(podéis leer aquí Contra la democratización de la literatura, artículo precedente a este)
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Ayer hablábamos del problema de democratizar la literatura. En dirección contraria también se quiere correlacionar ambas variables (democracia y literatura) y se propone la potencialidad de la una como necesaria y dependiente de la potencialidad de la otra. Conectadas y necesarias la una de la otra para su existencia. Como si (absurdo) no existiera democracia sin literatura, ni (peor) literatura sin democracia.
Ni la literatura democratiza las sociedades, ni hace falta democracia para que haya literatura. Esto son neo-verdades socialdemócratas, mentiras, vaya, eficientes al sistema y respetuosas con la moral pacata imperante. La literatura ha incendiado sociedades enteras, grandes genocidas han escrito los mejores versos de la historia, hay libros peligrosos, ni el peor dictador ha conseguido callar la gran poesía, los poetas más revolucionarios, emancipadores y comprometidos fueron asesinados y ganó el asesino, no el poeta. Todo gilipolleces. La relación entre literatura y poder es mucho más compleja y terrible.
No me gusta la idea de que la literatura democratiza, ni que solo la democracia asegura literatura, porque me parece una lógica conservadora y aristocratizante. Y lo peor, falsa.
No me parece de recibo decir “Sin democracia no hay literatura”. Me parece muy peligroso decir: “literatura ergo democracia”. Y peor: “Solo si democracia, entonces literatura”. La literatura no construye democracia. La democracia, esta, es un momento de la historia política de occidente, no en su mejor momento, dicho sea de paso, y para nada asegura ni es necesaria para la existencia de la literatura y menos de la buena o mejor literatura. Los dogmas que aseveran condición de necesidad resultan sospechosos siempre de ser interesados. ¿Quién quiere que creamos en esta correlación?
El mercado cultural y el sistema electoral son beneficiarios. Es perverso que el mundo del libro se pretenda el primer y único baluarte de todos los derechos y virtudes democráticas de nuestro tiempo. La más rápida lectura de la historia literaria y cultural desmiente esta falacia; una mirada mínimamente atenta al presente descubre que este eslogan es pura mercadotecnia orientada a maximizar beneficios e inflar la venta de productos llamados culturales hasta el infinito. “Nunca hay libros suficientes” se parece más a una oda al crecimiento infinito del capitalismo ansiático, que al sueño de ningún lector sensato. Es curioso que sea precisamente en el mundo del libro, tan crítico con la lógica consumista, donde se valida y hasta celebra el consumismo bulímico (de libros, claro).
Esto no significa que la literatura no sirva como un arma poderosísima para la emancipación, sino que es igual de poderosa para la opresión; no significa que la literatura no sea un elemento de trabajo fundamental si queremos democracia, significa que también ha servido de igual forma con la misma calidad y eficiencia en contra de la democracia, a favor del totalitarismo, del genocidio y de la discriminación. Significa que la cultura no es buena de forma intrínseca, la cultura es un arma, y quizá hace rato que no la estamos usando como deberíamos, contra el poder, para liberar, ser verdaderamente disruptivos. Porque el poder nos paga, nos beca, nos mantiene y vivimos de jugar aquí. Significa que podríamos estar haciendo democracia desde las letras, pero básicamente estamos guardando la parcelita, y como nuestra parcelita existe en democracia, pues ya que estamos la defendemos (nuestra idea de democracia, por supuesto, que nadie se atreva a pensar otra).
Esto no significa que los textos literarios o filosóficos o políticos no sean elementos clave necesarios para el avance social y moral. Significa que si estos textos alguna vez sirven es por la fuerza y el poder de esos textos, y hace tiempo que nuestros textos son mediocres y si dices lo contrario estás buscando amarillismo, o distinguirte como pedante intelectual, o eres del bando reaccionario en contra de vidas buenas. Significa que si aún creemos que la literatura tiene algo que hacer por un mundo libre y justo tenemos que afilar la herramienta, exigirnos entre nosotros mucho trabajo y calidad y precisión para que esto de verdad sirva de algo, y parece que nadie está por la labor.
Esto no significa que la literatura y los textos no sean precisamente el Campo De Batalla, significa que en ese Campo De Batalla no está nada ganado. Que por el hecho de tener Literatura no tenemos en nada asegurada la democracia. Que la literatura también trabaja y quizá más veces al servicio de la opresión. Y que por eso deberíamos esforzarnos un poquito más en nuestros textos y chuparnos un poquito menos los culos celebrando lo buenos, lo guapos, lo listos que somos y qué bien la fiesta de la democracia literaria, y que nadie venga a molestar, porque decir cualquier cosa es genial. Si tanto nos preocupa el neofascismo europeo igual hay que empezar a trabajar y construir nuestros discursos e identidades y lógicas sociales, vitales, carnales y espirituales de la forma más rigurosa para ganarles.
