La literatura del yo nos obliga a reconocer que el yo que escribe no puede eximirse de lo que escribe. Debe hacerse cargo. El viejo truco del pacto de ficción ya no vale. “Lo dice un personaje, no lo digo yo”, “Lo dice el narrador, no lo digo yo”, “Lo dice el escritor, no lo digo yo”. Bueno, basta ya de fingir: todo lo dice yo. ¿O quién si no ha escrito el texto?
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Eso no significa que uno esté de acuerdo con todo lo que escribe, ni siquiera con todo lo que piensa. Espero que nos hayamos dado cuenta ya. La estupidez de la coherencia. La estupidez de la responsabilidad. La estupidez de la moral. Es un texto. Los actos tienen moral. Los textos tienen palabras.
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Algunos gilipollas siguen tirándose a la cabeza sus opiniones, deslices, torpezas o errores. Bueno. La literatura del yo nos obliga a mirar las palabras y ver la enorme distancia con el cuerpo. Ojalá las palabras fueran cuerpo y tan reales. Ojalá el cuerpo fueran palabras y así no doliera tanto. Ya lo dice Annie Ernaux: “Al escribir, ya no es mi deseo, ya no son mis celos los que están presentes en estas páginas, es el deseo, son los celos, y yo obro desde la invisibilidad”, La ocupación.
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La literatura del yo nos obliga a avergonzarnos de nosotros mismos y ver lo que somos puesto por escrito. Y somos mil mierdas distintas. Y el mundo es un millón de mierdas. Quien no quiera asumirlo que no escriba o no publique. Quien no quiera verlo que no lea.
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Si solo el mundo es una mierda y nosotros nada más que sufrimos estar embadurnados de la putrefacción de los otros, no es literatura del yo, es moralismo. Si solo yo soy una mierda, y hablo del yo y de mi mierda y nada más que mi mierda, no es literatura del yo, es victimismo. La literatura del yo nos obliga a ser crueles, honestos y escribir con certeza y precisión lo que no sabemos que somos y no queremos ser, y el mundo tal como lo vemos aunque nos joda.
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Algunos lectores de la Inquisición Moral, en cambio, quieren lo sagrado gratis. No quieren recordar que lo sagrado siempre tiene en su centro el tributo del sacrificio humano, el cordero degollado: sangre derramada.
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La Inquisición Moral quiere lo sagrado sin el sacrificio: sin la sangre derramada: “Acá solo los buenos, fuera los malos. Aquí nos quedamos lo sagrado, la sangre es cosa de inmundos opresores, nosotros pulcros inmaculados”.
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Angelica Liddell ha derramado toda su sangre por nosotros. Es la Mesías. Y como tal ha sido expulsada de la ciudad, como una leprosa. Eso es lo que es, Angélica Liddell es una leprosa. Y nosotros todos puros, santos, mejor, mártires sin mácula, vírgenes.
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(Corrijo este texto el día que la Liddell recibe el Nacional de Teatro y quiero gritar de rabia. Claro que ahora le dan el Nacional de Teatro. Claro que se lo han dado, ahora. Desactivada la bomba todos queremos contar la experiencia y lo emocionante que fue y lo valientes que fuimos aunque nadie nos vio por allí en el momento. ¿Sabrá el jurado que ella “hace siglos que no escribe teatro”? ¿Habrán ido a verla? ¿La habrán leído al menos?).
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“Me infecta compartir mostrador o estantería con todo este popurrí escénico cuando yo no escribo ni una sola línea de teatro. Es penoso. Penoso. Me indigna. Me da asco”. «La escuela de expertos cervantinos», Liddell.
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La literatura del yo duele. Porque el yo duele. Y la literatura, la de verdad, duele. No desinhibe, no alivia, no es una calma. Es el placer más elevado de todos: el que duele.
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La literatura del yo debe ser censurada, porque no hay un solo yo que no sea —visto entero y desnudo— censurable, asqueroso, repudiable.
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Fernanda Ampuero no es un ejemplo para nadie. Verdadera víscera repugnante. (Asquerosa) literatura (insoportable) del yo.
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Dysphoria Mundi es la enfermedad del lenguaje, el virus hecho lenguaje. Cuerpo enfermo texto mundo en disfórica metamorfosis ahogado de microplásticos, templos ardiendo, sexo violento, dolor, nostálgia y sudor postrado en la cama un cuerpo febril que desea morir, y hacer daño, cuyos sentidos en colapso alucinógeno cuestionan su humanidad revelando la enfermedad de la tierra y sus cuerpos animales, vegetales, minerales, y que lea quien pueda. El cuerpo que escribe apenas puede escribir y escribe en todas las lenguas del mundo como un Carlos V postcovidoso queer escribiendo poesía cyborg a caballo. Repugnante Preciado colono conceptual del postmundo dysphorico.
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A los escritores que nos gusta leer y con cuyas ideas comulgamos y que son un ejemplo para nuestra sociedad deberíamos decirles: SOIS UNOS PUTOS MENTIROSOS PERFECTOS Y MUY PESAOS. No merecéis haceros llamar literatura del yo. Sois “literatura de las mentiras, los dogmas, la moralidad y la Inquisición social”.
