Estaba leyendo unos documentos que nunca llegué a imprimir (porque sí, el corporativismo llega a unos niveles en los que es más fácil hablar con el CEO media horita que sacar cuatro papeles de la impresora) cuando, sin quererlo ni beberlo, un emoticono color lavanda me dijo “Chaval, espabila”.
Era mi amigo Teams, esa especie de sargento de hierro de la eficiencia, el oráculo de la disponibilidad, el enemigo de lo analógico, la historia interminable. Algo así como si messenger se hubiese puesto corbata, comprado un suv y tuviese tres niños.
Gracias a Teams la gente evita hacer preguntas incómodas y tener conversaciones de ascensor cuando alguien viene a buscarte a la mesa. Porque ahora está de moda dar los buenos días a través de un teclado con un emoji de Obama saludando, y claro, la vida así parece menos aburrida, pero en verdad no es más que un indicio de la infantilización de la sociedad actual.
Cada vez que me quedo cogiendo moscas en el trabajo o dándole vueltas a alguna tarea que tengo que terminar ese día, siempre aparece el dichoso Teams. No falla. Su reloj amarillo avisa como si alguien se estuviese fugando de Alcatraz (la cárcel, no el tuitero). Como si mover el ratón fuese el mayor acto de eficiencia jamás conocido. Pero no me enrollo más, no vaya a ser que mientras escriba esto me ponga en ausente.