“Yo escribo una literatura que sea imposible de llevar al cine”.
Jorge Luis Borges
Las primeras páginas de Ama de casa son deslumbrantes, sublimes y cortantes, como una cuchilla de afeitar sobre la piel blanca de una niña de nueve años que quiere alcanzar la santidad con su inminente primera comunión y así, siendo santa, quizá su madre, ama de casa en un triste barrio obrero de Barcelona, deje de maltratarla y empiece a quererla un poco más.
Después todo se afloja y se vuelve convencional, excepto por dos o tres notas discordantes que levantan el texto y el espíritu. Dos o tres frases amorfas, dos o tres escenas desagradables, alguna imagen de incomprensible santidad o áspera cotidianidad. Son lo mejor de la novela, precisamente por lo aberrante, por lo disonante, por la profundidad que alcanzan en cinco líneas.
Esa profundidad se desactiva y la novela se adecenta rápidamente gracias al equilibrio perfecto de la estructura, el tono y la trama, tan, tan editados, que uno fantasea con todas esas páginas del borrador inicial de las que habla la autora en las presentaciones del libro, páginas malas, páginas buenas que en un momento se decide que no van; uno imagina ilusionado y rápidamente decepcionado el artefacto narrativo que podría haber sido esa acumulación de sedimentos, esa exposición abierta de los sustratos textuales, líricos, memorialísticos que podrían haber conformado un libro como reconstrucción del derrumbamiento, visibilización de la ruina, y no mera novela de autoficción preparada para su consumo fácil, tan equilibrada entre la trama íntimo-afectiva y el entramado político-social, todo bien tejido y remachado, como un vestido de primera comunión.
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Ricardo Piglia decía hace veinte años que las novelas policiales siempre son muy buenas en las 30 primeras páginas. Un personaje de carácter marcado es presentado en un contexto social perfectamente descrito y reconocible, se pasean por el escenario una serie de personas clave en su vida y, de repente, la aparición de un cadáver o la irrupción del delito hace saltar todo por los aires en infinitas preguntas, misterios e incertidumbres que tanto estimulan al lector.
El problema llega después, cuando tantas veces la novela policial no sabe qué hacer con las preguntas, cae en todos los tópicos, o sencillamente no conoce las respuestas y se hace un lío tremendo del que intenta salir tirando de chascarrillos de policía cutre para cerrar con un final tan exagerado como injustificado o tan solo aburrido.
Se podría decir algo parecido hoy de las novelas de autoficción.
Una voz lírica en primera recorre los detalles de un espacio que conocemos primero sensorialmente, como en esas películas de fotografía pretenciosa recorriendo un cuerpo en primerísimos planos que permiten ver la piel erizarse sin saber a qué partes pertenece. Después se abre un gran angular, se nos presenta un contexto social, histórico, político lo más reconocible posible para el target de público preseleccionado, y esa voz en primera se revela como parte de un mosaico familiar (siempre está la familia de por medio, en la modalidad que sea) fragmentado, un puñado de escenas que avivan el deseo de completar el puzle, de rellenar los huecos entre las piezas sueltas, que por ahora parecen incoherentes. La sensual sutilidad sensible del tono nos seduce, queremos seguir mirando, como por detrás del visillo, como si hubiera al otro lado algo censurable y muy nuestro, que se nos va a revelar.
El lector voyeur del policial ahora no quiere crímenes, quiere traumas y ver que hay detrás de los conflictos y las vidas dobles de esos sujetos tan como ellos que podrían vivir en su mismo barrio, pero que están dibujados en un tono siempre algo más trágico que el de su cotidiana vida, lo cual les conmueve al tiempo que les permite respirar con tranquilidad y cierto aire de superioridad.
Tantas veces como llegaba antaño la decepción con el policial, llega ahora con estas novelas que prometen tanto, generan tantos vacíos de angustia, vacíos en que falta el aliento ante la vida cotidiana que nos aplasta, y luego nada. Luego vidas aburridas, luego el trauma no era para tanto, o era demasiado como para sentirlo y creerlo, o sencillamente se ha dejado ahí suspendido, como si la vida vacía debiera elevarnos a una catártica revelación mística de luz blanca, pero sencillamente se ha quedado en vida vacía, vacía sin más.
Todas las opciones son decepcionantes, o se nos explica demasiado lo que se había escondido en las primeras páginas, o se queda tan en suspenso que uno intuye que la propia novela no sabe muy bien qué pasaba. Lo que en las primeras treinta páginas era seducción, sensualidad, interés por la compleja arquitectura sentimental de una estampa social-familiar tan conseguida, se convierte en rutina, tópicos, dramatismo incapaz de levantar ningún sentimiento.
