El Monasterio Festival

Por
Bardají
18/9/2025

Me he remangado para escribir las siguientes líneas porque el directo de El Niño de Elche me cambió la vida

Gracias a Claudia Ríos, por darnos cobijo físico y espiritual; a MOL, por ser la perfecta compañera de trinchera, por decir que sí sin preguntar. Y de paso, gracias a la chica que me recomendó el último álbum de 44th Move en la puerta del baño. Os deberían beatificar. 

La depresión de la vuelta al cole no hace prisioneros. Septiembre se ríe en tu cara, la rutina te hace un corte de mangas y tu cuenta bancaria te maltrata psicológicamente. Madrid de repente asfixia, una crisis existencial se te abalanza y, tras pasarle la mitad de tu salario al casero, te ves planteándote si mandarlo todo a la mierda y hacerte cazadora de águilas en Mongolia. Seguro que ahí no tienen que lidiar con las obras de la M-30, con el cierre de la línea 6.

Septiembre es el mes de la huida hacia delante, de la persecución maníaca del hedonismo. Buscamos cualquier experiencia que nos permita aferrarnos al clavo ardiente de la evasión. Te pegas la máscara social con Loctite, y te dispones a tomar decisiones cuestionables, orientadas a “vivir la vida el triple”, que diría M.R. 

En ese paseo rutinario por el abismo, mientras hacía slalom entre las tinieblas y las quimeras, apareció el Monasterio Festival para salvarme el partido en el descuento. Una experiencia que no fue tanto un festival de música al uso, sino un oasis del ocaso del verano, un refugio de la rutina, o como dijo M.R.: “es como la boda de un colega, pero con perks”. 

El Monasterio Festival nació de la visión de Óscar Trujillo, nativo de la zona, junto a Cristian Marano y Claudia Ríos. Comenzó a gestarse hace casi tres años, cuando imaginaron un espacio cultural que conectara raíces locales con propuestas musicales contemporáneas. Desde el inicio, la implicación y confianza de la familia de Trujillo y de sus amigos fue clave, reflejando ese espíritu comunitario que sostiene el proyecto y reforzando que “it takes a village” para crear algo así.

Todas las fotos del artículo son de Mol menos esta, que nos la ha cedido el festival.
Esta ya es de Mol, y las siguientes también

El pasado 12 y 13 de septiembre, unos cuantos elegidos acudimos al Monasterio de Pelayos de la Presa a vivir una procesión de talleres y conciertos en un entorno íntimo. Un evento en el que, quizás por ser una primera edición, todo el mundo era conocido, conocido de conocido, o alguien a quien le habías vendido la aspiradora por Wallapop. Un festival cuya localización se presta al eterno side quest, y que te recuerda que la música es, ante todo, sacral. 

El viernes, estábamos en una iglesia de origen visigodo, dándonos golpes en el pecho para hacerle la percusión a Muerdo mientras cantaba a cappella entre el público. El sábado, estábamos en el claustro siguiendo las órdenes de Cutre y Medio Mal que, mientras sonaba Gangsta’s Paradise, sentenciaron: “no queremos la turra en la pista: a bailar”. Obedecía como si de un mandamiento se tratase.

Público obedeciendo y bailando

Como oyente, siempre me pregunto qué escuchan los músicos cuando se bajan del escenario, cuando salen del estudio. Lo interesante de un festival pequeño, o de un pase de prensa, es que tienes la oportunidad de acercarte y, con suerte, preguntar. En este texto, entre mis notas, encontraréis una selección de las recomendaciones que los músicos del Monasterio Festival me compartieron este fin de semana. Más que recomendaciones formales, son respuestas a una sola pregunta: ¿qué estás escuchando últimamente?

El viernes, fue llegar y besar el santo. En pleno atardecer, nos topamos con el escenario principal, que estaba ubicado en el altar. Allí pudimos ver a pablopablo sentarse por primera vez tras un piano de cola y ofrecernos un recorrido por su discografía en un formato mucho más íntimo de lo habitual. Sólo piensen en la acústica del sitio. 

