas. Pedri se la pasa a Yamal sin mirar y ya sabes que es gol. Esas somos Paloma y yo. Es una relación fuerte y frágil como una bomba.»

Nadia y Paloma se encontraron en la salida del metro de Lavapiés, un lugar en el que todo el mundo camina a zancadas y no hay mucho tiempo para pararse porque se corre el riesgo de ser arrollado por cualquier otra persona con mucha prisa para ir a cualquier otro lugar al que siempre parece que llega tarde. Ellas ya se conocían, ya se sonaban, ya se habían mirado, pero no había surgido, no se podía. Fue entonces (quizás) la magia pegajosa e inescrutable de la vida la que provocó un cruce, un cruce al que agarraron y con el que decidieron cometer un acto osado: eligieron no tener prisa. 

«Aquella noche rompí dos copas de vino. No puedes detener los ramalazos de la vida. Casi siempre son más fuertes que tú.»

Después de esa noche en la que se reconocieron, es decir, volvieron a conocerse, hicieron un viaje, un viaje al que Paloma fue en calidad de amiga mientras Nadia ya la miraba conducir por el espejo del retrovisor, como cuando una mira de forma inevitable e insondable. Ese día Nadia propuso un juego, un juego que consistía en columpiarse y subir a los toboganes del parque de su infancia. Y sólo Paloma resistió sin cansarse. Parecía decirle que ella sí estaba dispuesta a subir montañas, a jugar pero también a aguantar, a ver qué ocurría si jugaban juntas.

Nadia podría fumarse 30 cigarros. Paloma no fuma pero aguanta el humo a la perfección. Una creció viendo a chonis a punto de pegarse, la otra viendo a un padre trajeado en una sucursal bancaria. Ambas cosas parecen inconexas pero ambas, en realidad, descansan en la pelea, en ver pelear.

Nadia y Paloma se enamoraron como algo inevitable, se enamoraron cuando se disiparon las figuras que las opacaban, se enamoraron a pesar de encontrarse en un cruce veloz dónde se supone que nadie se para. Quisieron dejar de ser la pelea en la que habían crecido, enterrar el hacha de guerra, recrearse en la suavidad de unas sábanas nuevas. Supongo que eso es: encontraron en el hueco en el que sólo cabían ellas dos y en el que el pasado conformaba en lugar de pesar. Ellas son porque fueron, pero también querían ser algo nuevo, esa era la voluntad que arañaban y sobre la que se erigieron los cimientos de lo que convirtieron en su casa.

Les pregunté si este amor les había cambiado: «Sí, y el que diga que no cambia, miente o ha muerto. Es imposible que una relación no te cambie. La idea de la muerte se disuelve o se agudiza. Reconoces tus manías. Saludas a tu madre con un abrazo. Recoges los pelos que te han caído en la ducha.» Nadia me cuenta que entendió muy rápido que se estaba jugando el futuro y unos niños con el pelo rizado. Las dos usan la palabra familia para hablar de lo que tienen dándole un significado radicalmente propio: las dos mentirían para protegerse, las dos se asoman al mundo de la otra como niñas asombradas. No dejan de ser las de aquella noche tirándose por el tobogán del parque de la ciudad de Nadia. 

 

Acabó diciéndome Nadia que para ella el amor es todo lo caliente del mundo: un secreto al oído, el recuerdo que queda en las sábanas. Paloma, en cambio, parecía casi que cantase: «La tocarás con delicadeza. No pasaréis miedo. Os querréis. Lo sabrás. Lo sabrá. No habrá rodeos. Ahora tu mundo es otro.»

Después de leer su historia volví a pasar por el metro de Lavapiés y ya no pude mirarlo igual. Traté de enmarcar una postal, una esquina de su encuentro. Su historia me hizo detenerme a mí como un día hicieron ellas. Todos corrían mientras yo bajaba esas escaleras con una sonrisa. 

Ha pasado más de un año y ninguna de las dos pasa ya por el metro de Lavapiés, ahora viven juntas lejos de las grandes ciudades y parecen haberse detenido en la osadía: no hay guerra y no hay prisa, sólo ganas de seguir durmiéndose la una en el pecho de la otra, siempre Nadia primero, siempre Paloma después, con la certeza y la ternura de que la mañana siguiente sabrán si tienen un mal día con tan solo mirarse de soslayo. 

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