Te mentí, yo no escribo

Durante las primeras semanas de mi enamoramiento pensé muchas veces en que no entendía que no dieran una baja laboral por diagnóstico de enamoramiento.

Estoy en una cafetería del centro de Madrid tomando un café de cuatro euros y pico pensando en Perla Zúñiga. Estoy pensando en Perla Zúñiga y en la sudadera con un dibujo de caballos que acaba de salirme en una publicidad de Asos, y que me gustaría comprarme cuando cobre. Estoy pensando en la Fritz-limo Orange que está bebiendo Manuel, frente a mí, y de las ganas que tengo de robarle un trago. Estoy pensando en el día en el que Fer me dijo que solía escribir más cuando estaba triste y yo, en vez de asentir y callar, decidí decir que eso a mí ya no me pasaba: estoy consiguiendo escribir cuando soy feliz, o algo así debí decirle, y ahora sé que le mentía. Me muero de sed y el café no me apetece nada. Cuando te sientes mal y miras por la ventana de una de estas cafeterías del centro es inevitable pensar que cualquiera de las personas que pasan visten mucho mejor que tú o llevan cortes de pelo mejores. Pero es imposible saber si antes ha empezado tu propia incomodidad por llevar una mochila en la que cargas un portátil mientras la espalda te suda y eso te hace sentir rara. El caso es que yo pensaba que sabía cuándo estaba siendo feliz y no es tan fácil. Pensé que era feliz mientras asumía mi incapacidad para entrar en la intimidad con otra persona. Pensé que era feliz mientras la psicología cognitivo conductual me convencía de que debía priorizarme. Pensé que era feliz yendo a la iglesia y cantando canciones en la cama que me ponían triste pero solamente un poco triste y no todo lo triste que me ponían otras veces. Pensé que era feliz levantándome todos los días para ir al gimnasio a las 7 de la mañana, para ir después a las prácticas de un máster y después al trabajo. Y pensé, de verdad me lo creía, que era feliz cayendo en coma en la cama a las once de la noche, viendo a mis amigos solamente los fines de semana, echando de menos a Guille como una loca. Entonces, claro, escribía. Escribía en el autobús y en todas partes. Escribía en las notas del móvil sobre prácticamente cualquier cosa que se me pasara por la cabeza en aquel momento. Y sí, quizá era feliz (al menos eso le decía a todo el mundo), porque al irme a la cama enumeraba una lista de cosas por las que sentirme agradecida. Rezaba, me sentía conectada con Dios y todo eso. Inmersa en una rueda en la que nadie puede poner un solo palo, sobre todo cuando no le dejas entrar (aunque creas que les estás dejando entrar en serio). Escuchando canciones seleccionadas con cuidado en las playlists que iba elaborando para cada estación que avanzaba sin que los cambios me afectasen. Mis amigos tenían rupturas, yo tenía rupturas, y quedábamos en cafeterías del centro para tomar cafés de cuatro euros y pico que nos ayudasen a entender lo que pasaba. Pensábamos en Javier Marías, en las fundas para el móvil que nos aparecían en la publicidad del Shein y que comprábamos juntas para ahorrar gastos de envío. Pensábamos entonces en lo que íbamos a vender por Vinted para sacar algo de dinero para el alquiler y todo eso. Te juro que en aquella época a mí me preguntaban y yo decía sin pestañear: soy profundamente feliz. Y no pretendo explicarle ahora a la Alejandra del pasado que no lo era en absoluto. Me fío de ella. Y aquí, en este café del centro de Madrid, cojo el móvil y, pasando las stories de mis amigos, me encuentro con la sonrisa de una amiga que se ha enamorado no hace mucho. Es una foto de los dos de vacaciones y ella sonríe como nunca le he visto hacerlo antes. Es una sonrisa sin un ápice de ironía, del todo despreocupada de la mirada de los otros. Miro un poco más y no hay duda: es una sonrisa de niña. Los niños tienen esa capacidad de acceder a su deseo con menos obstáculos que nosotros, que parecemos necesitar a veces una sala de espejos para comprobar que los demás aprueban el objeto de nuestro pensamiento para poder disfrutarlo. ¿Cuántas membranas habría entre mi felicidad y yo durante aquellos meses? No lo sé, pero cuando me enamoré, lo primero que pasó fue que dejé de escribir. Durante las primeras semanas de mi enamoramiento pensé muchas veces en que no entendía que no dieran una baja laboral por diagnóstico de enamoramiento. No podía pensar en otra cosa, no me concentraba en nada, no podía pensar, supongo que porque solo quería poner la vida en ejercicio y todo lo que pudiera tener que ver con detenerla me repelía. Ya no pensaba en Jaime Siles, ni en las blazers enormes del Humana que veo a veces por Tirso de Molina y que tantas veces me entran ganas de comprarme en primavera. Porque yo ya no era yo, ni podía pararme solo por el placer de tomar distancia con el mundo y de alejarme de él el tiempo suficiente como para poder volver de otra manera. En mi último año de carrera nos explicaron la diferencia entre la poesía de la experiencia y la poesía del silencio y a mí me parecía aquellos días, todavía me lo parece, que es una diferencia inútil, y que se resume solamente en que algunos escritores tienen mejor gusto que otros. ¿Qué escritura de la experiencia es posible? Porque a mí particularmente me parece que escribir enamorada es imposible. Porque ordenar el mundo es imposible, porque uno solo desea salir corriendo en una dirección concreta. En mi caso aquello tomó tintes exóticos y emocionantes porque no me quedó más remedio que coger un vuelo a Nueva York. Y de repente ya era otra, una que quizá había cultivado hábitos mejores (algo de técnica en el gimnasio y habilidad para planchar y mantener la casa al día) que me servirían en el futuro. Joder, ¿en qué futuro? porque ya iba dejando de madrugar, de dormir mis horas, de mantener mi vida tan ordenada y discreta y sutil y casi tibia porque ya no podía pensar en todas esas cosas, pararme y escribirlas. Dios me libre de intentar decir que enamorarse es la única forma de conectar con formas profundas de felicidad: lo niego. Durante aquellas semanas le pregunté a mi amigo Arturo qué ocurre cuando tenemos una vida más satisfactoria de lo que deseamos. Y él, como psicoanalista, me contestó:

