Si te esfuerzas puedes desaparecer

En Doctor Pasavento, Enrique Vila-Matas dedica casi 400 páginas a esta idea. Puede que la paradoja esté justamente ahí: queremos desaparecer para que nos busquen.

Creo que todos hemos fantaseado alguna vez con la idea de abandonar nuestra vida, coger un avión al último rincón del mundo, con menos equipaje incluso del que permite Ryanair en su tarifa más básica, y olvidarnos de todo cuanto hasta ahora conocíamos. Hay algo en la idea de la desaparición –de la desaparición en vida, la desaparición cuyas consecuencias podemos observar–, del qué pasaría si un día de repente no estuviésemos donde deberíamos estar, que nos llama la atención y nos impulsa a imaginar todas las vidas que podríamos comenzar si una mañana cualquiera nos fuésemos sin decirle a nadie adónde ni por qué.

En Doctor Pasavento, Enrique Vila-Matas dedica casi 400 páginas a esta idea, y tal vez sea Vila-Matas el único escritor que pueda dedicar ese número de páginas a construir un personaje que divague por parajes mnemónicos sin ningún destino a la vista y no aburra al lector en el intento. Si alguien me pregunta de qué va Doctor Pasavento le diría que no va sobre nada, aunque se cuentan en él muchas cosas, y por tanto ese sobre nada sería injusto. Va sobre un tipo que dice que quiere desaparecer, sería un buen resumen en una sola frase. Porque volviendo al tema de la desaparición, en Doctor Pasavento se alude a nombres como Thomas Pynchon o J. D. Salinger, ejemplos de escritores que de algún modo desaparecieron del ojo público y esquivaron (Pynchon lo sigue haciendo) el ser encontrados (también, y de forma particularmente repetitiva, a Robert Walser, que pasó 23 años internado de forma voluntaria en un centro psiquiátrico y dejó de escribir). Pero no es lo mismo esconderse que desaparecer, y también en Doctor Pasavento su protagonista trata esa distinción: la diferencia entre esconderse, que no es más que seguir siendo uno mismo pero no querer ser encontrado, y la más radical idea de irse, cambiar de identidad, ser otro y, por tanto, desaparecer. Para Andrés Pasavento, desaparecer tiene que venir de la mano de no dar señales de vida por las que uno pueda ser reconocido, pues no es suficiente con no ser encontrado, es decir, con no ser visto, sino que ni siquiera debe uno ser percibido. En sus propias palabras «no entrar al mundo, sino salir de él sin ser notado». «Y entrar otra vez como otro», añadiría yo tras haber leído el libro.

Vila-Matas habla a través de la voz de Pasavento sobre Saint-Exupéry, desaparecido mientras pilotaba un avión y cuya muerte no ha sido nunca confirmada oficialmente, y también sobre Agatha Christie, que desapareció a las 21:45 horas del viernes 3 de diciembre de 1926 y fue encontrada once días después en un hotel de Harrogate, Inglaterra, sin que ella pudiese decir por qué se había ido y por qué había acabado justamente allí. 

Por esas casualidades de la vida que son más extraordinarias en la mente de uno que cuando las cuenta, antes de leer Doctor Pasavento estuve hablando sobre la reedición que Anagrama publicará en septiembre de la segunda novela de Mariana Enriquez, titulada Cómo desaparecer completamente, título que (deducimos) es una referencia directa de «How to Disappear Completely», de Radiohead. La obra de Annie Ernaux, que siempre tengo en la cabeza sea cual sea el tema que se trate, gira alrededor de la desaparición del «yo autobiográfico», ejemplificado en su máxima potencia en Memoria de chica o Los años. Kafka, a quien también menciona Vila-Matas en repetidas ocasiones en la novela, escribió toda una obra que puede entenderse como un gran ejercicio sobre la desaparición: la que viene titulada como El desaparecido no requiere explicación; en El proceso asistimos a la desaparición de la autonomía y la identidad del yo; en El castillo, a la legitimidad de su existencia; La metamorfosis es la desaparición directa de la humanidad y del sentido de la vida. El 13 de julio 1920, Kafka le escribía en una carta a Milena Jesenská que «no hay mejor destino para una historia que desaparecer».