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Y esto también tiene que ver con lo de ayer, con democratizar el consumo de libros más que la lectura, con la propaganda de novedades como si el consumismo, si es de libros, fuera bueno, con la sobreabundancia de estrenos editoriales, con la mercadotecnia que fomenta los últimos títulos sean lo que sean, con la venta de personajes rentables y agradables para el público bienpensante y lo que haya escrito dentro, en fin, el producto rentable, el libro bello, el evento patrocinado para hablar con les autores, y libro nuevo, rugoso, para que cruja en tiktok, y caro, de primera mano, con extras. Estamos construyendo el espacio de la literatura actual del discurso actual en favor de la moral actual. El campo está preparado para sostener hoy la moral y la ideología que (aún) impera hoy. Será igual de eficiente para inocular el discurso y cerrar filas mañana, cuando venza la extrema derecha. Con esto no ganamos nada, el dogmatismo y los circuitos cerrados funcionan igual para una ideología que otra, y sabemos que vamos perdiendo.
Democratizar la literatura, simplificar los textos, acercarlos al presente para que sean afines al discurso y las experiencias actuales también es construir nuevos consumidores, contentos y agradados con el producto que se les da a cambio de dinero. Dar la razón al que ya pensaba lo que pensaba antes de leer y no molestarle con ideas nuevas, frases difíciles. Por eso vamos a perder. Por nuestra mala literatura (y por algunas cosas más, tampoco somos tan importantes).
De hecho, es muchas veces la peor literatura la que mejor ha servido a la política. Todos sabemos que La cabaña del tío Tom es una novela mediocre que sirvió a una causa mayor y fue determinante para bien en la historia y el fin de la esclavitud en EE.UU.; y seguimos sorprendiéndonos de que un texto tan estupido y mal escrito como el Mein Kampf pueda haber sido tan terriblemente relevante en nuestra historia reciente y todavía hoy como objeto clandestino fetiche del fanatismo cultural neonazi (la prohibición de facto de su comercialización seguramente sólo acrecentó el fetiche, también podemos revisar eso). También hay textos grandiosos literaria y políticamente como el Manifiesto comunista, y textos de una prosa radicalmente buena y una política radicalmente genocida y sin ninguna influencia política y social, como la práctica totalidad de la literatura de Louis-Ferdinand Céline, y especialmente sus panfletos antisemitas y filonazis de los años 50.
Frases como la de Sartre en ¿Qué es la literatura?: “El arte de la prosa es solidario del único régimen donde tiene sentido la prosa: la democracia”, son tan peligrosas porque haría parecer que la buena prosa será siempre moralmente aceptable. O que el ejercicio de la literatura es indefectiblemente emancipador. Como si Céline no fuera antisemita o Heidegger nazi o Borges pinochetista o Ayn Rand una supremacista filomeritocratica enamorada de la fuerza y el darwinismo social, y a la vez enormes escritores en prosa. Como si no hubiera habido literatura, buena literatura, de la mejor en términos literarios, que haya operado en favor de la opresión, la discriminación y hasta el genocidio. El arte y la bella página han llevado tantas veces al fascismo que parecería llevar el germen en sus adentros. Y si parece esto una exageración baste recordar la archimanida y no por eso menos cierta frase de Benjamin: “Todo objeto de cultura es un objeto de barbarie”, o sí preferimos algo más reciente: “Eso es lo que hacen todos los escritores, los filósofos, los músicos y los pintores del mundo, eso hacen los ilusionistas del circo y los domadores de pulgas: salvan la obra de arte y dejan que se queme el niño”, Solenoide, Cărtărescu; o en español la poética-política del ciclo novelístico completo de Roberto Bolaño que correlaciona la práctica de la poesía con la crueldad política y la inmoralidad humana: “Mientras ellos torturaban en el sótano, nosotros leíamos a Virgilio en el jardín”, Nocturno de Chile.
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Ojalá no fuera así. Qué mejor mundo que aquel en que la literatura te hiciera mejor persona y nos vacunara contra el fascismo. Parece que no es así. La historia de este arte, la antigua y la reciente, es fea. Y muy poco democrática. Y casi siempre dogmática y cerrada y solipsista.
Algunos aun así creen que en la literatura, los encuentros, talleres, presentaciones, en los clubs de lectura, ponencias de escritores y demás, hacemos democracia gracias a la literatura, al dialogar y encontrarnos allí con el otro. Es sorprendente que pensamos que allí hay un otro, cuando siempre estamos todos de acuerdo en todo, vestimos igual, leemos los mismos libros, votamos a los mismos partidos, vivimos en los mismos barrios, tenemos la misma precariedad laboral, y, sobre todo, estamos de acuerdo acerca de que el otro-otro (el facha, el capitalista, el pijo, que no lee, fanático, egoísta, opresor, que no se abre a la otredad, que solo quiere violencia y golf, no como nosotros, lado bueno de la historia, el tolerante), ese otro-mal es el malo. Que lo es. Pero, ¿de qué otro estamos hablando? Nosotros, los leídos, reclamamos la tolerancia que nosotros (entre nosotros) sí tenemos, y el otro, el otro-otro (el malo), con ese no. Ni que venga.