Hay que tener cuidado con los excesos. El pensamiento en medio de la crisis maníaca del amor se parece más a pensar en Paul Auster pero más bien en si tú habrás leído la Trilogía de Nueva York y en qué pensarás y en si podremos comentarla cuando tengamos los dos setenta años en nuestra casa, después de una visita de nuestros hijos, ya mayores, y quién sabe si quizá unos nietos.

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Durante las primeras semanas de mi enamoramiento pensé muchas veces en que no entendía que no dieran una baja laboral por diagnóstico de enamoramiento.

Estoy en una cafetería del centro de Madrid tomando un café de cuatro euros y pico pensando en Perla Zúñiga. Estoy pensando en Perla Zúñiga y en la sudadera con un dibujo de caballos que acaba de salirme en una publicidad de Asos, y que me gustaría comprarme cuando cobre. Estoy pensando en la Fritz-limo Orange que está bebiendo Manuel, frente a mí, y de las ganas que tengo de robarle un trago. Estoy pensando en el día en el que Fer me dijo que solía escribir más cuando estaba triste y yo, en vez de asentir y callar, decidí decir que eso a mí ya no me pasaba: estoy consiguiendo escribir cuando soy feliz, o algo así debí decirle, y ahora sé que le mentía. Me muero de sed y el café no me apetece nada. Cuando te sientes mal y miras por la ventana de una de estas cafeterías del centro es inevitable pensar que cualquiera de las personas que pasan visten mucho mejor que tú o llevan cortes de pelo mejores. Pero es imposible saber si antes ha empezado tu propia incomodidad por llevar una mochila en la que cargas un portátil mientras la espalda te suda y eso te hace sentir rara. El caso es que yo pensaba que sabía cuándo estaba siendo feliz y no es tan fácil. Pensé que era feliz mientras asumía mi incapacidad para entrar en la intimidad con otra persona. Pensé que era feliz mientras la psicología cognitivo conductual me convencía de que debía priorizarme. Pensé que era feliz yendo a la iglesia y cantando canciones en la cama que me ponían triste pero solamente un poco triste y no todo lo triste que me ponían otras veces. Pensé que era feliz levantándome todos los días para ir al gimnasio a las 7 de la mañana, para ir después a las prácticas de un máster y después al trabajo. Y pensé, de verdad me lo creía, que era feliz cayendo en coma en la cama a las once de la noche, viendo a mis amigos solamente los fines de semana, echando de menos a Guille como una loca. Entonces, claro, escribía. Escribía en el autobús y en todas partes. Escribía en las notas del móvil sobre prácticamente cualquier cosa que se me pasara por la cabeza en aquel momento. Y sí, quizá era feliz (al menos eso le decía a todo el mundo), porque al irme a la cama enumeraba una lista de cosas por las que sentirme agradecida. Rezaba, me sentía conectada con Dios y todo eso. Inmersa en una rueda en la que nadie puede poner un solo palo, sobre todo cuando no le dejas entrar (aunque creas que les estás dejando entrar en serio). Escuchando canciones seleccionadas con cuidado en las playlists que iba elaborando para cada estación que avanzaba sin que los cambios me afectasen. Mis amigos tenían rupturas, yo tenía rupturas, y quedábamos en cafeterías del centro para tomar cafés de cuatro euros y pico que nos ayudasen a entender lo que pasaba. Pensábamos en Javier Marías, en las fundas para el móvil que nos aparecían en la publicidad del Shein y que comprábamos juntas para ahorrar gastos de envío. Pensábamos entonces en lo que