
Para María Larraga, Carlota Fregosi y Juan Riva.
“Bury me smilin' with G's in my pocket
Have a party at my funeral, let every rapper rock it
Let the hoes that I used to know
From way befo' kiss me from my head to my toe
Give me a paper and a pen, so I can write about my life of sin
A couple bottles of gin, in case I don't get in”
2Pac - Life Goes On
Life Goes On (1996) es el mejor réquiem de la Historia. Se mea en Mozart. Podéis citarme. Es una elegía a sus colegas (creo que Big Kato y Mental Illness), que da tumbos entre lo lacerante y lo esperanzador. Es una reflexión política e introspectiva sobre la muerte, sobre el dolor que deja el exilio de tus amigos en el cementerio.
Su lírica es un desgarro visceral que se baila. Dice Fregosi que es “como saltar a la comba con tus propios intestinos”. No se tropieza. Cubre el miedo a morir, a hacerlo solo, pero sin caer en fatalismos. Es un intento por sacarle sentido a toda esta parafernalia que es la vida. Son instrucciones sobre cómo celebrar a las personas, cómo honrar el recuerdo. Es duelo y es consuelo.
Con tintes poéticos, seis meses después lo mataron a él. Se sabe poco sobre cómo fue su funeral, nada. A diferencia del de Biggie, el de 2Pac fue a puerta cerrada en casa de su madre. Ojalá le hicieran caso en todo, y ojalá sus colegas se pusieran hasta las cejas en una fiesta en la que se le celebrase como él quería, como pidió. Cuenta la leyenda que los miembros de Outlawz se hicieron un porro con parte de sus cenizas. Elijo creer.
Para nuestra desgracia, en España el rito post mortem es cero Tupac. Por lo general, no celebramos la vida, sólo lamentamos la muerte. Si buscamos saciar el hambre del duelo con una ceremonia, la realidad es que nuestro menú es, cuanto menos, corto. La carta suele tener un solo plato: el católico. Lentejas.
Las estadísticas disponibles son paradójicas y difíciles de interpretar. Según el Observatorio del Pluralismo Religioso, en los últimos veinte años la cifra de católicos ha caído un 27,5%. El agnosticismo ha pasado del 9% al 21% y el ateísmo del 4% al 13%. Paralelamente, sea por lo que sea, de repente Hakuna te llena el Vistalegre. Me parece una lobotomía rarísima, pero aquí cada uno que se gestione el desasosiego distópico como quiera.
La cuestión es que en 2021 alrededor del 88% de los funerales españoles fueron religiosos. Para sorpresa de mi sesgo anticlerical, esto ha aumentado más de un 6% en los últimos años. No voy a pecar de Madrid-centrista, porque habemus resistencia. En Barcelona más del 70% de los sepelios son laicos y en Bilbao casi el 40%. Hay esperanza.
Sinceramente, no sé qué conlleva un funeral laico. Toda mi experiencia fúnebre se resume en tres repetitivos y fútiles ritos: tanatorio, entierro y funeral. Salvo error u omisión, son los únicos eventos institucionalizados de congregación de los allegados para buscar algo que se asemeje al consuelo. El resto se lo gestiona cada uno en su casa como buenamente pueda.
No soy la mejor amiga de la Muerte, pero se ha llevado de after a gente querida, a gente querida de gente querida, y a gente cuya ausencia me pisa el pecho con tacones. En ninguna (subrayado y negrita) de esas ocasiones he ido a un funeral que me haya sido útil para compaginar el duelo. Es siempre un evento que, más que celebrar la vida, parece una lamentación sombría sobre la muerte.
En mi entorno, cada vez hay menos casos en los que el difunto o sus allegados sean verdaderamente creyentes. Si esa es su forma de despedirse, yo quiero ir. Si quieren que se haga así, voy a estar. Si tienen fe, yo voy a rezar. Pero, salvo en contadas excepciones, esto ya no se da.
El funeral parece un trámite más del post mortem. Esto hace que a veces vaya de mala gana, con una rabia dentro que no sé gestionar. Siento que la gente ya ni se lo toma en serio, que se ha desvirtuado su solemnidad. Si vamos a hacer el paripé fingiendo que el fallecido era “creyente pero no practicante”, lo mínimo es vestirse para la ocasión. No digo que haya que vestirse de Manola, pero por lo menos no aparecer en vaqueros y zapatillas. Al fin y al cabo, estás en misa.