Parece como si el desaparecer fuese el destino ineludible del escritor (sobre su desaparición literaria ya hablaron, entre otros, Blanchot y Barthes), o como si este tema rondase la mente colectiva de todos ellos, aunque ni ellos mismos sean conscientes. Pero, ensayos aparte, ¿qué le lleva a uno a querer desaparecer? ¿Qué nos lleva a todos a jugar mentalmente con esa idea que, por otra parte, nadie nos impide realizar? Para Pasavento, desaparecer es difícil porque implica un riesgo, pues supone ir más allá de la propia vida. ¿Y por qué iba a querer alguien ir más allá de su propia vida? Tal vez no haya un motivo concreto: «Me gusta escribir por escribir –dice Pasavento–, del mismo modo que hay viajeros que no viajan en busca de países remotos y de alicientes externos sino por el placer intrínseco del viaje». Tal vez nos guste la idea de desaparecer por el mero hecho de desaparecer, por ausentarnos y salirnos del mundo sin ser notados durante un momento. «Lo que yo quería era seguir existiendo sin ser molestado», cita Vila-Matas a Kafka. 

Pero tampoco es esto lo que le pasa Andrés Pasavento. Pasavento busca algo en apariencia ilógico, contradictorio con lo que yo he dicho hasta ahora: Pasavento quiere, a través de su desaparición, afirmarse a sí mismo, afirmar su yo. De forma un tanto ridícula y tierna, Pasavento revisa cada pocos días con ansia su correo electrónico, sólo para decepcionarse al descubrir que no hay nadie buscándolo, que nadie ha reparado en su desaparición. ¿Puede uno desaparecer si nadie se da cuenta? Tal vez aquí esté la clave para entender la desaparición como esa afirmación del yo: yo sé que he desaparecido, pero yo no soy más que lo que los otros piensan que yo soy. «…los otros –dice Pasavento– nos obligan siempre a ser como ellos nos ven o como quieren vernos. En este sentido, la presencia o compañía de los otros es perniciosa, reprime la plena libertad de la que deberíamos disponer para construirnos una personalidad e identidad adecuadas a nuestra forma de vernos a nosotros mismos. Pensar que somos lo que creemos ser es una de las formas de la felicidad. Pero ahí están siempre los otros para vernos de otra manera e impedirnos la construcción de nuestra ilusa felicidad y de paso la construcción de nuestra personalidad favorita, personalidad muchas veces más compleja, por cierto, que la de un personaje de ficción». Desaparecemos cuando hemos desaparecido, cuando el otro se ha percatado de nuestra ausencia en el mundo, pero no antes, mientras tanto seguimos ahí, aparecidos, aunque no se nos vea: de vacaciones, ocupados, aislados temporalmente por una cuestión anímica, enfadados o molestos, tal vez –quién sabe, por qué no– incomunicados. Pero no desaparecidos, nunca desaparecidos. Y no es como si desaparecer fuese algo tan complicado –tal vez ahora sea más difícil que en la época de Kafka–, la logística del asunto es más bien sencilla, sólo hay que  hacer lo que he descrito al principio: coger un avión al destino más remoto e improbable que encontremos, deshacernos de todo cuanto pueda ayudar a nuestra localización, y no volver a contactar jamás con aquellos a quienes conocíamos, pues tampoco hay ningún impedimento del tipo legal que nos imposibilite hacerlo. Lo difícil no es eso, sino lo que viene después. Sabemos que nos buscarán, es imposible que no lo hagan, y no sería nada fácil ignorar las noticias que empezasen a aparecer sobre nuestra desaparición, mucho menos el dolor que provocaríamos a quienes hemos abandonado. Puede que la paradoja esté justamente ahí: queremos desaparecer para que nos busquen. Desaparecer para dejar de estarlo. ¿Quién no ha querido saber qué pasaría en una situación así? ¿Cuánto tardarían en darse cuenta? ¿Quién sería el primero en hacerlo? ¿Dónde nos buscarían? Preguntas cuya respuesta no son más que una prueba para el otro: ¿Cuánto me conoces?

