Son las ocho y media de la mañana y el sol ha terminado despertándome. No sé por qué me he acostumbrado a dormir sin bajar la persiana y con las ventanas abiertas. Tampoco hace tanto calor en Castilla, pero es cierto que me despierto mucho mejor cuando es la luz y no la alarma la que me hace salir de la cama. Me gusta madrugar en verano salvo que la noche anterior haya sido una de esas que siempre quedarán en mi memoria. Aunque cada vez sean menos y, de las que suceden, me acuerde de ellas a trozos. Además, lo bueno de madrugar es que lleva consigo una de las mejores sensaciones que conozco: remolonear en la cama. No hay nada comparable al placer de saber que uno puede quedarse tranquilamente tanto tiempo como quiera sin hacer nada. Es algo extraordinario.
Las primeras horas de la mañana de verano las dedico a hacer deporte, pero sin ningún tipo de rutina. Uno de los recorridos que suelo hacer cuando salgo a caminar o a andar en bici pasa por delante de unas cuadras que veo a lo lejos desde mi casa. Mis padres me contaban que cuando éramos pequeños alguna vez habíamos parado allí a ver los animales, pero no tenía ningún recuerdo. Así que esa mañana, ya de regreso y andando porque la rodilla había dicho basta, decidí desviarme del camino y volver a visitar aquellas cuadras como si fuera la primera vez que las mirara. Trabajando en ellas me encontré a Eusebio, que, al ver mi interés por los animales, rápidamente me preguntó si tenía miedo. Fue contestarle que no y cuando me quise dar cuenta estaba rodeado de toros franceses que pesaban más de media tonelada.
Eran estéticamente admirables. A pesar de su gran tamaño, transmitían tanta belleza y nobleza como un recién nacido. Eusebio me preguntaba de dónde me venía la curiosidad por los animales, si tenía pinta de ser un hombre de oficina. Supongo que de una granja escuela en la que pasé más de cinco veranos ordeñando vacas, yendo a la hierba y montando a caballo, le dije. Allí había aprendido la importancia del mundo rural y a disfrutar del campo. Me comentaba que la cosa estaba cada vez peor, pero que él no se desanimaba. Aquellos animales eran su vida. Y, como le habían enseñado en su casa, lo más importante era su familia. Aunque no hablaran el mismo idioma y significara tener que trabajar veinticuatro horas al día los trescientos sesenta y cinco días del año.
Los días fueron pasando y visitar a Eusebio se convirtió en parte de mi rutina. El último día que hablamos me dijo que, si me lo permitía, quería darme un consejo. No pude hacer otra cosa que asentir con la cabeza y escuchar a aquel hombre cuyas manos hablaban por sí solas de la cantidad de campos que habían labrado. No importa cuanto tengas ni de donde vengas, cuantos guiones lleven tus apellidos ni en que trabajes, lo único importante en esta vida es tener palabra y ser buena persona. Olvídate de todas las tonterías que os intentan meter a través de las redes sociales. Es algo que le digo mucho a mis sobrinos, replicó.
No pude hacer otra cosa que darle las gracias, estrecharle la mano y regresar a casa bajo el vuelo de los halcones, que esperaban el despiste de un conejo para comer, escuchando un escrupuloso silencio que rompían mis pisadas. Mientras caminaba, me daba cuenta de que la vida me pone estrellas en el camino como Eusebio, a las que regresaré cuando todo parezca perdido y mis piernas tiemblen al recordar el calor del infierno. Ojalá nada sea tan malo como parece, y la gente sencilla y transparente del campo pueda seguir viviendo en él muchos años. Tienen una esencia que los urbanitas nunca tendremos.