Quizás fue por la escena –a caballo entre la misa y el teatro– o quizás por pura naturalidad y cansancio, pero los asistentes estábamos sentados, desparramados por el suelo de piedra. Todos con el culo blanco de polvo desde primera hora de la tarde. Cuando cantábamos, era en bajito, como un coro de susurros. Así, mientras caía el sol, pablopablo nos acunaba en mi mayor, y yo me tragaba las lágrimas. Yo qué sé, tío. Ya he dicho que ando triste. 

Por su parte, MOL casi la pierde cuando Pablo empezó a proclamar: “I never meant to cause you any sorrow / I never meant to cause you any pain”. Él nos cuenta que esta versión de Purple Rain la hizo porque al actuar en una iglesia le parecía lógico cantar algo relacionado con Dios, es decir, Prince. Más catoli aún me pareció su elección de entonar Mi culpa. Un tema, cuyo estribillo reza: “sólo sé que es mi culpa, mi culpa”, y que era imposible no pensar que iba a desembocar en “por mi grandísima culpa”. 

A modo de cierre, de entre el público, un Ralphie Choo salvaje apareció. Se levantó como asistente, testigo, en chanclas. Y se sentó al piano para interpretar a dúo Eso Que Tú Llamas Amor. Dios existe y está de mi lado, mi gente. Sólo mi En Bucle, mi psicóloga y yo sabemos el saque que le he dado a esa canción. Fue una experiencia canónica.

En esa misma iglesia, a las dos horas, actuó Muerdo. El murciano atrajo al universo a través del canto, de una forma conmovedora, lindando quizás con lo tribal. En un entorno en el que hace quinientos años los monjes cantaban el Sanctus, hoy se gritaba “viva Palestina libre” y cantábamos “lo bueno pacá, lo malo pallá”. 

Enmarco el momento en que bajó con el público y se arrancó a cappella, mientras marcaba el ritmo con palmadas en el pecho. Delante de mí, una chica con una camiseta de fútbol que rezaba “sometimes antisocial, always antifascist” le tocó las palmas súper suave: algodón. Hay algo primario, instintivo, ancestral, en necesitar marcar el ritmo, en hacerlo con golpes, en hacerlo con el cuerpo. La experiencia se volvió nudista en lo espiritual.

Mención honorífica a su trompetista. Honestamente, ese señor es mi padre. La biblia la escribió mi estirpe y voy a convocar a las estrellas para que destruyan el planeta. Me entendeih? 

Después, los de kiut nos trataron como si fuéramos su enjambre y ellos nuestros apicultores. No les conocía, pero van durísimo y son para dejárselos en el radar. Una actuación que rompía con la solemnidad de Muerdo, que puso a todo el claustro a bailar; a rellenar traumas en papeles; y a gritar su versión de Hunnybee de Unknown Mortal Orchestra.

Kiut

A partir de ese instante, las copas fluyeron y los recuerdos se diluyeron.

¿Sabes cuando la peor persona que conoces dice que “fue a misa” para referirse a su decimocuarto intento en Berghain? Pues en este festival, de cierto modo, era verdad. Todos los fieles nos congregamos al final de la noche alrededor del altar del DJ con La Vida de Jaime y Sam Gold como sacerdotes. Ni tan mal. 

Amanezco el sábado con una resaca punitiva. En ese estado, mientras intentaba allanar el parking del monasterio para rescatar mi coche y peregrinar hacia una cafetería, cometí el error de escuchar Comafields de Burial. Me sobreestimulé, me induje un amarillo sobria, y tuve que vomitar en el arcén. Glamour, queridas. 

Café y tostadas. Fotosíntesis en el pantano. Chisme. Cerveza y Saint Levant. Aprovisionamiento. Ducha. Mimos y siesta. Eyeliner y gloss. Gorra y gafas de sol. ¿Llevas la caja de lentillas? Sí. Y volvemos a empezar. 

La actuación de Emilia y Pablo fue teatral, dramatizada y alegre. Nos dieron la oportunidad de ver un adelanto de su nuevo proyecto, que consiste en la musicalización de poemas de autoras latinoamericanas, como Riqueza de Gabriela Mistral. Dos guitarras, un ron cola y Emilia como maestra de ceremonias; una tía que te hace entender que los marineros se tirasen al mar persiguiendo sirenas. 

