Para Pedro, mi profesor de ajedrez, que me cambió la
vida cuando dijo “mirad qué belleza de movimiento”,
aludiendo a un sacrificio en una partida de Morphy.
Su pasión me hace ver catedrales en todas partes.
El ajedrez es el bar donde se emborrachan los personajes célebres de la Historia: Napoleón, Lenin, Kubrick, Gödel, la Muerte y Wu-Tang Clan. Abierto desde hace más de 1.500 años, es un antro de sesenta y cuatro casillas, con un aforo de treinta y dos piezas. Por fuera, no parece gran cosa: dos bandos, reglas sencillas, predefinidas, causales. Apenas 10^120 posibles movimientos, que demuestran que la movida no requiere de la complejidad para ser profunda, abismal.
Desde su apertura, este garito ha tenido su propio altar en el imaginario colectivo. No lo hemos visto jamás sólo como un juego. Es algo más. Es un lugar de culto a la razón pura, pero también a la intuición. Lo insertamos en cuestiones más amplias de clase, política, guerra fría, jerarquía. Sus figuras personifican unas estructuras de poder que conectan directamente con la idea de la vida. Tiene el je ne sais quoi definitivo. Es una metáfora, es una lección, es universal.
Es para los que buscan seducir a la táctica, morderle el cuello a la habilidad. Es para los que ansían que la intelectualidad les haga un lap dance, que les diga que les quiere, aunque luego no les vuelva a llamar. Aquí no sirven el garrafón del azar, pero sí caprichos de suerte. Esto es una guerra sin sangre. Es abstracción hecha acción.
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Por respeto a este dogma de la razón, en la entrada al antro fingimos sobriedad en lo pasional. Ante un potencial cacheo, escondemos el ego. Impostamos indiferencia, embriagados por el vicio de la posibilidad, de la simultaneidad. Lógica y memoria derramadas por las mesas. Fajos de planes abandonados. Rayas de cálculo cortado con creatividad. Copas de anticipación, aguadas por lo que podría haber sido y no será.
Para una facción clave del movimiento heterosexual, esas casillas tienen un cuerpo brutal que todo hombre desearía tocar. Es una epidemia moderna. Un día cualquiera, empiezan a hablar de italianas, de sicilianas, de lo buena que fue esa escocesa. Ya no hay marcha atrás.
Chess.com es la Sauna Paraíso. Cargan el aire de un abrumador subtexto homoerótico. Blancas o negras. Top o bottom. Como si fuese un “qué llevas puesto”, se preguntan el Elo. Se lo sacan a ver quién lo tiene más grande. En esa dating app, los encuentros son desapegados. Aquí te pillo, aquí te mato. Blitz. Se saltan los preliminares del juego intermedio. Van al grano. Comen al paso. Abren las piernas de las columnas. Doblan sus torres.
A medida que se acerca el clímax, se engorilan. El pulso se les acelera. En el fondo, nunca buscaron el mate, sino el aplauso. Celebran haber acabado en menos de tres minutos. Derrumbados sobre la cama, inmediatamente se recrean analizando sus propias partidas. Soy el mejor. Soy rico, guapo y gran jugador.
Como no han hecho la mili, lo viven como si fuese una microdosis de guerra sobre el tablero. Para ellos es literalmente épico. “Llámame Marco Aurelio”. Roleplay de Sun Tzu. Jódete, Carlsen. Dios, patria y GothamChess.
Ante semejante hedor a testosterona, entiendo que las girlies vean el ajedrez como una charca de violencia bíblica. Pero hay más. Hay poesía, romanticismo, belleza. El ajedrez puede ser una guerra nuclear, pero también una noche de bodas. La intención no tiene que ser siempre de destrucción, sino que también acoge a la seducción.
Cada partida es un nuevo encuentro, un nuevo asalto, un nuevo amor. Cada movimiento es una declaración de intenciones, una sugerencia, una inducción. Cada error es una revelación de un fin ulterior. Es hot. Es cuqui as fuck.
Es la suma de dos rivales que buscan una enrevesada conexión mental, que persiguen su supervivencia emocional, sabiendo que tendrán que sacrificar fragmentos de sí mismos si quieren avanzar. Puede jugarse con una pasión que confunda, con caricias que degüellen. Lento, calmado, sagrado. Asesinatos a base de pequeños cortes. Asfixias con luces tenues.