Sin embargo, estas novelas funcionan. Se leen mucho. Se sabe lo que se viene, y aún así los lectores actuales no paramos de reclamarlas, consumirlas y, a veces, leerlas. ¿Por qué?
Son novelas perfectas, esto hay que decirlo. Su equilibrio estructural es impecable, generalmente en tres partes distribuidas espacialmente en 3-2-1 (con subdivisiones internas variables). Es razonable, si el comienzo es lo mejor, alargarlo todo lo posible, hasta mitad incluso de novela, donde se nombra por fin el conflicto que ya nos veíamos venir demasiado; el nudo que sea rápido, frialdad para tratar un tema que no sabríamos como tratar durante más páginas: y el final aún más, porque son tiempos posmodernos, no hay final, o si ocurre es veloz y sin carga dramática, la vida es abierta, ¿por qué cerrar una novela?
El tono es impecable, no hay un adjetivo de más, las frases nunca se enredan. La voz, indefectiblemente en primera persona, es coherente, mantiene el tono, sabe lo que dice -lo sabe demasiado-, y no nos lo dice, coquetea.
En algún punto del texto es obligatorio un pequeño tonteo con la experimentación formal (puede ser fotografía, dibujo, diseño tipográfico, cambio de registro del narrativo al teatral, o al poético, o al periodístico, o la modalidad de hibridación que se prefiera; o falla, siempre llega el guiño a la vanguardia, ahora bien, guiño y nada más, no compliquemos demasiado, no perdamos la atención).
Tratan los temas importantes, los que nos afectan a todos y debemos luchar por compromiso político-moral, precariedad laboral, desigualdad social, conflictos afectivos en el seno de la familia convencional que de convencional solo tiene el tópico tolstoiano de que cada familia es infeliz a su manera, y por tanto todas iguales.
La voz de la infancia funciona ahora como alguna vez servían los sueños en literatura: desde esa óptica todo es verosímil. La confusión, simpleza y ciertos tropiezos son válidos pues no sabemos bien cómo funciona la mente en esos estados (oniria o infancia), resulta fácil para el texto decir lo que le dé la gana —y muchas veces habría sido mejor no decirlo.
Son novelas de escenas, novelas cinematográficas, donde los cada vez más cortos capítulos (igual que los planos de serie de Netflix han ido perdiendo segundos) imprimen velocidad a la lectura y son límpidamente descriptivas para que el lector vea todo claro, en orden y no se pierda. Está bien, la narradora nos hace de ojos y seguimos su mirada como un plano de cámara, pero para eso, ¿no sería mejor una cámara?
Las tiendas a las que van se parecen a las nuestras y conocemos las marcas que nombran, la misma música suena en nuestra cabeza y vemos esos canales de televisión, esos programas, ese bar de carretera camino a Torrevieja, lo cual da una sensación de agradable compañía y realidad compartida a nuestra propia vida.
Y, al fin y al cabo, qué más queremos que sentirnos reconocidos, un poco de compañía y el pasatiempo de una vida ajena un poco más trágica que la nuestra y por tanto también un poco más entretenida. ¿Cómo no nos van a gustar estas novelas, si son perfectas?
El problema de la autoficción es que es demasiado fácil que resulte interesante en las 30 primeras páginas. Como el policial de antes, está ya codificado, se sabe lo que se espera, los primeros pasos salen solos y funcionan, si no, no sería tan popular. El lector del género disfruta de lo que lee porque ya sabe lo que va a leer. Que el crimen finalmente sea más sorprendente o menos, el trauma más relevante o menos, da un poco igual, lo que se disfruta es la convención, el tono, saber lo que vas a encontrar, sentir que hablas con alguien igual que tú y te cuenta con tanta ternura los traumas que en tu vida no son tan graves, pero se parecen tanto, que reconforta. Te deja en calma, y eso está bien.
Los libros que te hablan directamente y con cariño son gustosos, la gente los quiere leer. Ahora bien, eso es un buen producto, no un buen libro.
El problema no es la autoficción (ni el yo, la falta de imaginación o las historias mínimas) como el problema no era el policial. No hay géneros buenos y géneros malos. Con el policial se han escrito obras maestras del siglo XX (Borges y Chandler), y hoy con la autoficción también (Ernaux y Easton Ellis).
El problema es que la forma es tan sencilla y conocida, que resulta muy fácil reproducir industrialmente esa forma, y a veces parece que el libro ha olvidado darle un contenido o sencillamente el contenido es insustancial, tópico, aburrido, vacío de toda revelación o intensidad. Y solo queda ahí la forma y el tono, el empaquetado, y como gusta y se consumen siguen saliendo más y más novelas con esa forma, que no aportan mucho. Antes eran policiales, y antes sentimentales, y antes folletines, y ahora autoficción.