Pero es que, en realidad, sí desaparecemos, ¿no? No de la forma en que he estado proponiendo hasta ahora, pero sí nos borramos de la vida de mucha gente durante el transcurso de esta, sí nos vamos de sitios a los que no volvemos nunca más, sí perdemos parte de quienes fuimos cuando nos miramos en el espejo del pasado y no nos reconocemos en él. Lo dijo Borges: «La verdad es que morimos cada día y que nacemos cada día. Estamos continuamente naciendo y muriendo. Por eso el problema del tiempo nos toca más que los otros problemas metafísicos. Porque los otros son abstractos. El del tiempo es nuestro problema. ¿Quién soy yo? ¿Quién es cada uno de nosotros? ¿Quiénes somos? Quizás lo sepamos alguna vez. Quizás no». Andrés Pasavento adopta la personalidad de otro, se convierte en el Doctor Pasavento y su memoria se convierte en la de este, se pierde quien pudiese haber sido anteriormente y su olvido de sí mismo es el olvido de todos quienes supieron de él. También eso pasa: nadie se te acerca preguntándote si ya conseguiste ser eso que querías ser con doce años, nadie se sorprende cuando dices que ya no echas de menos a ese amigo que dejó de serlo hace media vida. Podría decirse entonces que nadie nos busca en quienes fuimos, que desaparecimos y no hemos vuelto a dar señales de vida desde entonces. Y a nadie le importa.

Siento que estas mil quinientas palabras no han sido más que la misma divagación que Pasavento hace en sus escritos. Podría hacer como él y decir que yo no estoy escribiendo un artículo, que esto son simplemente mi pensamientos plasmados en un documento que vete tú a saber si alguien leerá después. Podría dedicar otras mil quinientas palabras a hacer intrusismo laboral en el campo de la psiquiatría (tal y como hace el Doctor Pasavento) y escribir sobre cómo no desaparecemos de verdad porque no estamos locos, y luego desarrollar un soliloquio sobre por qué lo está quien de repente decide que se va, desaparece y no vuelve, y acabar debatiendo sobre qué es exactamente estar loco. Pongo este ejemplo porque mientras escribía esto me han pasado un paper llamado La fuga disociativa. A propósito de un caso y una breve revisión bibliográfica, el trastorno que supuestamente sufrió Agatha Christie cuando desapareció (aunque, pienso ahora, tras haberlo leído, que tal vez ella no quisiera nunca desaparecer). El paper habla de casos en los que «se asume otra identidad», y ahora busco en Google «vila matas fuga psicogénica» y encuentro un artículo de alguien que en 2010 ya habló de algo similar a lo que yo he contado aquí, pero referido a otra novela de Vila-Matas, Dublinesca, que yo no he leído. Y con esto van 211 palabras sobre algo que nada tiene que ver con el tema central de este artículo, y 20 más en esa primera parte de la frase.

No sé si se me ha quedado algo más que decir sobre la desaparición, podría comentar una anécdota no demasiado interesante y que tal vez tampoco tenga mucho que ver con lo aquí expuesto: compré Doctor Pasavento por Wallapop, la edición descatalogada de Anagrama. El libro venía subrayado por alguien que no dejó su nombre escrito en ningún sitio, y en la última página estaba metido el tíquet de compra original. Quien sea que lo subrayara (si es que fue la misma persona) lo compró en la librería Rayuela de Málaga, el 3 de septiembre de 2005, por un precio de 19 euros. Al final, en la última línea del tíquet se lee «Plazo de reclamación 10 días». En un momento dado, Pasavento se pregunta: «¿Se llega tarde a una cita cuando se llega a las ocho en punto, a la hora convenida, aunque exactamente un año después?». ¿Llegaría yo tarde si me presentase en la librería Rayuela de Málaga, antes del 13 de septiembre, dentro del límite de 10 días desde la compra, aunque exactamente veinte años después? Pasavento se responde a sí mismo y me responde a mí también: «Sí, se llega tarde, se llega muy tarde. Y además, aparece  un fantasma». No sé quién puede ser ese fantasma: tal vez el primer dueño del libro, alguien ya desaparecido, alguien a quien es imposible encontrar por mucho que se le busque. 