Portishead suena de fondo mientras se persiguen, se acorralan, se machacan. Cada jaque una provocación. Se desangran gota a gota. Los movimientos son crudos, estéticos, trágicos. Sin verlo ni quererlo, una partida puede convertirse en un baile silencioso que revela qué son, qué anhelan, cuánto se conocen, cuánto se quieren. Es, en realidad, una conversación profundamente íntima.
El clímax del romanticismo es el zugzwang. Del alemán, “obligado a mover”, alude a aquellos momentos en los que cualquier movimiento legal inevitablemente empeorará tu situación. No es una indecisión, es verse abocado a una mala decisión. No puedes pasar turno. Te exigen actuar, coger la cuchilla y cortar tu propia muñeca. Puedes rendirte. Puedes pedir las tablas. Si quieres seguir, tienes que renunciar.
Está cuando quiero confesarte que te quiero. Si lo digo, te pierdo; si me callo, nos miento. Está cuando te soy infiel. Si lo digo, traigo la culpa; si te miento, te restriego la duda. Está cuando la relación no funciona. Si te dejo, sufro; si me quedo, huyo.
Éste se da sobre todo en los finales – de partidas, de relaciones. Si las aperturas suelen ser relativamente estándar, los finales obligan a improvisar y a estudiar. Las técnicas de cortejo habituales ya no funcionan. En bolas, potencialmente despojados de las mejores armas, vemos cómo los movimientos se ralentizan y a la vez se precipitan. A estas alturas, cualquier paso en falso nos puede matar.
Ambos exhaustos, sudando, jadeando, luchando por sobrevivir, por ganar, por coronar. El movimiento intermedio del silencio ya no protege. Las opciones acotadas, tasadas, bondage. Miras el tablero presa de un instinto de supervivencia animal. Vas a perder. Él sabe que vas a perder y ves la anticipación en sus ojos. Se te quiere abalanzar.
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Te niegas a aceptarlo. Es un duelo momentáneo, irrelevante, y aun así visceral. Todavía no has movido y el tic tac te ciega. Aún no has perdido, y ya estás ensayando tu rueda de prensa en el grupo de WhatsApp. No estuvimos al nivel que requería el partido. Tenemos que hacer autocrítica. Tuvimos momentos buenos, pero esto va de 90 minutos. El vestuario está dolido.
El zugzwang es el duelo de la anticipación del fracaso. Es una ansiedad racionalizada, estudiada desde el siglo IX. Como especie, hemos bautizado la oda a la inacción, el anhelo del dolce far niente, de la libertad ambulante. Encapsula el remordimiento de no haberlo sabido evitar. Ese instante en el que no tienes auténticos motivos para retirarte, pero en el que empieza a ser absurdo continuar. Pierde tú. Sufre tú. Cuelga tú.
Es quedar con ese ex al que le da igual si vives o mueres. Sorda ante cualquier “amiga, date cuenta”, te sumas al juego de rol de una frágil amistad. La nostalgia jamás ha conocido tanta culpa. Y antes de que te dé tiempo a rellenarte la vigesimocuarta copa, tu mayor humillación te la clava a bocajarro preguntándote: “¿qué sientes?”. Con dos cojones. La notación de la partida llevará un “??” para marcar el blunder.
Es el final de Schrödinger. El cortisol te saca a bailar un baile absurdo, de pisarse los pies, de quererse mal. El juego cambia en un instante. No puedes innovar, esquivar, eludir, huir. No te gusta, pero no te quieres marchar. No quieres volver, pero aun así quedáis a cenar. Se te queda corto, y aún así vas a palmar. Ojalá te ofrezca la revancha, sólo para poder rendirte tú también nada más empezar.
Su pregunta es un gambito nuclear. El tablero te reprocha que no pierdes por acción ni omisión, sino por emoción. Te pasa la cerilla, planteándote, con aparente indiferencia, si lo quieres incendiar. Qué cabrón. Qué belleza de movimiento. Qué sexy su elusión de la responsabilidad. Y su perfume, combinao' con el viento, qué rico duele.
Te tiembla el pulso. Te arden los dedos. Tu tiempo se quiebra, dando paso al instinto. Cortan la música, encienden las luces. Sólo queda el susurro del cálculo puro que confirma su naturaleza terminal. Te levantas pidiéndole disculpas a la afición, que no se merece este resultado. Tumbas tu rey.
Últimas palabras: “te quiero, pero esto no va a más”.
El ajedrez es la vida en directo, chaval.