A la gente le entretiene y eso es muy importante, siempre ha habido y siempre habrá libros para entretener.
Y luego está Liddell que es el Dante del siglo XXI y escribe autoficción (como Dante, por cierto) hasta extremos infernales.
—Algún día habrá que reflexionar con profundidad esto de la autoficción, dibujar una genealogía, articular un canon y señalar los problemas de ciertas propuestas inflacionadas por un mercado que las absorve pero que literariamente son muy deficientes.
—Deberemos tomarnos el tiempo decir, y decir por qué, San Agustín, Dante y Rousseau son el origen de la autoficción; o señalar cómo 4 de los 5 autores más relevantes de la segunda mitad del siglo XX (Plath, Pizarnik, Bernhard y Perec) son estricta e inequívocamente escritores de autoficción, y revisar cuáles fueron sus enseñanzas, qué caminos abrieron y cómo podemos ahondar y ampliar su legado.
—Tendremos que denunciar ya de una vez que cada vez con más frecuencia las editoriales que años atrás eran hoy nos quieren colar como gran literatura puros productos de consumo donde nos encontramos con otro preparado comercial con un temita mínimo cotidiano que se nos intenta hacer pasar una frase con la profundidad de un departamento de marketing por alegoría latina a base de un estilo minimalista y sensual. Y no, la verdad que no, no hay catarsis, solo musiquilla, y ASMR, suena a papel granulado, cortina de seda al viento cruzada por el sol de la mañana, café recién hecho, crucifijo, gotelé y tapete de ganchillo sobre el televisor del pueblo, en los ojos de una niña o un niño o un niñe que intuye que algo se esconde bajo su decorado de clase media baja, y no, la verdad que no, lo siento.
—Y habrá que gritar, salir a gritar desquiciadamente por la calle y empapados en sangre, que todo el mundo se entere, que Angélica Liddell es la escritora española más importante después de García Lorca, y que ese camino podría ser el camino más radical, innovador y profundo de la autoficción propuesto hasta ahora —no solo en español.
Pero eso en otro momento, por ahora parece suficiente —incluso demasiado.
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De esto último, de Angélica Liddell, sabe mucho la autora de Ama de casa, porque es actriz y porque ha estudiado y escrito sobre la Liddell, y de esa pata vienen las dos o tres notas discordantes, descarnadas, que salvan su texto. El tema también lo salva.
Es una relación madre-hija (tantas veces repetida) pero esta madre maltrata a su hija, es una madre de clase baja en un barrio humilde, pero su ética del esfuerzo no santifica nada, sino que machaca a la cría de nueve años que tiene al lado, a la que desprecia y con la que desahoga sus frustraciones, y la niña sólo intenta portarse bien y ayudar a su madre, interpreta desde su edad, y la madre la maltrata más —causas siempre hay. Hay crueldad y goce con la crueldad en esta novela, como cuando la niña llama a casas desconocidas para destruir matrimonios fingiendo ser la amante de quien sea que vive allí, sin motivo, por diversión.
Podemos fantasear con la versión previa a las doscientas correcciones del equipo editorial que ha dejado tan limpio el texto que no tiene una sola errata siquiera en la primera edición. Soñar que los primeros borradores quizá fueran más desprolijos y hubiera excesos y defectos, muchas erratas, claro, pero quizá algo más de intensidad, quizá pasión sin control, párrafos de lírica desaforada, o sencillamente algún momento verdaderamente trágico o divertido o radicalmente experimental, y que no se entendiera nada pero se sintiera algo, se sintiera pasión literaria, se sintiera necesidad, fuerza, desequilibrio, amor y odio por las palabras y lo que cuentan. Y menos equilibrio, un poco menos de equilibrio, por favor.
Pero esta es una primera novela, y tiene al menos esos momentos de brillante oscuridad, y la facilidad para lo místico, y esas frases que bordean con el error sintáctico, sin explicarlas, plasmadas ahí como quiebre, como esguince del texto, que hacen soñar con un texto futuro que ahonde de veras en su materia, memoria, temas o estilo, lo que sea que la autora quiera.
Uno piensa que en algún momento puede llegar ese gran texto, queda camino pero puede estar cerca, romper el suelo que sujeta esta novela tan perfecta y descender, descender hasta que falte el aire y no se vea bien, adentrarse en los infiernos. Sabemos por Dante que la bajada lleva tiempo, no debemos tener prisa, pero quizá sí reclamar riesgo, menos equilibrio, menos edición, comodidad y seguridad —a esta novela y a tantas.
Seguramente Lumen no es el mejor lugar para hacer esto —bien lo sabemos por Cristina Morales, que ya ha contado más de una vez su experiencia en esa editorial con el libro sobre Teresa de Jesús.