El ritual es absurdo. Me encantaría que no fuese tabú quedarme en la puerta, esperando a que se acabe, y así poder dar el pésame en mis términos. Si llego a tiempo, nunca sé dónde sentarme. Como todo en la Iglesia, tiene una jerarquía, un código. Hay que saber dónde ubicarse, no fliparse. Me planteo, en el fondo, qué relación tengo con el difunto y/o con su familia. Ni muy cerca, ni muy lejos. Escaneo la sala, pensando en cuándo fue la última vez que cualquiera de los asistentes pisó una iglesia motu propio. Última boda, último bautizo, último funeral.
Me acuerdo del Padre Nuestro, pero no del Credo. No sé cuándo fue la última vez que comulgué, ni mucho menos la última vez que me confesé. La vieja de mi izquierda canta el Alabaré a gritos. La de delante apesta a Álvarez Gómez. Me da una grima horrorosa tener que darle dos besos a un extraño mientras “le doy la paz”. Decido no arrodillarme en la consagración, pero aún así agacho la cabeza. Sales del colegio católico, pero el colegio católico no sale de ti.
Me parece un bochorno que el MC de todo el rito sea un sacerdote que nunca conoció al difunto. Es un tronco al que le han pagado para que diga las tres mismas frases que lejos de consolarnos, reprochan. Ni siquiera es capaz de recordar su nombre, sino que se lo apunta en un papel para mencionarlo entre peticiones por el obispo y por los niños pobres en África. Quizás incluso se estiran y mencionan Gaza. A lo loco. Suele ser siempre la misma estructura sintáctica: “te pedimos, Señor, por nuestro hermano [procede a mirar el papel] que fue llamado a Tu Gloria”.
En uno de esos silencios en los que no sabes si sentarte o seguir de pie, el octogenario se arranca. Toma el micrófono y suelta un discurso estándar, en el que utiliza variantes de las cinco mismas frases para negar tu derecho al duelo. Frases vacías, que a veces parece que sólo tratan de tapar el sonido de los llantos, que sólo persiguen el silencio de los corderos.
Choose your fighter:
- Nuestro hermano ha sido llamado a la presencia del Señor;
- Hoy no celebramos la muerte, sino la esperanza en la resurrección;
- Hoy no es el final, sino el comienzo de la vida junto a Dios;
- Aunque estemos tristes, no lloramos como quienes no tienen esperanza;
- Dios, en su bondad, lo ha llevado a Su Gloria.
Mic drop.
La homilía fúnebre me indigna. Nunca he entendido la finalidad de decir: “en su bondad”. Me parece improcedente. Y, si encima, en el remix, el sacerdote saca las escritas de que la crucifixión de Cristo fue peor, ya pierdo los papeles. Es ofensivo, denigrante.
Hay veces en las que directamente sientes que te están regañando por sufrir, por no querer que alguien se vaya con Dios si no es contigo. Crea un clima en el que la única celebración de la vida del difunto es la vida eterna y no la terrenal. Da igual que ésta sea la única que hayamos podido compartir con el muerto. La vida que se celebra en un funeral es la que no conocemos, en la que no creemos.
Ese extraño, que viene un martes a las ocho de la tarde a echarte la bronca por sufrir por el dolor más universal. Usted quién es. Cómo osa a hablarme del dolor si no ha visto a alguien llorando de rodillas a las puertas de un hospital. Quién se cree que es para decirme que me tengo que alegrar porque ahora haya un sitio vacío en la mesa de Navidad. Dónde estaba usted en la extremaunción. Quién le ha dado vela en este entierro.
Me aterra que esta ceremonia lúgubre sea lo único que quede tras mi dimisión. Creo que necesitamos alternativas con urgencia. El omnipresente rollo catoli se tiene que acabar presto, porque en el momento en que fallezca la generación de nuestros padres, no vamos a saber gestionar el post mortem. Velar a los muertos es una cuestión imperativa, universal, antropológica. Necesitamos instaurar un rito fúnebre laico, espiritual, social, y esto pasa por acabar con el tabú de la muerte.