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Todos merecemos ser censurados y proscritos y expulsados de la ciudad. Sea por una cosa o por otra. Eso nos ha enseñado también la literatura del yo.
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Todos merecemos ser censurados y proscritos y expulsados de la ciudad. Y quien no sea censurable MIENTE, DOGMÁTICOS MORALIZANTES INCÓLUMES. Sois peores que los santos.
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Pero, como decía Bolaño en Sevilla me mata: “Los jóvenes escritores se han convertido en clase media y solo aspiran a la respetabilidad. Su obra está básicamente guiada por el miedo, el miedo a perder su estatus, el miedo a caer”.
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Pero, ¿cómo coño/pollas vamos a reconocer todo esto si solo nos importa ser famosos, ser vistos, ni siquiera leídos, solo ir a las fiestas de Pérgamo, a las presentaciones en La Central, para figurar, para que se nos vea y se nos oiga y se nos compre, y aprovecharnos del mercadeo y la cultura del festival, y luego, ya que estamos, despotricar y denunciar que nos usan cual ganado y sin pagarnos, denunciar el precarizante sistema cultural y lo malos que son sus capataces con nosotros, pobres poetas puros y atormentados, oprimidos por el capital?
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Pero, ¿cómo coño/pollas voy a publicar yo toda esta sarta de insultos que deberían ir dirigidos exclusivamente a mí mismo, si lo único que me importa es ser publicado de una puta vez y que la gente conozca mi cara y que suban fotos de la portada de mi libro? ¿Si lo único que quiero es tener un libro, mucho más que escribirlo? ¿Si había escrito todos estos fragmentos en femenino porque era el género en el que me estaba pudiendo expresar honestamente y lo he cambiado al masculino, género en que me lee todo el mundo, para no ser censurado y no molestar a nadie (mentira, me da igual molestar, para ser validado, nada más)? ¿Si no me creo ni yo mis exaltaciones y las rebajo con retórica barata?
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Y si al final lo dejo escrito en femenino no será porque el texto honestamente era así y esa era la voz que yo necesitaba para hablar, mi yo-ella la que estaba gritando de rabia, mi ellas-maestras de las que he aprendido todo y por eso necesitaba su voz (Liddell, Enriquez, Ampuero, Morales, Miguel, Negroni); será solo porque he calculado que puede serme rentable en el circo de las vanidades en que desfilamos todas en scroll.
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La literatura del yo nos ha enseñado que la literatura siempre es un yo. Instagram nos ha enseñado que si no fingimos el yo correcto no seremos vistos, ni queridos, ni existiremos. Así le va a la literatura, y así le va al yo. (A Instagram en cambio le va genial).
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Portadas, portadas, portadas. Sinópsis de treinta segundos y adjetivos blandos hiperexaltados. Nada de un párrafo subrayado, eso no le interesa a nadie, eso no lo ve nadie, el algoritmo te lo penaliza, caras, caras, y además no sabrán qué libro es así que no lo comprarán, portadas, portadas, y no me publicarán el siguiente, y además no lo leerá nadie porque esta sociedad va muy rápido y es que no sabemos parar, qué mal. Qué mal la sociedad. Hay que leer más. Pero mejor caras y portadas, microfonito en mano, si puede ser. Torres de libros, eso nos encanta, muchos, muchos, muchos, a lo bestia, como en el porno. Pura imagen sin peso de lo brutal a lo que no entramos, solo miramos. ¿Alguien se los va a leer? Mística libresca sin sangre lectora.
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Solo hemos aprendido de la literatura del yo a inventarnos un yo, a ver si cuela como literatura. Como literatura es puta basura. Como yo deja mucho que desear y es bastante aburrido que no seas un ser verdaderamente repulsivo nunca.
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Y a censurar, también nos ha enseñado la literatura del yo a censurar.
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La literatura del yo nos ha enseñado a censurar a Aristóteles, a Voltaire, a Dickens, a Céline, a Hemingway.
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Y bien censurados que están, qué coño/pollas. Este era un aristócrata esclavista misógino, el otro defendió el colonialismo, el de más allá difamó a su mujer públicamente para abandonarla, separarla de sus hijos y enrollarse con una actriz menor, el siguiente un filonazi daclarado TRAS EL NAZISMO, y el siguiente un estúpido acomplejado.
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Y lo importante no es su inmundicia humana, sino la inmundicia de sus textos. Está el esclavismo, está el colonialismo, está la misoginia, está el filonazismo, la estupidez ahí escrita. Pues, la literatura del yo nos enseña a leer todo como literatura del yo.
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Rodrigo Fresán, punta de lanza de la literatura del yo en español, lo dice: David Copperfield es literatura del yo, Martin Eden es literatura del yo, Ulises es literatura el yo, En busca del tiempo perdido es literatura del yo. (Luego el propio Fresán no acepta para sí la etiqueta de literatura del yo, pero nos da igual, ya sabemos que por suerte los autores no tienen nada que decir de su obra. Es su obra su yo, ellos nos dan igual).
