Hay quien dice que el mejor invento del hombre fue la rueda, porque nos terminó llevando al coche. Otros, que la cabeza a la que tendríamos que estar más agradecidos sería a la que descubrió la luz, porque gracias a ella podemos hacer vida de noche. Los más jóvenes piensan en el teléfono móvil o en internet, mis padres puede que en las toallitas o en la radio y algún que otro amigo en el whisky. Por mi cabeza han pasado un balón de fútbol, una guitarra, unos esquís, las conservas, las corbatas, el pan, las cámaras de fotos, el dalsy, el lavavajillas, los preservativos, la aspiradora y el fortasec, pero ninguno de ellos ha terminado de convencerme del todo. Siendo egoísta elegiría el arroz con leche que me hacía mi tía y las albóndigas de mi madre. Son los únicos platos que siempre dudo pedir en un restaurante porque sé que, lo más probable, es que me decepcionen.
Hay tanta carga emocional en ellos, que ni siquiera me he atrevido a cocinarlos en casa. Aunque, por suerte, después de mucho probar, he encontrado un lugar en Madrid que tiene un arroz con leche que me hace recordar aquellas tardes. Así que cuando tengo un mal día no dudo en darme el gusto. Si tuviera que elegir unas buenas albóndigas serían las de Mariluz, en Oviedo. Cada vez que vuelvo a casa vamos allí a cenar el mismo día que llego y me encargo de molestar a Mateo, a Nacho o a Ramón esa mañana o el día anterior para asegurarme de que no me faltarán una ración con sus exquisitas patatas. Puedo acabar de cumplir veintiséis años, pero los platos que más feliz me hacen son, además de los anteriores, los escalopines al cabrales con una botella de sidra o el arroz con huevos, salchichas y tomate. La calidad de la alta cocina es indiscutible, no voy a descubrir a estas alturas el fuego, pero Dios no me dio ese don y por eso tengo que acudir a esos restaurantes que han sido creados para celebrar ocasiones especiales.
Aunque, como en la vida, hay que saber moverse en todos los ambientes. Y quizá por eso la mesa sea el mejor invento de todos. Porque gracias a ella no solamente hemos descubierto lo felices que podemos llegar a ser comiendo, sino la excusa perfecta para pasar un buen rato. Cuántas amistades han surgido en una comida de un fin de semana donde cada uno invita a varios amigos. Cuántos amores se habrán cocinado detrás de esos platos. Cuántas reconciliaciones se habrán fraguado en esas horas donde sabes que alguien a quien no soportas estará al otro lado, pero antepones lo común a lo individual, sacas la mejor de tus sonrisas y vuelves a casa pensando que él o ella no era tan hijo de puta como te habías imaginado. La mesa es el lugar donde los complejos y la vergüenza quedan a un lado, porque se puede hablar de todo. Donde se hacen confesiones a altas horas de la noche, donde se rememoran anécdotas y donde se firman compromisos que no necesitan notarios porque la palabra, un brindis y estrecharse la mano son motivos suficientes para mantener nuestro honor intacto. Todo lo bueno en esta vida sucede alrededor de una mesa, porque es el único lugar en el mundo donde las cosas salen del corazón, el reloj parece que va un poco más despacio y los problemas, por un momento, se han quedado encerrados en nuestro cuarto. No importa la forma que tengan ni para cuantos comensales haya hueco, siempre habrá sitio para uno más y siempre serán la mejor excusa para disfrutar de estar vivos, mirarnos a los ojos y sonreír al mismo tiempo.