Tal vez no sea algo tan difícil de hacer. Tal vez lo hayamos hecho ya sin darnos cuenta. Tal vez haya alguien, sin nosotros saberlo, que todavía nos busca, ajeno al hecho de que ese que no aparece no lo hace porque ya no existe. Todos podemos hacerlo, ya sea por el mero hecho de saber que no estamos, para seguir existiendo sin que nos molesten o porque de algún modo queremos saber que alguien nos va a buscar. Pero, sorprendentemente, nadie (o casi nadie, muy poca, poquísima gente, yo al menos no conozco a nadie que lo haya hecho) desaparece porque quiere. Será porque la idea vive mejor en nuestra imaginación, será porque ahí dentro no hay que lidiar con las consecuencias de esa acción (porque ¿acaso quiere lidiar con las consecuencias de su acción quien realmente decide hacerlo?). Sea como fuere, ya lo dicen Los Planetas, a quien al parecer no puedo evitar citar en cada cosa que escribo: «Si lo que antes te sirvió no tiene ya ningún valor, si te esfuerzas puedes desaparecer».

sustrato se mantiene independiente y original gracias a las aportaciones de lectores como tú, que llegas al final de los artículos.
Lo que hacemos es repartir vuestras cuotas de manera justa y directa entre los autores.
Lee a tus autores favoritos y apoya directamente su trabajo independiente y audaz.
VER PLANES
Libros

Si te esfuerzas puedes desaparecer

En Doctor Pasavento, Enrique Vila-Matas dedica casi 400 páginas a esta idea. Puede que la paradoja esté justamente ahí: queremos desaparecer para que nos busquen.

Creo que todos hemos fantaseado alguna vez con la idea de abandonar nuestra vida, coger un avión al último rincón del mundo, con menos equipaje incluso del que permite Ryanair en su tarifa más básica, y olvidarnos de todo cuanto hasta ahora conocíamos. Hay algo en la idea de la desaparición –de la desaparición en vida, la desaparición cuyas consecuencias podemos observar–, del qué pasaría si un día de repente no estuviésemos donde deberíamos estar, que nos llama la atención y nos impulsa a imaginar todas las vidas que podríamos comenzar si una mañana cualquiera nos fuésemos sin decirle a nadie adónde ni por qué.

En Doctor Pasavento, Enrique Vila-Matas dedica casi 400 páginas a esta idea, y tal vez sea Vila-Matas el único escritor que pueda dedicar ese número de páginas a construir un personaje que divague por parajes mnemónicos sin ningún destino a la vista y no aburra al lector en el intento. Si alguien me pregunta de qué va Doctor Pasavento le diría que no va sobre nada, aunque se cuentan en él muchas cosas, y por tanto ese sobre nada sería injusto. Va sobre un tipo que dice que quiere desaparecer, sería un buen resumen en una sola frase. Porque volviendo al tema de la desaparición, en Doctor Pasavento se alude a nombres como Thomas Pynchon o J. D. Salinger, ejemplos de escritores que de algún modo desaparecieron del ojo público y esquivaron (Pynchon lo sigue haciendo) el ser encontrados (también, y de forma particularmente repetitiva, a Robert Walser, que pasó 23 años internado de forma voluntaria en un centro psiquiátrico y dejó de escribir). Pero no es lo mismo esconderse que desaparecer, y también en Doctor Pasavento su protagonista trata esa distinción: la diferencia entre esconderse, que no es más que seguir siendo uno mismo pero no querer ser encontrado, y la más radical idea de irse, cambiar de identidad, ser otro y, por tanto, desaparecer. Para Andrés Pasavento, desaparecer tiene que venir de la mano de no dar señales de vida por las que uno pueda ser reconocido, pues no es suficiente con no ser encontrado, es decir, con no ser visto, sino que ni siquiera debe uno ser percibido. En sus propias palabras «no entrar al mundo, sino salir de él sin ser notado». «Y entrar otra vez como otro», añadiría yo tras haber leído el libro.