Entiéndaseme. Efectivamente el otro, ese otro, el fascista, es el malo. Y efectivamente es inculto e intolerante. Al menos yo defiendo eso y lo defenderé siempre. Y me enfrentaré a ese otro (fascista). Pero hombre, no digamos que los foros literarios nos hacen más tolerantes y construyen democracia porque allí nos encontramos con la otredad y nos abrimos a ella. Mire usted, no. Allí somos todos homogéneos, y sin embargo creemos que somos el baluarte de la democracia, el suelo de la justicia social, los guardianes de la diferencia.
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Así pues, cuando reclamamos un dinero por nuestra labor cultural o artística o literaria, no es un triunfo del artista humilde emancipado por fin en democracia, sino más bien un triunfo del capital que nos ha hecho eficientes y acordes a su sistema, es un triunfo del poder que beca el discurso oficial para legitimarse a través de las letras, de nuestras letras.
La concepción de que nuestra labor solo recibe su respeto y reconocimiento por la vía monetaria es una aceptación sin reparos de la retórica del mercado. El homo economicus ya habita también el campo cultural socialdemócrata.
Utilizar el discurso de la precariedad como carta legitimadora de que malbaratemos nuestros textos a las órdenes del sistema (editorial, ideológico o del algoritmo, eso da igual) no deja de ser una cutrez que nadie se traga en una sociedad con las condiciones materiales y las posibilidades laborales para estudiantes de posgrado como las de España. Y quien crea que la cultura, la poesía o la novela es la mejor forma que tiene de sacar cabeza y pagar el alquiler en una sociedad atroz, sencillamente anda desorientado.
Pensar que el hecho de que paguen nuestro arte (hoy deberíamos decir, nuestro funcionariado cultural para el Ministerio) representa un triunfo de la libertad artística es un autoengaño triste.
Si el mercado acepta tu labor como valiosa en el mercado y está dispuesto a pagar un precio es porque tu labor es eficiente y útil para el mercado, si no no te lo pagaría. Si el poder estatal está dispuesto a subvencionarte es porque considera que sacará rédito de tu cultura y discurso oficial, si tu discurso fuera desestabilizante para las instituciones no lo becaría. Y no me vengan con tuits, poemas o reels donde se meten con Perro Snchz para demostrar su independencia cultural, todos hemos leído a Foucault: “el poder necesita resistencia”, y le somos muy eficientes con nuestra resistencia pasiva que señala ironías de su lado y ataca como bulldozers a los enemigos fantasma.
Hagan como Uclés, él ha reconocido orgulloso ser un escritor del régimen, encantado de ser útil al gobierno como imagen de futuro socialdemócrata para España, feliz de que su valor literario se mida por el número de ventas. También se alineó con el poder oficial Juan Benet en su campaña por la OTAN y no por eso sus novelas dejan de ser obras de arte, la mejor literatura española del siglo XX (en lo comercial el pobre no tuvo tanta suerte). No digo que Uclés esté al nivel. Digo, pretendía decir estos dos días, que dejemos de confundir interesadamente literatura y política, y peor, literatura y democracia. Claro que tienen una profunda y necesaria relación, muy compleja, muy problemática, indisociable seguro, pero no una conexión directa, como se pretende hoy.
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Somos un país de monjas mojigatas y envidiosas, cobardes y dogmáticas, incapaces de reconocer a una verdadera santa cuando aparece. Antes de contemplar su milagro, que arda en la hoguera por bruja, por falsa, por hereje, hija del demonio mentirosa y sacrílega, se creerá esta mejor que nosotras… que arda, no vaya a romper las normas del estamento en que vivimos subyugadas pero guardamos la raquítica celda de poder ganado a base de arrodillarnos. El clero nos protege, solo debemos defender su ley santa con la vara, cilicio y escupitajos, no vayan a llegar nuevas devotas a comer de nuestra sopa.
Esto va más por lo de Rosalía, pero ya que estoy…
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Escribo esta perorata furiosa porque creo profundamente en esas personas, los escritores, lectores y gente de la cultura de este país. Los sigo y admiro hace muchos años, y ahora que conozco a algunos más aún, y creo que si no son ellos los que activan esta escritura y debate exigente estaremos perdidos de verdad. No es un ataque, es un grito de auxilio. Tenemos que seguir cuidándonos, pero también tenemos que empezar a discutirnos, y discutirnos públicamente con educación y exigencia, para mejorar y sofisticar el discurso y el debate público, y la literatura ya que estamos. Cada uno desde su lado, hay que criticar a la gente peligrosa, pero también hay que discutir y confrontar con “los buenos” o dejarán de ser los buenos. Que tampoco pasa nada por pelearnos de vez en cuando, y así seguir reflexionando, y así tener que exigirnos más, intentarlo mejor, abrir camino y abrir debate. Hay que construir y escribir futuro, pero también hay que criticar y problematizar ese discurso si queremos que mejore, si queremos seguir creyéndonos que la literatura puede mejorar, en algo, aunque sea poco, la democracia y la justicia.