Me molesta mucho la pedantería del mundillo literario y quienes lo habitamos. Primero porque odio toda forma de soberbia y superioridad (de bully de patio de colegio, de sacerdote inquisidor), pero sobre todo porque esta nueva soberbia democrática nos ha robado, además, la pasión por lo complejo.
Porque claro, ante tanta pedantería rancia y elitismo de académico en su tribuna —viejos carcas de la cultura— parece que la única respuesta posible es la democratización de la literatura, acercar los libros a la gente, la fiesta de lo popular, lectura para todos.
Parecería que lo que tenemos que hacer para no resultar aristócratas subidos en un altar investidos de nuestro prestigio de inteligencias supremas, sería escribir textos tan sencillos, tan, tan sencillos —tan simples— que todo el mundo, cualquiera, incluso quienes no les apetezca leerlos, incluso quienes no estuvieran interesados en la literatura, ni nada que tenga que ver con las palabras escritas, quienes quieren que les dejes en puto paz, nos entendieran perfectamente y descubrieran allí sus grandes verdades.
Yo propongo, para escapar del maniqueísmo entre pedantería/simplificación, la literatura-warhammer.
La literatura, para no ser elitista y pretenciosa pero cultivar su fanatismo abismal, podría operar culturalmente como los warhammer: una cosa muy friki y muy loca que a quien apasiona ocupa su vida y a los demás nos deja perfectamente en paz.
Nadie le afea a un fanático de los warhammer querer fanatizar a otros con su entusiasmo, pero este fanático de verdad ama su disciplina y lo que nunca concedería es en simplificar su arte en favor de una popularización lata o ganar adeptos de forma simplemente numérica. Es la práctica del juego un proceso puramente libidinal que nada tiene que ver con el prestigio de sentirse superior por participar de una disciplina mejor que otras, ni con la mercantilización de la práctica para aumentar el saldo positivo de su libro de cuentas y subir sus regalías vulgarizando la cosa amada.
Si el mundo se warhameriza el friki lo celebra, pero celebra el frenesí orgiástico de un rito tan sagrado y brutal que cada vez atrapa a más gente, no su venta a cualquier precio. La pasión por la cosa le lleva a amar sus más profundos océanos y es allí donde quiere encontrarse con los otros, en los abismos de su pasión. Si se perdiera esa pasión, si no fuera en los abismos, ¿para qué encontrarse, qué placer habría?
No me parece mal que la gente no esté interesada en la literatura, me parece estupendo que la gente no esté interesada en la literatura, igual que yo no estoy interesado en el esgrima o en la rutas de senderismo o en el ciclismo.
Lo que jamás exigiría yo a un aficionado o un profesional o un apasionado de largas rutas por el bosque o del ciclismo de montaña, es que las rutas duraran 10 minutos para que todos podamos llegar a montar en bici alguna vez o no nos aburramos con una ruta demasiado larga; o que las peleas de esgrima fueran con espadas hechas con globos, para que no nos hiciéramos daño los que no sabemos de esgrima y para que nos riéramos todos porque son globos, aunque la esgrima a mí me importe una mierda; o que la gente a la que le gusta hacer senderismo en vez de hacer senderismo, montaran un paseo por la acera de mi barrio para que ninguno nos perdiéramos y además no nos cansáramos de un camino tan largo, cargando la mochila y el agua y todo el tinglado.
Así que es odioso y repugnante el academicismo y la soberbia en el que vivíamos instalados hasta hace una o dos décadas, los altares de la literatura de académicos y literatos de la vieja guardia tan condescendientes con el vulgo que ni se acuerdan de que existe; pero la nueva pretensión pedagógica de democratizar, enseñar a los pobres tontos a leer y ponérselo fácil para que todos puedan decir que todo es un simple relato, que una buena historia debe entretener porque “también queremos escribir para las señoras mayores para las que nadie escribió nunca” —que a mí me parece que es un poco insultar a la señora y decirle que es incapaz de leer El amante, de Duras, o “la novela que yo sería capaz de escribir pero quizá se te escape el léxico”— parece igual de condescendiente o más, y sobre todo muy interesada.
En contra de bajar a los mínimos las complejidades, de preferir los libros sencillos a los libros difíciles, de preferir las historias populares de cualquier esquina del universo a los grandes monumentos que se han escrito y son canon y siguen siéndolo tras cientos de años intentando derrocarlos, o se han contado popularmente en la historia de humanidad, pero se siguen contando no porque todos los entendamos sino porque guardan un misterio irresoluble, que a muchos aburre, a la mayoría deja indiferente, y a mí (como a algunos otros) me fascinan.