Vila-Matas habla a través de la voz de Pasavento sobre Saint-Exupéry, desaparecido mientras pilotaba un avión y cuya muerte no ha sido nunca confirmada oficialmente, y también sobre Agatha Christie, que desapareció a las 21:45 horas del viernes 3 de diciembre de 1926 y fue encontrada once días después en un hotel de Harrogate, Inglaterra, sin que ella pudiese decir por qué se había ido y por qué había acabado justamente allí. 

Por esas casualidades de la vida que son más extraordinarias en la mente de uno que cuando las cuenta, antes de leer Doctor Pasavento estuve hablando sobre la reedición que Anagrama publicará en septiembre de la segunda novela de Mariana Enriquez, titulada Cómo desaparecer completamente, título que (deducimos) es una referencia directa de «How to Disappear Completely», de Radiohead. La obra de Annie Ernaux, que siempre tengo en la cabeza sea cual sea el tema que se trate, gira alrededor de la desaparición del «yo autobiográfico», ejemplificado en su máxima potencia en Memoria de chica o Los años. Kafka, a quien también menciona Vila-Matas en repetidas ocasiones en la novela, escribió toda una obra que puede entenderse como un gran ejercicio sobre la desaparición: la que viene titulada como El desaparecido no requiere explicación; en El proceso asistimos a la desaparición de la autonomía y la identidad del yo; en El castillo, a la legitimidad de su existencia; La metamorfosis es la desaparición directa de la humanidad y del sentido de la vida. El 13 de julio 1920, Kafka le escribía en una carta a Milena Jesenská que «no hay mejor destino para una historia que desaparecer».

Parece como si el desaparecer fuese el destino ineludible del escritor (sobre su desaparición literaria ya hablaron, entre otros, Blanchot y Barthes), o como si este tema rondase la mente colectiva de todos ellos, aunque ni ellos mismos sean conscientes. Pero, ensayos aparte, ¿qué le lleva a uno a querer desaparecer? ¿Qué nos lleva a todos a jugar mentalmente con esa idea que, por otra parte, nadie nos impide realizar? Para Pasavento, desaparecer es difícil porque implica un riesgo, pues supone ir más allá de la propia vida. ¿Y por qué iba a querer alguien ir más allá de su propia vida? Tal vez no haya un motivo concreto: «Me gusta escribir por escribir –dice Pasavento–, del mismo modo que hay viajeros que no viajan en busca de países remotos y de alicientes externos sino por el placer intrínseco del viaje». Tal vez nos guste la idea de desaparecer por el mero hecho de desaparecer, por ausentarnos y salirnos del mundo sin ser notados durante un momento. «Lo que yo quería era seguir existiendo sin ser molestado», cita Vila-Matas a Kafka. 

