Hay un temblor que precede a ciertos viajes, una vibración de baja frecuencia que se instala en el esternón semanas antes de que las ruedas del avión se despeguen del suelo. No es miedo, o no solo eso. Es el peso de la mitología. Y ninguna ciudad, ni siquiera Roma con sus Césares o París, con sus revoluciones, carga con una mitología tan pesada, tan pop, tan cinematográfica y, en consecuencia, tan universalmente compartida como Nueva York.
Preparar un viaje a Nueva York es un ejercicio de arqueología personal. Es desenterrar al niño que vio a Alex el león escapar del Zoo de Central Park, el adolescente que vio a Patrick Dempsey cruzar el Bow Bridge en “La boda de mi novia”, el joven que soñó con tomarse un café en Central Perk, o el joven adulto que se imaginó caminando con un café en la mano sintiéndose el centro del universo como en una película de Woody Allen, antes de que nos dijeran que no debíamos ver más películas de Woody Allen. Es un peregrinaje a un lugar que ya existe dentro de nosotros, un mapa de ficciones sobre el que pretendemos dibujar una experiencia real. Y ahí reside el primer nervio: el pánico a que el territorio real no esté a la altura del mapa imaginado, o peor, que lo devore por completo.
Sostener el pasaporte en la mano es el primer compás de una obra que todavía no ha empezado, un silencio tenso cargado de todo lo que está por sonar. Nueva York suena a cliché, a la sirena de una ambulancia en una película de los noventa, al saxofón de Saturday Night Live, al estribillo de Jay-Z. Pero antes de todo, cuando es una idea garabateada en una libreta, suena a Leonard Bernstein. Suena, concretamente, al inicio de “America” de West Side Story. Escuchadlo. No la melodía principal, sino los primeros segundos. Un ostinato de claves, seco y punzante, que establece un patrón rítmico que es, en sí mismo, una declaración de intenciones, y un nudo de conflicto. Es una hemiola, o para ser más exactos, una séquiola de tradición afrocubana. Dos compases de tres tiempos (un, dos, tres, un, dos, tres) que se perciben y acentúan como tres compases de dos tiempos (un-dos, un-dos, un-dos). Un 3/4 contra un 6/8. Es la base del huapango mexicano, del joropo venezolano, y es, sobre todo, la métrica de la contradicción.
Ese ritmo es el picor de la idea. Es el primer mensaje que te envía tu novia “¿Y si…?”. Es la pestaña del buscador abierta con las palabras “vuelos baratos a JFK”. Es la sensación de tener dos pies izquierdos intentando bailar un son que no controlas. Tu vida, con su ritmo predecible de tres por cuatro -trabajo, casa, sueño; trabajo, casa sueño-, de repente se ve asaltada por un seis por ocho que te descoloca, que te invita a acentuar donde no toca, a sentir un impulso que rompe la monotonía. Es un ritmo que no te deja estar quieto. Es, en esencia, la locura incipiente de planear un viaje a la ciudad que, por antonomasia, no duerme.
La pieza de Bernstein, en su versión cinematográfica, es una discusión hecha baile. Una batalla campal en una azotea entre Anita, la pragmática optimista, y Rosalia, la nostálgica. Es un intercambio de pullas afiladas, un argumentario de pros y contras sobre el sueño americano. Y no hay nada que se parezca más a esa azotea que el campo de batalla de la planificación de un viaje a Nueva York.
Las voces que discuten son tus propias voces internas. La Rosalía que llevas dentro, la que mira la cuenta corriente, te habla del cambio del dólar, del precio prohibitivo de un café en West Village, de las hordas de turistas en Times Square, de la posibilidad de que todo sea una decepción, un decorado de cartón piedra. Pero entonces entra Anita, con la fuerza de una sección de vientos metales, y arrasa con todo. “I like to be in America!”. Es la voz que te empuja a comprar los billetes, a crear un mapa en Google Maps con chinchetas en sitios a los que es obligatorio ir. Es la que te convence que necesitas, necesitas ver el atardecer desde el puente de Brooklyn.
Esta disonancia es la estructura armónica de “America”. Bernstein construye la pieza sobre acordes que chocan, que generan una tensión constante que solo se resuelve en los momentos de euforia colectiva. Es la tensión del Excel con el presupuesto. Cada celda es una nota. El vuelo, un acorde de séptima disminuida, punzante. El alojamiento, una serie de clústeres que no sabes bien cómo encajar. Las comidas, las entradas, el metro… La partitura se va llenando de bemoles y sostenidos, de advertencias, de pequeños fuegos que tienes que ir apagando.
Me preguntaba, mientras metía en la maleta camisetas que probablemente no necesitaría y libros que no leería, por qué esta ciudad y no otra. La sensación no era de ir a descubrir, sino de ir a confirmar. Confirmar que el vapor sale de las alcantarillas, que los taxis amarillos son un torrente caótico, que la gente camina con una prisa existencial.