Emilia y Pablo

Mención especial a Marc, que recordó (sin querer) que la percusión es el pulso que sostiene la música y me devolvió, de la forma más simple, la certeza de que la batería es el mejor instrumento, el que marca la diferencia. 

Ahora, cojan aire. 

Señores, me he remangado para escribir las siguientes líneas porque el directo de El Niño de Elche me cambió la vida, y todo intento que he hecho por traducir emoción a oración ha sido infructuoso. MOL lo resume y coincido como: “no soy digna de que entres en mi casa, pero un respiro tuyo bastará para salvarme”. Pero yo no sé ni qué decir. 

Fue una experiencia casi mística, de recogimiento y pausa. Nunca había visto nada parecido. Acompañado únicamente por una guitarra española y otra eléctrica, en cada quejío dejaba escapar un desgarro que parecía venir del Más Allá. Su voz, cargada de drama, historia y matices, construyó un ambiente hipnótico, imposible de eludir. Incluso el juego experimental que hizo con las respiraciones resultaba sobrehumano, visceral. Cada gesto, cada sonido, parecía digno de ser sampleado.

Desde que apoyó su pie sobre un trozo de piedra hasta que se bajó del escenario, lo único que se escuchaba era a él, y cómo se nos iba acelerando el pulso a nosotros. Era tal el silencio, que alguien abrió una lata y casi lo linchamos. MOL y yo nos pasamos el concierto enganchadas de la mano, como si necesitáramos un ancla, algo que nos recordase que era real. 

Ralphie Choo fue el único que se atrevió a romper el silencio. Entre gritos de “¡maestro!”, peticiones de bulerías y súplicas para alargar el concierto una hora más, se convirtió en el auténtico comentarista de la noche, nuestro propio Guille Giménez. Y lo cierto es que le habría bastado con soltar un “¿De qué planeta viniste?” o un rotundo “¡CHOOOF!” para lograr el mismo efecto.

Salimos de ahí en una nube extraña, sin saber qué hacer con nuestra presencia corpórea, lindando un poco con la disociación psicodélica del ego. Después de tanta intensidad, no sabes si lo que necesitas es un valium, una llave al otro reino o que te peguen un tiro estilo Soprano, porque la vida tampoco va a más. Lo único que nos salvó fue, honestamente, Cutre y Medio Mal

Durante lo que duró el set no pusieron un mal tema. Me hubiese quedado a vivir ahí. Voy a tallar sus iniciales junto a las mías en cualquier árbol del Retiro. Son peña que sabe tantísimo de música, tienen tan buen gusto, que creo que si les consiguiese enseñar algo nuevo lo publicaría como hito en LinkedIn. Me gustó tanto y bailé tanto, que me quedé con ganas de preguntarles si estarían disponibles para actuar en mi funeral

Desde ahí nos fuimos a ver a la Naked Family poner a toda la iglesia en pie. Con una puesta en escena vibrante, la banda encarnaba la esencia del festival a la perfección. Chas, el vocalista, vestido con un traje de fraile, nos recordaba tanto el lugar en el que estábamos como la forma en que lo habíamos resignificado. Una formación ecléctica que hizo vibrar a sus fieles con temazo tras temazo, sitar incluido.

Las últimas misas estuvieron oficiadas por los sacerdotes Piro y Palber, que desde el altar desataron un ritual de beats capaz de desencajar caderas y elevar espíritus. Destacó sobre todo la de Palber, cuya sesión, entre lo sagrado y lo profano, convirtió la pista en auténtica liturgia colectiva.

En suma, el Monasterio Festival se ha erigido como la resistencia a un status quo de macrofestivales de césped artificial, de escenarios con nombres de marca, de sesenta mil personas agolpadas para ver a Arde Bogotá por decimocuarta vez en un polígono industrial. Han demostrado que es posible reutilizar los espacios culturales de una forma interdisciplinar, cercana y familiar.  

Así, tras un fin de semana con capítulo propio en mi biografía, nos complace informar que el suicidio queda oficialmente pospuesto hasta nueva orden. 

Nos vemos el año que viene, si Dios quiere.

