Nos dijeron que teníamos que ir a por lo que buscábamos, que sin movernos no llegaría la oportunidad. Nos lo dijeron tanto que nos lo acabamos creyendo y salimos con el cuchillo en la boca a buscarnos la vida y atravesamos a pasos lentos e inseguros la jungla de oportunidades de mierda. Alguna vez llegamos a la adecuada, y las otras seguimos apartando ramas y quitándonos de encima lo que no era.
En 1964 Mary Quant inventó la minifalda en Londres y millones de mujeres seguimos amando enseñar pierna desde entonces. Una buena minifalda y a la calle, qué fantasía, te sientes poderosa, nada puede con tu par de piernas, lo haces para ti pero qué increíble cuando alguien te dice que vas guapísima, ¿no? O quizás te la has puesto porque vas a salir a un bar y oye, quién sabe.
Nos dijeron que teníamos que ir a por lo que buscábamos. No te van a llamar si te quedas en tu sofá, no suena el teléfono mágico, hay que ir. Y nos lo creímos. Como también nos creímos que podíamos vestirnos como nos diera la gana, fuera eso más o menos elegante, más o menos conveniente. Nos creímos, entonces, que teníamos derecho a equivocarnos: ser ordinarias, no hacer lo que se esperaba de nosotras, ser elegantes, soltarnos el pelo, agarrarlo con una flor, usar un vestido con una raja lateral o una blusa transparente.
Y nos lo llegamos a creer tanto que empezamos no sólo a devolver la mirada al que quería ligar, sino a mirarlo nosotras. Dejamos de esperar sentadas en la cama mirando el teléfono y enviamos nosotras el mensaje y propusimos una cita. O nos acercamos a la barra a pedir sólo para hablarle a ese que nos había gustado.
Pero surge lo importante: ¿seguimos siendo las mujeres que vamos a por algo incómodas? ¿Vestirnos para gustar a alguien nos quita el diploma de feminista? ¿Ponernos una minifalda o un vestidazo implica que estamos buscando?
La periodista y escritora Noemí López-Trujillo decía en una entrevista en S Moda hace poco: ¿Realmente hay algo que pueda existir sin la mirada externa? La validación externa es importante para todo el mundo, no solo para las mujeres hiperfemeninas. No es necesariamente malo en todos los casos; seguramente todo el mundo necesita validación. No pasa nada si en un momento determinado te vistes para que un hombre o una mujer te validen. Todo el mundo lo hace. El hombre masculino que va al gimnasio y se trabaja el cuerpo también está esperando una validación de su expresión de género, de su sexualidad y de su masculinidad. Todo lo que hacemos con nuestro aspecto físico no solamente es para nosotras mismas, sino que es indisociable de la mirada externa.
Es siempre la fina línea entre el feminismo y la feminidad, entre ser buscona o atrevida, entre lanzarte o esperar, entre el qué pensarán de mí —me da miedo no gustarles y me quedaré callada mejor para que no me descubran— o el qué pensarán de mí (bis) —me voy a poner este conjunto rojo burdeos porque voy a ver al chico que me gusta—.
Nos sitúan en un sistema binario en el que pareces prostituta o eres arisca, eres feminista y nunca harías nada para por gustarle a un hombre o, por el contrario, no lo eres y lo haces todo por ellos. Siempre observadas, siempre en el filo de la navaja.
Y entonces: ¿eres puta, quieres gustarle o sólo llevas escote?
Todo podría ser. Podrías dedicarte al negocio de la venta de sexo o querer estar con alguien sólo por dinero, también podrías querer gustarle a alguien o podrías haberte comprado esa blusa sencillamente porque te encanta. Pero ninguna implica a la otra y es en las aristas de lo que hacemos dónde encontramos quiénes somos, sin que nadie nos lo diga y sabiéndonos igual de importantes aunque deseemos, también, ser vistas.