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La literatura del yo nos ha enseñado que todo es y ha sido siempre literatura del yo. Y que todo yo da asco y es una puta mierda. Y que la mejor literatura es dolorosa e insoportable.
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El yo es un ser inmundo e infecto que si tocara una sola página de literatura nos haría vomitar de humanidad. Lo hace, cuando la literatura es de verdad el yo apesta, y la literatura se eleva hasta los palacios del horror humano en oro y seda. Rimbaud. El colonialista traficante de esclavos maltratador Rimbaud. El infernal iluminista poeta adolescente Rimbaud.
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No leemos para calmarnos, leemos para despertar. No escribimos para fingir, bueno sí, pero no deberíamos, y si no fingimos lo que sale de las manos, nuestro cuerpo puesto sobre la mesa como literatura, nuestra mente por escrito, lo que de verdad sentimos y querríamos hacerle al mundo y a nosotros mismos, el alma, no es algo agradable de mirar.
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Por eso, aunque finjamos, nuestra literatura no es del yo, nuestra literatura es autocomplaciente y victimismo en el mejor de los casos, moralista y dogmática casi siempre, nada de literatura y mucho yo autocomplaciente inquisidor, quedamos siempre bien aunque dejemos ver algún fleco de nuestra personalidad, precisamente nos ridiculizamos en público con el único objetivo de quedar aún mejor, pero en nuestra vergüenza hay mucha más censura a una sociedad inmunda que autocrítica honesta, que grito desesperado del alma atormentada, somos unos puritanos mentirosos y eso ni es yo ni es literatura ni es pollas —bueno sí, es muy pollas eso de mentir y fingir que es uno lo que no es para quedar bien. No acepto la validez de ninguna crítica a nada que no lleve intrínseca cierta autocrítica.
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Hoy, que nos hemos despegado del complejo nacionalcatólico de nuestra literatura del siglo pasado, nuestras mejores firmas vuelven a la única tradición rica de la prosa española: la mística. La mística renacentista de Santa Teresa, el drama barroco de Calderón, el simbolismo rural/vanguardista trascendente de Lorca y Machado, el sentimiento trágico unamunesco. Esa fuerza sacra de nuestra lengua, que se abre a lo degradado en el Arcipreste de Hita y Valle-Inclán, espejo negro de lo irrepresentable divino, grotesco esperpento sagrado. Solo esa mística, divina y satánica, la dysphorica mística del yo en otre, es propia de verdad a la palabra castellana escrita. Pues ya sabemos que el Quijote, el más grande libro de siempre, no es un libro español, por mucho experto cervantino hiperpatriotico que ande por ahí. Y muerte al rural y castizo Lazarillo, al Cid y al Pío.
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Hoy, la literatura española del yo de verdad, la buena, la de verdad, recupera el misticismo, santo y sacrílego, dysphorico y sangriento: Liddell, Méndez, Morales, Miguel, Paul. B.
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Por desgracia, oscuras fuerzas europeas quieren devolvernos al problema nacionalcatólico neofascistoide, y privar al progreso de la posibilidad de trascendencia desde su materialismo. Las maquinarias políticas genocidas siempre nos privan de practicar el verdadero arte sin una culpa ética obligada, cuando la estetización y mistificación se convierte en dogma y opresión, y convierten la vanguardia en irresponsabilidades.
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Por suerte, algunas genias americanas están sabiendo trabajar en la ruptura formal comprometida con su mundo injusto: Mariana Enriquez, Fernanda Ampuero, Fernanda Melchor, Valeria Luselli, Elaine Vilar Madruga.
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La literatura íntimista social costumbrista minimal de denuncia y discurso con (no)estilo es una MUGRE DOGMÁTICA DE PSEUDOLITERATURA PANFLETARIA Y PEDAGÓGICA, que queriendo reivindicar y abanderarse salvadoras del pueblo llano nunca antes escuchado y atendido (hasta ellas), lo tratan de estúpido, explican de más porque creen que somos tontas, y que si escriben literatura no les vamos a entender, así que simplifican para que entendamos bien su dictamen sobre el bien y el mal para que aprendamos la lección y veamos claro buenos y malos, y es más elitista y condescendiente que ninguna otra literatura habida o por haber.
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Las lectoras no somos idiotas. Muestra el fuego del alma ardiendo, la sangre y bilis negra de tu cuerpo deseante de odio y maldad y amor. Escribe un texto insoportable e inmoral. Escribe tu violencia. Escribe literatura y no un manual ciudadano. Sabremos qué hacer con ello: con el místico/sagrado sacrificio del horror que somos (todes). Lo sagrado lleva dentro el sacrificio, sabremos verlo.
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Solo aquella que merece ser llamada literatura merece ser llamada literatura del yo.
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Toda aquella que merece ser llamada literatura merece ser llamada literatura del yo.
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La literatura del yo, más que a escribir, nos enseña a leer.
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“Yo soy Madame Bovary”, Gustave Flaubert.
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¿No estaba ya bastante claro?