Hay un momento en la vida donde los caminos se bifurcan. Lo hacen de manera natural porque, por mucha relación que tengas con tus amigos, la hoja de ruta rara vez es más distinta. Uno se empieza a dar cuenta de ello en el momento que el mundo laboral empieza a estructurar nuestra vida y, por ejemplo, aparecen las primeras oportunidades internacionales. No importa el destino porque, normalmente, quien toma esta alternativa suele poder vestir el currículum y promocionar cuando vuelva a casa de manera más rápida o aspirar a puestos más altos.
Sin embargo, es en las promociones o en los cambios de trabajo, donde uno empieza a conocer realmente a las personas que le rodean. Porque en las malas situaciones conoces a quienes no te abandonarán, pero cuando toca celebrar se puede ver en la mirada de cada uno los que verdaderamente se alegran. Hay relaciones donde, por mucho que la camaradería y el honor estén grabados a fuego, la envidia consigue resquebrajar la amistad y colarse entre las grietas.
Pero esto no sólo sucede con el trabajo. Cuando un amigo anuncia que se casa, además de la propia alegría que debería de generar semejante noticia, siempre hay gente pensando cómo él o ella puede estar a punto de casarse y él o ella estar soltero. Otra vez la envidia corrompiendo los momentos dónde lo único que debería de tener lugar son los abrazos y los besos. Lo más gracioso de todo es cuando uno los ve en la boda y, a pesar de su intento por disimular, sus caras terminan siendo el espejo del alma.
Resulta difícil de encontrar gente con el corazón limpio. Esos que cuando les cuentas un ascenso lo celebran como si su equipo metiera un gol en el último minuto o que si dices que te casas durante una comida le piden al camarero una botella de champán, te dan un abrazo, un beso y aprietan la servilleta por debajo de la mesa para evitar emocionarse.
No son necesariamente una especie en peligro de extinción, pero cada vez son menos los hombres y las mujeres que celebran los éxitos ajenos como si fueran propios. A veces, la mejor manera de disfrutar lo que nos gustaría haber vivido es contemplar a aquellos privilegiados a los que Dios se lo ha dado, y entregarse a la noble tarea de asumir que el valor de la amistad es celebrar y reír por los demás sin pensar en nada más que todo lo que nos une será la única manera de combatir el mal que quiere conquistarnos. Ceder hubiera sido lo sencillo, pero cuánto habríamos perdido por si no hubiéramos tenido el valor de remangarnos para luchar en el barro.