---

Esta es la playlist con todas las recomendaciones de los artistas. Os dejamos abajo las notas de la autora al respecto.

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Me he remangado para escribir las siguientes líneas porque el directo de El Niño de Elche me cambió la vida
Por
Bardají
18/9/2025

Gracias a Claudia Ríos, por darnos cobijo físico y espiritual; a MOL, por ser la perfecta compañera de trinchera, por decir que sí sin preguntar. Y de paso, gracias a la chica que me recomendó el último álbum de 44th Move en la puerta del baño. Os deberían beatificar. 

La depresión de la vuelta al cole no hace prisioneros. Septiembre se ríe en tu cara, la rutina te hace un corte de mangas y tu cuenta bancaria te maltrata psicológicamente. Madrid de repente asfixia, una crisis existencial se te abalanza y, tras pasarle la mitad de tu salario al casero, te ves planteándote si mandarlo todo a la mierda y hacerte cazadora de águilas en Mongolia. Seguro que ahí no tienen que lidiar con las obras de la M-30, con el cierre de la línea 6.

Septiembre es el mes de la huida hacia delante, de la persecución maníaca del hedonismo. Buscamos cualquier experiencia que nos permita aferrarnos al clavo ardiente de la evasión. Te pegas la máscara social con Loctite, y te dispones a tomar decisiones cuestionables, orientadas a “vivir la vida el triple”, que diría M.R. 

En ese paseo rutinario por el abismo, mientras hacía slalom entre las tinieblas y las quimeras, apareció el Monasterio Festival para salvarme el partido en el descuento. Una experiencia que no fue tanto un festival de música al uso, sino un oasis del ocaso del verano, un refugio de la rutina, o como dijo M.R.: “es como la boda de un colega, pero con perks”. 

El Monasterio Festival nació de la visión de Óscar Trujillo, nativo de la zona, junto a Cristian Marano y Claudia Ríos. Comenzó a gestarse hace casi tres años, cuando imaginaron un espacio cultural que conectara raíces locales con propuestas musicales contemporáneas. Desde el inicio, la implicación y confianza de la familia de Trujillo y de sus amigos fue clave, reflejando ese espíritu comunitario que sostiene el proyecto y reforzando que “it takes a village” para crear algo así.

Todas las fotos del artículo son de Mol menos esta, que nos la ha cedido el festival.
Esta ya es de Mol, y las siguientes también

El pasado 12 y 13 de septiembre, unos cuantos elegidos acudimos al Monasterio de Pelayos de la Presa a vivir una procesión de talleres y conciertos en un entorno íntimo. Un evento en el que, quizás por ser una primera edición, todo el mundo era conocido, conocido de conocido, o alguien a quien le habías vendido la aspiradora por Wallapop. Un festival cuya localización se presta al eterno side quest, y que te recuerda que la música es, ante todo, sacral. 

El viernes, estábamos en una iglesia de origen visigodo, dándonos golpes en el pecho para hacerle la percusión a Muerdo mientras cantaba a cappella entre el público. El sábado, estábamos en el claustro siguiendo las órdenes de Cutre y Medio Mal que, mientras sonaba Gangsta’s Paradise, sentenciaron: “no queremos la turra en la pista: a bailar”. Obedecía como si de un mandamiento se tratase.

Público obedeciendo y bailando

Como oyente, siempre me pregunto qué escuchan los músicos cuando se bajan del escenario, cuando salen del estudio. Lo interesante de un festival pequeño, o de un pase de prensa, es que tienes la oportunidad de acercarte y, con suerte, preguntar. En este texto, entre mis notas, encontraréis una selección de las recomendaciones que los músicos del Monasterio Festival me compartieron este fin de semana. Más que recomendaciones formales, son respuestas a una sola pregunta: ¿qué estás escuchando últimamente?

El viernes, fue llegar y besar el santo. En pleno atardecer, nos topamos con el escenario principal, que estaba ubicado en el altar. Allí pudimos ver a pablopablo sentarse por primera vez tras un piano de cola y ofrecernos un recorrido por su discografía en un formato mucho más íntimo de lo habitual. Sólo piensen en la acústica del sitio. 

