No sex #40: Los cinco primeros minutos

El fantasma de Roland Barthes y yo en París otra vez hablando del amor.

Los cinco primeros minutos de estar en la casa parisina en la que me estoy quedando me di cuenta que en el ático del edificio vivía alguien apellidado Barthes. No puede ser casualidad, me dije. Roland Barthes y su constante enunciación del amor, Roland Barthes y el librito que todos pasean: Fragmentos de un discurso amoroso. El fantasma de Roland Barthes y yo en París, yo en París otra vez hablando del amor. En el fondo (y en la superficie), me encantan los tópicos. No tengo ganas de esconderme más.

Los cinco primeros minutos de conocer a algunos de mis mejores amigos yo ya sabía que íbamos a ser amigos. Los cinco primeros minutos de leer Travesuras de la niña mala supe que me iba a acompañar siempre, que siempre la buscaría para según qué cosas, que cuando pisase París después de haberla leído querría volverla a leer mis tramos favoritos, recrearme en ellos. Los cinco primeros minutos dentro de la Sainte-Chapelle yo ya supe que me parecía la iglesia más especial en la que había estado y he vuelto a comprobarlo, sólo para deleitarme en mis pensamientos. 

La cara que se te queda durante los cinco minutos después del primer beso con alguien es difícil de fingir. O no sientes nada o te quedas pasmado. Es o no es. 

Cinco minutos son exactamente trescientos segundos. Es una cantidad modesta de tiempo como para ambicionar saber mucho pero, hay cosas que se saben, que atraviesan el estómago, lo retuercen o lo apaciguan. Es tiempo suficiente para adivinar hacia qué lado de la red caerá la pelota. 

Los cinco primeros de las primeras citas son extraños: dos personas que no se conocen de nada se sientan en una pequeña mesa, en una barra, caminan hasta encontrar una mesa (odio eso, prefiero adelantarme y esperar, no me gusta pasear contigo si no te he conocido todavía). Te empiezas a contar cosas de manera extrañísima, tratas de tirar del hilo u observas cómo alguien desconocido trata de descifrar quién eres, qué te hace reír o qué te incomoda. Con un poco de suerte tú le dejas espacio para que empiece a saber a quién tiene enfrente. 

Son minutos extraños pero sobre todo son certeros, a veces más de lo que uno querría creer. Bastan cinco —sentado frente a alguien escuchándole hablar, gesticular, moverse, preguntar y contar algo concreto y no otra cosa concreta—, para intuir casi todo el mapa que tienes por delante y para captar al vuelo cómo va a ser conocer a esta persona desconocida. Tú puedes empeñarte en lo contrario pero de lo que has sentido ese primer instante no hay vuelta atrás.

Los cinco primeros minutos tú ya sabes si vas a querer otros cinco, si vas a pedir más bien la hora entera, si vas a querer volver a París y si te encantaría leerle unas líneas de Roland Barthes, si entenderá la broma cuando le mandes la foto del timbre y si, de alguna manera, parecéis destinados a haberos cruzado. Unos 300 segundos de definición que, aun pudiendo ser equivocada, resulta abrumadora y evidente tantas veces que es imposible de ignorar.

Intuición y observación son compañeras algo difíciles de agarrar pero dignas de escuchar. Ellas están y actúan rápido por nosotras. Para que no te quedes dónde no puedas ser y, sobre todo, para que elijas quedarte dónde sí eres.

Gracias a P. — porque nuestra conversación sobre el amor en un bar un viernes cualquiera inspiró esta columna.

sustrato funciona gracias a las aportaciones de lectores como tú, que llegas al final de los artículos. Por eso somos de verdad independientes.

Lo que hacemos es repartir vuestras cuotas de manera justa y directa entre los autores.
Lee a tus autores favoritos y apoya directamente su trabajo independiente y audaz.
VER PLANES
Costumbres
No sex #40: Los cinco primeros minutos
El fantasma de Roland Barthes y yo en París otra vez hablando del amor.

Los cinco primeros minutos de estar en la casa parisina en la que me estoy quedando me di cuenta que en el ático del edificio vivía alguien apellidado Barthes. No puede ser casualidad, me dije. Roland Barthes y su constante enunciación del amor, Roland Barthes y el librito que todos pasean: Fragmentos de un discurso amoroso. El fantasma de Roland Barthes y yo en París, yo en París otra vez hablando del amor. En el fondo (y en la superficie), me encantan los tópicos. No tengo ganas de esconderme más.

Los cinco primeros minutos de conocer a algunos de mis mejores amigos yo ya sabía que íbamos a ser amigos. Los cinco primeros minutos de leer Travesuras de la niña mala supe que me iba a acompañar siempre, que siempre la buscaría para según qué cosas, que cuando pisase París después de haberla leído querría volverla a leer mis tramos favoritos, recrearme en ellos. Los cinco primeros minutos dentro de la Sainte-Chapelle yo ya supe que me parecía la iglesia más especial en la que había estado y he vuelto a comprobarlo, sólo para deleitarme en mis pensamientos. 

La cara que se te queda durante los cinco minutos después del primer beso con alguien es difícil de fingir. O no sientes nada o te quedas pasmado. Es o no es. 

Cinco minutos son exactamente trescientos segundos. Es una cantidad modesta de tiempo como para ambicionar saber mucho pero, hay cosas que se saben, que atraviesan el estómago, lo retuercen o lo apaciguan. Es tiempo suficiente para adivinar hacia qué lado de la red caerá la pelota. 

Los cinco primeros de las primeras citas son extraños: dos personas que no se conocen de nada se sientan en una pequeña mesa, en una barra, caminan hasta encontrar una mesa (odio eso, prefiero adelantarme y esperar, no me gusta pasear contigo si no te he conocido todavía). Te empiezas a contar cosas de manera extrañísima, tratas de tirar del hilo u observas cómo alguien desconocido trata de descifrar quién eres, qué te hace reír o qué te incomoda. Con un poco de suerte tú le dejas espacio para que empiece a saber a quién tiene enfrente. 

Son minutos extraños pero sobre todo son certeros, a veces más de lo que uno querría creer. Bastan cinco —sentado frente a alguien escuchándole hablar, gesticular, moverse, preguntar y contar algo concreto y no otra cosa concreta—, para intuir casi todo el mapa que tienes por delante y para captar al vuelo cómo va a ser conocer a esta persona desconocida. Tú puedes empeñarte en lo contrario pero de lo que has sentido ese primer instante no hay vuelta atrás.

Los cinco primeros minutos tú ya sabes si vas a querer otros cinco, si vas a pedir más bien la hora entera, si vas a querer volver a París y si te encantaría leerle unas líneas de Roland Barthes, si entenderá la broma cuando le mandes la foto del timbre y si, de alguna manera, parecéis destinados a haberos cruzado. Unos 300 segundos de definición que, aun pudiendo ser equivocada, resulta abrumadora y evidente tantas veces que es imposible de ignorar.

Intuición y observación son compañeras algo difíciles de agarrar pero dignas de escuchar. Ellas están y actúan rápido por nosotras. Para que no te quedes dónde no puedas ser y, sobre todo, para que elijas quedarte dónde sí eres.

Gracias a P. — porque nuestra conversación sobre el amor en un bar un viernes cualquiera inspiró esta columna.

sustrato se mantiene independiente y original gracias a las aportaciones de lectores como tú, que llegas al final de los artículos.
Lo que hacemos es repartir vuestras cuotas de manera justa y directa entre los autores.
Lee a tus autores favoritos y apoya directamente su trabajo independiente y audaz.
VER PLANES