Como espectadores en la muerte ajena, compartimos la necesidad de acompañar y ser acompañados. Necesitamos reafirmarnos a través de la comunidad, de la tribu. El duelo pesa muchísimo, y nadie puede (o debe) cargarlo solo. Necesitamos un rito que dote de significado a la pérdida, a la desesperación más existencial, uno que grabe en piedra su memoria. Necesitamos despedirnos, recordar, procesar. Objetivamente, necesitamos algo que se asemeje a la terapia social, a la celebración de la vida, a un after.
Quizás queremos planear nuestra propia fiesta sorpresa. Al fin y al cabo, el post mortem empieza en vida. El duelo anticipado, el miedo a la muerte, se mezcla con la logística. Incinérame, dona mis órganos, la contraseña de la caja fuerte es tal. Igual sentimos que pesa menos si empezamos a resolverlo. Igual, cuando vemos el final a la vuelta de la esquina, dejamos de posponerlo. Igual la calma pasa por hacer un Notion.
Quiero pensar que voy a ser la primera en hacer una bomba de humo, y que no me va a doler. Elijo creer que todos mis seres queridos me van a sobrevivir, me van a llorar, y que nunca voy a entender del todo la injusticia de la muerte. Con suerte, serán ellos (y no yo) los que necesiten instrucciones sobre lo fúnebre. Y, a partes iguales, necesito directrices sobre cómo ser una buena compañera para ellos, por si se van sin avisar.
Aspiro a que una impostada naturalidad sobre su muerte les ayude a ellos, pero sobre todo a mí. Es tan egoísta como un post en LinkedIn sobre pasar el verano haciendo un voluntariado en un país en vías de desarrollo. Uno de esos en los que el autor sale en fotos abrazando a niños africanos, para después subirla a su perfil de Bumble. Uno en el que dice: “qué poco necesitan para ser felices” o “5 takeaways clave sobre el marketing digital en las chabolas de Uganda”.
La preparación del testigo en la muerte me consuela, tanto en la de mis seres queridos como en la mía propia. Necesito ver el menú en internet antes de llegar al restaurante. Me gustaría saber quiénes vienen, a dónde vamos, a qué hora vamos a quedar. Avísame por si reservo. Dime si tengo que prepararme un discurso, y si quieres que te pase antes el documento “definitivo v.27 final final”. Cuéntame si quieres que brindemos con godello o con whiskey y ginger ale. Dímelo, para encargarlo. Si pasa y no estoy, necesito saber cuánto tardo desde Madrid hasta Key Biscayne.
Necesito saberlo todo, porque sola no voy a poder. Necesito poder preguntarles: tía, ¿qué te vas a poner? ¿Cómo se elige un epitafio? ¿Está pasado de moda? ¿Se puede hacer en Canva? ¿Llevo hielo? ¿Piso? ¿Quién es el albacea? ¿Qué es un albacea? ¿Ponemos una esquela? ¿Quieres hacer una lista de reproducción? ¿Quién se conecta al altavoz? ¿Quién lee? ¿Quién calla?
Quiero ensayar esta obra antes de salir al escenario. Necesitamos hablarlo, organizarlo, customizarlo. Necesitamos satisfacer nuestras fantasías póstumas, dentro (o no) de la legalidad. Quiero que mi entorno sueñe a lo grande, que pida que sorteemos sus pertenencias en un bingo, un toro mecánico, una noche de setas, un pánico en el bungalow. Quiero prometerles que nos reuniremos todos los años por su cumpleaños, que pensaremos en ellos cada vez que suene esa canción, que siempre odiaremos a su ex en su nombre.
En mi caso, quiero que el libre albedrío me acompañe incluso después de la muerte. Cuando me toque, no paguéis a un extraño para que rece por mi alma. No quiero entrar en una iglesia ni con los pies por delante. Prefiero que mi madre grinde mis cenizas, que mi abuela lo prenda y que mi némesis coree: “el puma”.
Háganme el favor de enterrarme con crocs, gorra, vaper y gafas de sol. Formen un akelarre y quemen mis diarios. Conduzcan, y canten a gritos. Bailen, beban, fumen. Denle “un fuerte aplauso a Satanás que se la llevó”. Suban un thirst trap mío al main, con el caption: “los abuelos deberían ser eternos”. Actualicen mi LinkedIn a “Open to work”. Tienen ustedes mi total bendición para jurar por mí mientras mienten. Cualquier cosa, con tal de perder la esperanza en mi resurrección.