Dejadnos disfrutar de leer el puto Génesis, la Odisea, o Las mil y una noches, o La vida de Santa Teresa, un texto perdido de un escritor vanguardista vienés de principios de siglo XX o las cartas de la escritora oculta del siglo XIX que nadie conocía pero es mejor que Tolstoi, y a Proust, y a Joyce, y a Woolf, y a Faulkner, y a Nabokov, y a Borges, y a Beckett, por favor, a Beckett todo el rato. Sí, sí, todos esos señores aburridos viejos muertos que escriben difícil y un poco fascistas y muy machistas. Sí. Dejadnos disfrutar en paz de nuestra frikada, por favor.
Como cualquier friki preferimos lo más supremo, lo más sofisticado, lo más brutal y para eso no hace falta ningún tipo de sabiduría suprema. Que entre todo el que esté loco, ¡POR FAVOR! Pero dejadnos en paz de democratizar y ganar público y escribir historias sencillas que conmuevan a todos.
No es un tema de elitismo, es un tema de interés.
Esto no significa que los buenos libros no puedan ser populares y leídos por todos. Quien diga eso no ha entendido nada.
Tampoco significa que las grandes obras deban ser difíciles de entender. Nada más “sencillo” de entender que un cuento de Kafka, o Poe, o Austen, o Carver, hecho de frases comprensibles y palabras comunes. ¿Pero qué hay allí dentro? ¿Qué significa todo eso? Como decía Bolaño, una buena obra siempre es muy fácil y muy difícil de entender. La campana de cristal es, también, la mejor novela del siglo XX y cualquier persona alfabetizada puede leerla, entenderla y disfrutarla. Ahora, ¿cuánto tiempo nos llevará comprender esa novela, comprender a Sylvia Plath? Una vida, o varias, para quien le apetezca.
Lo que significa, lo que quiero decir, es que el alcance de más lectores no debería ser un criterio a priori. Que la simplificación como estrategia de captación es, no solo una banalización de la literatura, sino la lógica más snob y elitista que me puedo imaginar. Significa, que como en cualquier otro ámbito nos parecería absurdo, en la literatura tampoco tiene mucho sentido (a parte del comercial, incrementar ventas) basar la escritura en conseguir más y más lectores, a costa de abaratarla.
Me parece muy elitista practicar un arte y pensar que es tan superior a los otros que es el único que todos deberían practicar sin excepción.
Y además, y esto es quizá lo más importante, las cosas no son tan difíciles, la literatura no es tan difícil. Sí que son todos los libros para todos. Sí que todo el mundo puede leer y disfrutar el clásico más oscuro y denso. Es un tema de pasión y seducción. Y lo que no se entiende siempre es mucho más erótico.
Somos tan soberbios que pensamos que los demás no van a poder llegar donde estamos nosotros si no se lo facilitamos. Somos tan condescendientes que sabemos que nosotros sí pudimos llegar hasta aquí superando todos los 8000 de la literatura universal pero los pobres ignorantes del vulgo necesitan una ayudita.
Somos tan estúpidos que no nos damos cuenta de que si algo puede ofrecer y seducir de nuestra tan amada literatura es PRECISAMENTE la complejidad.
Igual en literatura que en cualquier práctica, para disfrutar de la literatura no hace falta ningún tipo de capacidad o calidad suprema, lo que hace falta es apasionamiento, hace falta un terrible y monumental deseo de leer y de conocer y de saber qué hay escrito, un deseo de lo que no se comprende y de ir allí como un amante desquiciado, hasta comprender, o hasta morir de incomprensión, mejor aún, porque si no, la verdad, la literatura es aburridísima, porque es muy larga, porque es densa, porque no se entiende, porque duele, porque lleva mucho tiempo, porque no te ayuda, porque hay que estar en silencio, porque son palabras, una y otra y otra y otra, palabras, palabras, palabras, y eso es agotador, no es entretenido, a no ser que estés tremendamente volcado, ardiendo.
Lo mismo con el ciclismo o los warhammer, supongo, no sé, nunca los he practicado. (Les agradezco mucho que nunca intentaron convencerme de ello).
De modo que así estamos, y así nos siguen jodiendo a los amantes, entre los elitistas (que se creen superiores por leer, y por eso no quieren que entre nadie) y los democratizadores (que se creen superiores por leer, y por eso quieren que entre todo el mundo) y así, entre unos y otros, hacen que cualquiera que amemos los libros parezcamos gilipollas (gilipollas soberbios o gilipollas condescendientes).
Pero los amantes, los apasionados, los frikis, los fanáticos una de sus principales características, es que les importa una mierda todo lo que no es aquello que aman. Así que aquí seguiremos fanatizados con el abismo, caminando al borde junto a quien lo quiera, y ya.