Quizás fue por la escena –a caballo entre la misa y el teatro– o quizás por pura naturalidad y cansancio, pero los asistentes estábamos sentados, desparramados por el suelo de piedra. Todos con el culo blanco de polvo desde primera hora de la tarde. Cuando cantábamos, era en bajito, como un coro de susurros. Así, mientras caía el sol, pablopablo nos acunaba en mi mayor, y yo me tragaba las lágrimas. Yo qué sé, tío. Ya he dicho que ando triste. 

Por su parte, MOL casi la pierde cuando Pablo empezó a proclamar: “I never meant to cause you any sorrow / I never meant to cause you any pain”. Él nos cuenta que esta versión de Purple Rain la hizo porque al actuar en una iglesia le parecía lógico cantar algo relacionado con Dios, es decir, Prince. Más catoli aún me pareció su elección de entonar Mi culpa. Un tema, cuyo estribillo reza: “sólo sé que es mi culpa, mi culpa”, y que era imposible no pensar que iba a desembocar en “por mi grandísima culpa”. 

A modo de cierre, de entre el público, un Ralphie Choo salvaje apareció. Se levantó como asistente, testigo, en chanclas. Y se sentó al piano para interpretar a dúo Eso Que Tú Llamas Amor. Dios existe y está de mi lado, mi gente. Sólo mi En Bucle, mi psicóloga y yo sabemos el saque que le he dado a esa canción. Fue una experiencia canónica.

En esa misma iglesia, a las dos horas, actuó Muerdo. El murciano atrajo al universo a través del canto, de una forma conmovedora, lindando quizás con lo tribal. En un entorno en el que hace quinientos años los monjes cantaban el Sanctus, hoy se gritaba “viva Palestina libre” y cantábamos “lo bueno pacá, lo malo pallá”. 

Enmarco el momento en que bajó con el público y se arrancó a cappella, mientras marcaba el ritmo con palmadas en el pecho. Delante de mí, una chica con una camiseta de fútbol que rezaba “sometimes antisocial, always antifascist” le tocó las palmas súper suave: algodón. Hay algo primario, instintivo, ancestral, en necesitar marcar el ritmo, en hacerlo con golpes, en hacerlo con el cuerpo. La experiencia se volvió nudista en lo espiritual.

Mención honorífica a su trompetista. Honestamente, ese señor es mi padre. La biblia la escribió mi estirpe y voy a convocar a las estrellas para que destruyan el planeta. Me entendeih? 

Después, los de kiut nos trataron como si fuéramos su enjambre y ellos nuestros apicultores. No les conocía, pero van durísimo y son para dejárselos en el radar. Una actuación que rompía con la solemnidad de Muerdo, que puso a todo el claustro a bailar; a rellenar traumas en papeles; y a gritar su versión de Hunnybee de Unknown Mortal Orchestra.

Kiut

A partir de ese instante, las copas fluyeron y los recuerdos se diluyeron.

¿Sabes cuando la peor persona que conoces dice que “fue a misa” para referirse a su decimocuarto intento en Berghain? Pues en este festival, de cierto modo, era verdad. Todos los fieles nos congregamos al final de la noche alrededor del altar del DJ con La Vida de Jaime y Sam Gold como sacerdotes. Ni tan mal. 

Amanezco el sábado con una resaca punitiva. En ese estado, mientras intentaba allanar el parking del monasterio para rescatar mi coche y peregrinar hacia una cafetería, cometí el error de escuchar Comafields de Burial. Me sobreestimulé, me induje un amarillo sobria, y tuve que vomitar en el arcén. Glamour, queridas. 

Café y tostadas. Fotosíntesis en el pantano. Chisme. Cerveza y Saint Levant. Aprovisionamiento. Ducha. Mimos y siesta. Eyeliner y gloss. Gorra y gafas de sol. ¿Llevas la caja de lentillas? Sí. Y volvemos a empezar. 

La actuación de Emilia y Pablo fue teatral, dramatizada y alegre. Nos dieron la oportunidad de ver un adelanto de su nuevo proyecto, que consiste en la musicalización de poemas de autoras latinoamericanas, como Riqueza de Gabriela Mistral. Dos guitarras, un ron cola y Emilia como maestra de ceremonias; una tía que te hace entender que los marineros se tirasen al mar persiguiendo sirenas. 

