Adiós a Casa Juli. Y Gracias

Ella se encargó de que al pueblo no le faltara lo esencial, haciendo muchas veces y a la vez de dependienta, apoyo y amiga

Cuando cerró Super Julia a finales de agosto, bajó algo más que la trapa metálica para siempre. Cerró un ciclo. Durante décadas, en San Román de Candamo hubo un lugar donde el pueblo no sólo compraba: coincidía y se relacionaba. Era una tienda pequeña, pero por su puerta pasaba todo. Aquel supermercado, el único del pueblo, lo sostuvo con manos firmes Julia Rosa Sama López, conocida por todos, sencillamente, como Juli.

Casa Juli -así la llamó siempre la gente, con naturalidad y afecto— fue más que una tienda: fue el punto de cruce de la vida cotidiana, ese lugar donde uno se enteraba de todo.

Julia Rosa, mujer de trato claro y sonrisa en la cara, trabajó aquí durante 36 años, de ellos 25 sin vacaciones. Dice que ser autónoma es ser esclava. Lo fue, en cierto modo, y también libre, porque hizo su tienda a su manera, sin fórmulas, con cercanía y constancia.

Ella se encargó de que al pueblo no le faltara lo esencial, haciendo muchas veces y a la vez de dependienta, apoyo y amiga. Siempre estuve ahí como en casa, porque Juli es prima de mi madre, Aurorina, y se criaron juntas. Pero es un sentimiento que se extiende a todos los vecinos, porque ella y su familia quisieron que fuese así.

Las nuevas generaciones de niños y chavales ya no podrán ir a atiborrarse de chucherías y pipas después del calón en la piscina, ya nadie más se sentará en el alféizar de la ventana, que actúa como escaparate y tablón de anuncios, a tratar de entender el mundo. Es una pena, y grande, cada vez que paso por delante y veo la tienda cerrada. Procuro hacerlo poco, tratando de negar ese movimiento inescrutable de las manecillas del reloj que hacen que de aquel niño que iba con su abuela Jovita a la compra no quede más que boira en la memoria. Tampoco llevaré más a casa en coche a ninguna vecina cargada de bolsas, por esa relación que uno establece con persona que conoce de toda la vida y que le vieron crecer. Esto se llama hacer comunidad, tejer lazos, forjar el orgullo y la pertenencia a un lugar que es la medida de uno mismo.

Ya jubilada, disfruta de su familia, en especial de sus nietos, y planea vacaciones y viajes sin el agobio de cuadrar los días para dar servicio. Bien merecido lo tiene. Queda por ver si alguien retomará el negocio, todo parece ser que tendrá que ser en otro local.

Los saludos que ya no decimos, las rutinas que dejamos de hacer. Pero el eco de lo que fue Casa Juli no se borra, pertenece a esa categoría de lugares que quedan para siempre, ausencias que son una presencia.

Gracias, Juli.

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Casa Juli -así la llamó siempre la gente, con naturalidad y afecto— fue más que una tienda: fue el punto de cruce de la vida cotidiana, ese lugar donde uno se enteraba de todo.

Julia Rosa, mujer de trato claro y sonrisa en la cara, trabajó aquí durante 36 años, de ellos 25 sin vacaciones. Dice que ser autónoma es ser esclava. Lo fue, en cierto modo, y también libre, porque hizo su tienda a su manera, sin fórmulas, con cercanía y constancia.

Ella se encargó de que al pueblo no le faltara lo esencial, haciendo muchas veces y a la vez de dependienta, apoyo y amiga. Siempre estuve ahí como en casa, porque Juli es prima de mi madre, Aurorina, y se criaron juntas. Pero es un sentimiento que se extiende a todos los vecinos, porque ella y su familia quisieron que fuese así.

Las nuevas generaciones de niños y chavales ya no podrán ir a atiborrarse de chucherías y pipas después del calón en la piscina, ya nadie más se sentará en el alféizar de la ventana, que actúa como escaparate y tablón de anuncios, a tratar de entender el mundo. Es una pena, y grande, cada vez que paso por delante y veo la tienda cerrada. Procuro hacerlo poco, tratando de negar ese movimiento inescrutable de las manecillas del reloj que hacen que de aquel niño que iba con su abuela Jovita a la compra no quede más que boira en la memoria. Tampoco llevaré más a casa en coche a ninguna vecina cargada de bolsas, por esa relación que uno establece con persona que conoce de toda la vida y que le vieron crecer. Esto se llama hacer comunidad, tejer lazos, forjar el orgullo y la pertenencia a un lugar que es la medida de uno mismo.

Ya jubilada, disfruta de su familia, en especial de sus nietos, y planea vacaciones y viajes sin el agobio de cuadrar los días para dar servicio. Bien merecido lo tiene. Queda por ver si alguien retomará el negocio, todo parece ser que tendrá que ser en otro local.

Los saludos que ya no decimos, las rutinas que dejamos de hacer. Pero el eco de lo que fue Casa Juli no se borra, pertenece a esa categoría de lugares que quedan para siempre, ausencias que son una presencia.

Gracias, Juli.

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