Una de las cosas que más me fascina del ser humano es la capacidad que tiene para viajar en el tiempo a través de los olores. Cada otoño vuelvo a aquellas tardes por el Paseo de los Álamos (Oviedo) con mis padres donde sin importar a la hora que hubiera merendado pedía que me compraran castañas. Recuerdo cómo mi padre sostenía el cucurucho y mi madre iba pelándolas mientras nos las daba para que las fuéramos guardando en el abrigo porque estaban muy calientes y aprovechásemos para calentarnos las manos en los bolsillos. Ahora, desde que vivo solo en Madrid, la mayoría de esas tardes han desaparecido, pero cuando camino por la calle, me cruzo con un puesto de castañas y me apetece comprarme un cucurucho siento como ese calor que se transmite a través del papel y el olor que desprende me hacen sentirme un poco más en casa estando fuera de ella.
Sin embargo, estos días me he dado cuenta de que hay un olor que ha muerto para siempre: el de la cocina de mi abuela. Hace apenas unas semanas hizo un año que se fue y, desde entonces, he frecuentado bares y restaurantes asturianos donde quién estaba a los fogones podría haber sido ella por la edad, pero no por la mano. Recuerdo perfectamente cruzar la puerta de madera de su casa y que oliera tan bien que mi padre, cada vez que entrábamos, recalcaba el olor que salía de la cocina de aquella casa de piedra tan aislada que en verano hacía frío y en invierno un calor que ni si quiera hacían falta mantas.
No importaba si lo que estaba cocinando era un postre o un plato de cuchara. Mi abuela tenía la capacidad de sorprenderte a la una de la tarde con unas casadiellas o unas rosquillas mientras dejaba reposar un pote asturiano, una carne guisada o unas judías. Todos los alimentos que pisaban aquella cocina y pasaban por sus manos terminaban desprendiendo un olor que hace un año se quedó huérfano, pero que sé que sobrevive en alguna parte de mi cerebro.
Hace tanto tiempo que no lo huelo que uno de mis mayores miedos es haberlo olvidado. Y quizá por eso cuando visito un pueblo de Asturias y me siento en una mesa lo hago con la esperanza de que vuelva a mi pituitaria. Probablemente sea una misión que está condenada al fracaso porque nadie volverá a cocinarme con el amor de mi abuela, pero si alguna vez me ven emocionarme a la entrada de un restaurante o al sentarme en su mesa no estaré triste ni amargado. Será que he encontrado de nuevo ese olor y he viajado a mi infancia, le he abrazado y le he rendido homenaje a una mujer que me enseño muchas cosas, pero, por encima de todas, a no perder la sonrisa ni cuando el cielo te está llamando.
Ya no huele a nada la cocina y el calor de tu casa ha desaparecido. Las piedras que la custodiaban han sido conquistadas por el silencio y el frío. Los mismos que anidan en mi corazón desde que te has ido. Te quiero, te extraño y te lloro desde Madrid. Nunca me acostumbraré a este vacío.