Emilia y Pablo

Mención especial a Marc, que recordó (sin querer) que la percusión es el pulso que sostiene la música y me devolvió, de la forma más simple, la certeza de que la batería es el mejor instrumento, el que marca la diferencia. 

Ahora, cojan aire. 

Señores, me he remangado para escribir las siguientes líneas porque el directo de El Niño de Elche me cambió la vida, y todo intento que he hecho por traducir emoción a oración ha sido infructuoso. MOL lo resume y coincido como: “no soy digna de que entres en mi casa, pero un respiro tuyo bastará para salvarme”. Pero yo no sé ni qué decir. 

Fue una experiencia casi mística, de recogimiento y pausa. Nunca había visto nada parecido. Acompañado únicamente por una guitarra española y otra eléctrica, en cada quejío dejaba escapar un desgarro que parecía venir del Más Allá. Su voz, cargada de drama, historia y matices, construyó un ambiente hipnótico, imposible de eludir. Incluso el juego experimental que hizo con las respiraciones resultaba sobrehumano, visceral. Cada gesto, cada sonido, parecía digno de ser sampleado.

Desde que apoyó su pie sobre un trozo de piedra hasta que se bajó del escenario, lo único que se escuchaba era a él, y cómo se nos iba acelerando el pulso a nosotros. Era tal el silencio, que alguien abrió una lata y casi lo linchamos. MOL y yo nos pasamos el concierto enganchadas de la mano, como si necesitáramos un ancla, algo que nos recordase que era real. 

Ralphie Choo fue el único que se atrevió a romper el silencio. Entre gritos de “¡maestro!”, peticiones de bulerías y súplicas para alargar el concierto una hora más, se convirtió en el auténtico comentarista de la noche, nuestro propio Guille Giménez. Y lo cierto es que le habría bastado con soltar un “¿De qué planeta viniste?” o un rotundo “¡CHOOOF!” para lograr el mismo efecto.

Salimos de ahí en una nube extraña, sin saber qué hacer con nuestra presencia corpórea, lindando un poco con la disociación psicodélica del ego. Después de tanta intensidad, no sabes si lo que necesitas es un valium, una llave al otro reino o que te peguen un tiro estilo Soprano, porque la vida tampoco va a más. Lo único que nos salvó fue, honestamente, Cutre y Medio Mal

Durante lo que duró el set no pusieron un mal tema. Me hubiese quedado a vivir ahí. Voy a tallar sus iniciales junto a las mías en cualquier árbol del Retiro. Son peña que sabe tantísimo de música, tienen tan buen gusto, que creo que si les consiguiese enseñar algo nuevo lo publicaría como hito en LinkedIn. Me gustó tanto y bailé tanto, que me quedé con ganas de preguntarles si estarían disponibles para actuar en mi funeral

Desde ahí nos fuimos a ver a la Naked Family poner a toda la iglesia en pie. Con una puesta en escena vibrante, la banda encarnaba la esencia del festival a la perfección. Chas, el vocalista, vestido con un traje de fraile, nos recordaba tanto el lugar en el que estábamos como la forma en que lo habíamos resignificado. Una formación ecléctica que hizo vibrar a sus fieles con temazo tras temazo, sitar incluido.

Las últimas misas estuvieron oficiadas por los sacerdotes Piro y Palber, que desde el altar desataron un ritual de beats capaz de desencajar caderas y elevar espíritus. Destacó sobre todo la de Palber, cuya sesión, entre lo sagrado y lo profano, convirtió la pista en auténtica liturgia colectiva.

En suma, el Monasterio Festival se ha erigido como la resistencia a un status quo de macrofestivales de césped artificial, de escenarios con nombres de marca, de sesenta mil personas agolpadas para ver a Arde Bogotá por decimocuarta vez en un polígono industrial. Han demostrado que es posible reutilizar los espacios culturales de una forma interdisciplinar, cercana y familiar.  

Así, tras un fin de semana con capítulo propio en mi biografía, nos complace informar que el suicidio queda oficialmente pospuesto hasta nueva orden. 

Nos vemos el año que viene, si Dios quiere.

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