El avión es una antesala de ocho horas donde la ansiedad se macera con una pasta con salsa de setas y la falta de espacio. Y es en esa cápsula presurizada donde la banda sonora del viaje empieza a tomar forma. Y en medio de toda esa cacofonía, la mente se escapa. Se escapa hacia la historia de una ciudad construida por capas, por oleadas de gente que llegó allí con el mismo ritmo contradictorio en el cuerpo. Irlandeses, italianos, judíos, puertorriqueños. Todos escapando de un 3/4 para abrazar un 6/8. Todos con su propia versión de la discusión en la azotea. Y te das cuenta de que tu pequeño y burgués dilema sobre si gastar o no gastar en un viaje es una versión descafeinada y pálida de esa misma tensión fundamental: la que existe entre la memoria y la promesa, entre lo que dejas atrás y lo que esperas encontrar. La canción es la locura del que intenta mantenerse a flote en un mar de estímulos, de deudas, de soledad disfrazada de multitud. Hay una repetición en la canción, como un mantra de autoafirmación en medio del caos. Es la canción perfecta para el desembarco, porque no habla de la llegada, sino del impacto.
Y el impacto es literal. Es un golpe, una toma de tierra brusca que te sacude del letargo del vuelo. Y a partir de ahí, todo es una sucesión de fotogramas acelerados, una coreografía del caos perfectamente engrasada. Las colas de inmigración (I like to be in America!), ese funcionario del que depende tu destino (I like to be in America!), ese primer aliento fuera de la terminal que no huele a libertad, sino a queroseno y a humedad (I like to be in America!).
La melodía por fin se libera de la tensión rítmica y armónica. Es un tema expansivo, jubiloso, casi infantil en su simpleza que acompaña al verdadero túnel del terror. El trayecto en coche hacia Manhattan. Ese donde, tras una curva, se te descubre el skyline. Es imposible no sentir un escalofrío. Es tan exactamente igual a como lo habías imaginado que resulta irreal, un decorado. La orquesta parece sonreír. Es el momento en que la idea deja de ser un problema logístico y se convierte en pura ilusión. Pero a medida que el coche se acerca, el decorado cobra vida. El sonido se vuelve físico. Las sirenas son cuchillas que te atraviesan. El claxon es un lenguaje gutural y el coche se mueve a espasmos, en un atasco perpetuo que parece una metáfora del propio sistema circulatorio de la ciudad.
La música acompaña esta ensoñación con una instrumentación brillante, llena de color. Pero ninguna CODA te prepara para el momento en que se abren las puertas del taxi en la Octava Avenida. Es como ser arrojado a una piscina helada. El primer impacto es la gente. En la azotea de West Side Story, los bailarines se mueven en una coreografía furiosa pero armónica. Aquí no. La acera es un organismo caótico que intenta devorarte. Cuerpos que se mueven con una prisa que roza la desesperación, sin mirarte, empujando con los hombros, esquivando en el último milisegundo. Tu ritmo de turista recién aterrizado, ese andante curioso y maravillado es un estorbo. La ciudad se mueve en un prestissimo implacable, y tú, con tu maleta y tu mapa mental lleno de fantasías, eres una nota equivocada, un obstáculo en el flujo. Te sientes, por primera vez, invisible y gigantesco al mismo tiempo.
Luego está el olor. Nadie te habla del olor de Nueva York. No es el aroma a perrito caliente y a castañas asadas de las películas. Es una mezcla densa, casi palpable, de asfalto recalentado, el vaho dulzón que emana de las rejillas del metro y, por encima de todo, una nota constante, agridulce y penetrante a marihuana. Flota en el aire como una bruma invisible, se pega a la ropa, sale de los coches con las ventanillas bajadas, de los portales, de los parques. Es la nota pedal, grave y sostenida, sobre la que se construye la cacofonía de la ciudad. Una nota que te dice, sin ambages, que este no es un decorado. Aquí las reglas son otras.
Y entonces, la disonancia se hace explícita. Ocurre rápido, sin preludio. Comiendo un trozo de pizza. Una figura que se acerca demasiado, una pregunta que no es una pregunta. Otra persona te sigue. Tu cuerpo se tensa en un acorde séptima. Todo el júbilo de Anita, el “I like to be in America”, se congela. Por un instante, solo escuchas la voz de Rosalia, la que te recuerda que en Madrid al menos conoces a la gente. No hay balas, pero sí una violencia sorda, la de sentirte vulnerable, la de entender que el sueño americano también tiene peajes, y a veces te lo intentan cobrar en una esquina antes incluso de que hayas deshecho la maleta.
El momento pasa, pero la melodía ya se ha roto. El gran tema triunfal de tu llegada se ha manchado con el chirrido de una cuerda mal tocada. Y te das cuenta de que la verdadera sinfonía de Nueva York no era la que habías imaginado. No es solo la celebración de Anita. Es también la queja de Rosalia, el gruñido de los Jets, la amenaza de los Sharks. La magia de Nueva York reside en su monumental imperfección. En su capacidad para ser, al mismo tiempo, sueño y pesadilla. Es una obra mucho más compleja, más atonal y, quizá por eso mismo, mucho más interesante. La ciudad no te da la bienvenida con una fanfarria. Te obliga, desde el primer compás, a enfrentar el seis por ocho de la ilusión al tres por cuatro de la ciudad real. El primer asalto, piensas, ha sido un empate técnico. Pero ya saben…
“Si te quieres divertir
Con encanto y con primor,
Solo tienes que vivir,
Un verano en Nueva York”