Pero tampoco es esto lo que le pasa Andrés Pasavento. Pasavento busca algo en apariencia ilógico, contradictorio con lo que yo he dicho hasta ahora: Pasavento quiere, a través de su desaparición, afirmarse a sí mismo, afirmar su yo. De forma un tanto ridícula y tierna, Pasavento revisa cada pocos días con ansia su correo electrónico, sólo para decepcionarse al descubrir que no hay nadie buscándolo, que nadie ha reparado en su desaparición. ¿Puede uno desaparecer si nadie se da cuenta? Tal vez aquí esté la clave para entender la desaparición como esa afirmación del yo: yo sé que he desaparecido, pero yo no soy más que lo que los otros piensan que yo soy. «…los otros –dice Pasavento– nos obligan siempre a ser como ellos nos ven o como quieren vernos. En este sentido, la presencia o compañía de los otros es perniciosa, reprime la plena libertad de la que deberíamos disponer para construirnos una personalidad e identidad adecuadas a nuestra forma de vernos a nosotros mismos. Pensar que somos lo que creemos ser es una de las formas de la felicidad. Pero ahí están siempre los otros para vernos de otra manera e impedirnos la construcción de nuestra ilusa felicidad y de paso la construcción de nuestra personalidad favorita, personalidad muchas veces más compleja, por cierto, que la de un personaje de ficción». Desaparecemos cuando hemos desaparecido, cuando el otro se ha percatado de nuestra ausencia en el mundo, pero no antes, mientras tanto seguimos ahí, aparecidos, aunque no se nos vea: de vacaciones, ocupados, aislados temporalmente por una cuestión anímica, enfadados o molestos, tal vez –quién sabe, por qué no– incomunicados. Pero no desaparecidos, nunca desaparecidos. Y no es como si desaparecer fuese algo tan complicado –tal vez ahora sea más difícil que en la época de Kafka–, la logística del asunto es más bien sencilla, sólo hay que  hacer lo que he descrito al principio: coger un avión al destino más remoto e improbable que encontremos, deshacernos de todo cuanto pueda ayudar a nuestra localización, y no volver a contactar jamás con aquellos a quienes conocíamos, pues tampoco hay ningún impedimento del tipo legal que nos imposibilite hacerlo. Lo difícil no es eso, sino lo que viene después. Sabemos que nos buscarán, es imposible que no lo hagan, y no sería nada fácil ignorar las noticias que empezasen a aparecer sobre nuestra desaparición, mucho menos el dolor que provocaríamos a quienes hemos abandonado. Puede que la paradoja esté justamente ahí: queremos desaparecer para que nos busquen. Desaparecer para dejar de estarlo. ¿Quién no ha querido saber qué pasaría en una situación así? ¿Cuánto tardarían en darse cuenta? ¿Quién sería el primero en hacerlo? ¿Dónde nos buscarían? Preguntas cuya respuesta no son más que una prueba para el otro: ¿Cuánto me conoces?

Pero es que, en realidad, sí desaparecemos, ¿no? No de la forma en que he estado proponiendo hasta ahora, pero sí nos borramos de la vida de mucha gente durante el transcurso de esta, sí nos vamos de sitios a los que no volvemos nunca más, sí perdemos parte de quienes fuimos cuando nos miramos en el espejo del pasado y no nos reconocemos en él. Lo dijo Borges: «La verdad es que morimos cada día y que nacemos cada día. Estamos continuamente naciendo y muriendo. Por eso el problema del tiempo nos toca más que los otros problemas metafísicos. Porque los otros son abstractos. El del tiempo es nuestro problema. ¿Quién soy yo? ¿Quién es cada uno de nosotros? ¿Quiénes somos? Quizás lo sepamos alguna vez. Quizás no». Andrés Pasavento adopta la personalidad de otro, se convierte en el Doctor Pasavento y su memoria se convierte en la de este, se pierde quien pudiese haber sido anteriormente y su olvido de sí mismo es el olvido de todos quienes supieron de él. También eso pasa: nadie se te acerca preguntándote si ya conseguiste ser eso que querías ser con doce años, nadie se sorprende cuando dices que ya no echas de menos a ese amigo que dejó de serlo hace media vida. Podría decirse entonces que nadie nos busca en quienes fuimos, que desaparecimos y no hemos vuelto a dar señales de vida desde entonces. Y a nadie le importa.