íbamos a vender por Vinted para sacar algo de dinero para el alquiler y todo eso. Te juro que en aquella época a mí me preguntaban y yo decía sin pestañear: soy profundamente feliz. Y no pretendo explicarle ahora a la Alejandra del pasado que no lo era en absoluto. Me fío de ella. Y aquí, en este café del centro de Madrid, cojo el móvil y, pasando las stories de mis amigos, me encuentro con la sonrisa de una amiga que se ha enamorado no hace mucho. Es una foto de los dos de vacaciones y ella sonríe como nunca le he visto hacerlo antes. Es una sonrisa sin un ápice de ironía, del todo despreocupada de la mirada de los otros. Miro un poco más y no hay duda: es una sonrisa de niña. Los niños tienen esa capacidad de acceder a su deseo con menos obstáculos que nosotros, que parecemos necesitar a veces una sala de espejos para comprobar que los demás aprueban el objeto de nuestro pensamiento para poder disfrutarlo. ¿Cuántas membranas habría entre mi felicidad y yo durante aquellos meses? No lo sé, pero cuando me enamoré, lo primero que pasó fue que dejé de escribir. Durante las primeras semanas de mi enamoramiento pensé muchas veces en que no entendía que no dieran una baja laboral por diagnóstico de enamoramiento. No podía pensar en otra cosa, no me concentraba en nada, no podía pensar, supongo que porque solo quería poner la vida en ejercicio y todo lo que pudiera tener que ver con detenerla me repelía. Ya no pensaba en Jaime Siles, ni en las blazers enormes del Humana que veo a veces por Tirso de Molina y que tantas veces me entran ganas de comprarme en primavera. Porque yo ya no era yo, ni podía pararme solo por el placer de tomar distancia con el mundo y de alejarme de él el tiempo suficiente como para poder volver de otra manera. En mi último año de carrera nos explicaron la diferencia entre la poesía de la experiencia y la poesía del silencio y a mí me parecía aquellos días, todavía me lo parece, que es una diferencia inútil, y que se resume solamente en que algunos escritores tienen mejor gusto que otros. ¿Qué escritura de la experiencia es posible? Porque a mí particularmente me parece que escribir enamorada es imposible. Porque ordenar el mundo es imposible, porque uno solo desea salir corriendo en una dirección concreta. En mi caso aquello tomó tintes exóticos y emocionantes porque no me quedó más remedio que coger un vuelo a Nueva York. Y de repente ya era otra, una que quizá había cultivado hábitos mejores (algo de técnica en el gimnasio y habilidad para planchar y mantener la casa al día) que me servirían en el futuro. Joder, ¿en qué futuro? porque ya iba dejando de madrugar, de dormir mis horas, de mantener mi vida tan ordenada y discreta y sutil y casi tibia porque ya no podía pensar en todas esas cosas, pararme y escribirlas. Dios me libre de intentar decir que enamorarse es la única forma de conectar con formas profundas de felicidad: lo niego. Durante aquellas semanas le pregunté a mi amigo Arturo qué ocurre cuando tenemos una vida más satisfactoria de lo que deseamos. Y él, como psicoanalista, me contestó:

Hay que tener cuidado con los excesos. El pensamiento en medio de la crisis maníaca del amor se parece más a pensar en Paul Auster pero más bien en si tú habrás leído la Trilogía de Nueva York y en qué pensarás y en si podremos comentarla cuando tengamos los dos setenta años en nuestra casa, después de una visita de nuestros hijos, ya mayores, y quién sabe si quizá unos nietos.

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