Siento que estas mil quinientas palabras no han sido más que la misma divagación que Pasavento hace en sus escritos. Podría hacer como él y decir que yo no estoy escribiendo un artículo, que esto son simplemente mi pensamientos plasmados en un documento que vete tú a saber si alguien leerá después. Podría dedicar otras mil quinientas palabras a hacer intrusismo laboral en el campo de la psiquiatría (tal y como hace el Doctor Pasavento) y escribir sobre cómo no desaparecemos de verdad porque no estamos locos, y luego desarrollar un soliloquio sobre por qué lo está quien de repente decide que se va, desaparece y no vuelve, y acabar debatiendo sobre qué es exactamente estar loco. Pongo este ejemplo porque mientras escribía esto me han pasado un paper llamado La fuga disociativa. A propósito de un caso y una breve revisión bibliográfica, el trastorno que supuestamente sufrió Agatha Christie cuando desapareció (aunque, pienso ahora, tras haberlo leído, que tal vez ella no quisiera nunca desaparecer). El paper habla de casos en los que «se asume otra identidad», y ahora busco en Google «vila matas fuga psicogénica» y encuentro un artículo de alguien que en 2010 ya habló de algo similar a lo que yo he contado aquí, pero referido a otra novela de Vila-Matas, Dublinesca, que yo no he leído. Y con esto van 211 palabras sobre algo que nada tiene que ver con el tema central de este artículo, y 20 más en esa primera parte de la frase.

No sé si se me ha quedado algo más que decir sobre la desaparición, podría comentar una anécdota no demasiado interesante y que tal vez tampoco tenga mucho que ver con lo aquí expuesto: compré Doctor Pasavento por Wallapop, la edición descatalogada de Anagrama. El libro venía subrayado por alguien que no dejó su nombre escrito en ningún sitio, y en la última página estaba metido el tíquet de compra original. Quien sea que lo subrayara (si es que fue la misma persona) lo compró en la librería Rayuela de Málaga, el 3 de septiembre de 2005, por un precio de 19 euros. Al final, en la última línea del tíquet se lee «Plazo de reclamación 10 días». En un momento dado, Pasavento se pregunta: «¿Se llega tarde a una cita cuando se llega a las ocho en punto, a la hora convenida, aunque exactamente un año después?». ¿Llegaría yo tarde si me presentase en la librería Rayuela de Málaga, antes del 13 de septiembre, dentro del límite de 10 días desde la compra, aunque exactamente veinte años después? Pasavento se responde a sí mismo y me responde a mí también: «Sí, se llega tarde, se llega muy tarde. Y además, aparece  un fantasma». No sé quién puede ser ese fantasma: tal vez el primer dueño del libro, alguien ya desaparecido, alguien a quien es imposible encontrar por mucho que se le busque. 

Tal vez no sea algo tan difícil de hacer. Tal vez lo hayamos hecho ya sin darnos cuenta. Tal vez haya alguien, sin nosotros saberlo, que todavía nos busca, ajeno al hecho de que ese que no aparece no lo hace porque ya no existe. Todos podemos hacerlo, ya sea por el mero hecho de saber que no estamos, para seguir existiendo sin que nos molesten o porque de algún modo queremos saber que alguien nos va a buscar. Pero, sorprendentemente, nadie (o casi nadie, muy poca, poquísima gente, yo al menos no conozco a nadie que lo haya hecho) desaparece porque quiere. Será porque la idea vive mejor en nuestra imaginación, será porque ahí dentro no hay que lidiar con las consecuencias de esa acción (porque ¿acaso quiere lidiar con las consecuencias de su acción quien realmente decide hacerlo?). Sea como fuere, ya lo dicen Los Planetas, a quien al parecer no puedo evitar citar en cada cosa que escribo: «Si lo que antes te sirvió no tiene ya ningún valor, si te esfuerzas puedes desaparecer».

sustrato se mantiene independiente y original gracias a las aportaciones de lectores como tú, que llegas al final de los artículos.
Lo que hacemos es repartir vuestras cuotas de manera justa y directa entre los autores.
Lee a tus autores favoritos y apoya directamente su trabajo independiente y audaz.
VER PLANES