Impuesto revolucionario

Delante de mí iba un niño. Llevaba uniforme de colegio y pantalón corto. Deduje por el elástico de sus calcetines que no era hijo único.

En realidad yo no tenía que ir a por nada al super, pero allí estaba. Le debía una lata de anchoas a mi compañera de piso (porque sí, uno llega a una edad en la que usa el “laterío” para cocinar), de modo que entré allí para saldar mi deuda como el hombre que intenta llegar a final de mes sin tener que pedirle pasta a ningún mafioso con un traje de Armani que pretendo ser.

Entre los “Ding dong ding” y un “Nicolás, acuda a caja por favor” que tuvieron que repetir tres veces (¿Qué tramabas, Nico? ¿Tienes un rollete con la del obrador?), reptaba por los pasillos intentando que las ofertas no me viesen a mí -que no yo a ellas-  para intentar salir de allí con el menor número de objetos posible. Fallé. Como Cristiano y Kaka’ contra el Bayern en aquellas semifinales de Champions. Como Verdasco contra Gasquet en la famosa final de Niza. Y ahí estaba yo, sin anchoas pero con un bote de pesto, una burrata, algo de pollo y una carne picada, supuestamente ecológica, esperando en la cola del supermercado maldiciendo creerme Ratatouille.

Delante de mí iba un niño. Llevaba uniforme de colegio y pantalón corto. Deduje por el elástico de sus calcetines que no era hijo único. Muchas veces juego a eso por aburrimiento. ¿Cómo se llamará? ¿Qué querrá ser de mayor? Estaba feliz porque ese día le tocaba ser mayor. Había ido a la compra solo, pagaría en efectivo y, junto con el ticket de compra, le daría la vuelta a sus padres. Era un chavalito con responsabilidades que las pide a gritos. Como el bueno del equipo y el malo también. Mientras esperaba, se apoyaba en la caja y se rascaba con su zapato negro reglamentario la pierna contraria. Envidié mucho a ese niño en aquel momento. Ahora mismo también. Está en la edad de desear ser mayor, pero a la vez el tiempo pasa todavía despacio. Si tiene perro es probable que ya lo haya sacado solo a pasear. Otra cosa de mayores que seguramente le haga sentirse invencible.

Al fijarme en su compra vi que algo no cuadraba: llevaba dos barras de pan, pero a una le faltaba el culo -o el pico o como se diga-. Miré su mano y encontré la prueba del delito. Sonreí. “Ahí está el tío” pensé. Quiere ser mayor, pero -gracias a Dios- sigue siendo un niño. Todos nos aferramos a nuestra infancia de alguna manera particular, pero hay cosas que nos unen. El chaval se ha tomado la justicia por su cuenta. Porque va a dar en ticket y el cambio  en casa, pero el culito del pan es suyo. Una contraprestación masticable por el trabajo bien hecho. El impuesto revolucionario que todos hemos llevado a cabo siendo niños y que, cuando lo seguimos haciendo, deseamos con todas nuestras fuerzas volver a serlo.

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Delante de mí iba un niño. Llevaba uniforme de colegio y pantalón corto. Deduje por el elástico de sus calcetines que no era hijo único.

En realidad yo no tenía que ir a por nada al super, pero allí estaba. Le debía una lata de anchoas a mi compañera de piso (porque sí, uno llega a una edad en la que usa el “laterío” para cocinar), de modo que entré allí para saldar mi deuda como el hombre que intenta llegar a final de mes sin tener que pedirle pasta a ningún mafioso con un traje de Armani que pretendo ser.

Entre los “Ding dong ding” y un “Nicolás, acuda a caja por favor” que tuvieron que repetir tres veces (¿Qué tramabas, Nico? ¿Tienes un rollete con la del obrador?), reptaba por los pasillos intentando que las ofertas no me viesen a mí -que no yo a ellas-  para intentar salir de allí con el menor número de objetos posible. Fallé. Como Cristiano y Kaka’ contra el Bayern en aquellas semifinales de Champions. Como Verdasco contra Gasquet en la famosa final de Niza. Y ahí estaba yo, sin anchoas pero con un bote de pesto, una burrata, algo de pollo y una carne picada, supuestamente ecológica, esperando en la cola del supermercado maldiciendo creerme Ratatouille.

Delante de mí iba un niño. Llevaba uniforme de colegio y pantalón corto. Deduje por el elástico de sus calcetines que no era hijo único. Muchas veces juego a eso por aburrimiento. ¿Cómo se llamará? ¿Qué querrá ser de mayor? Estaba feliz porque ese día le tocaba ser mayor. Había ido a la compra solo, pagaría en efectivo y, junto con el ticket de compra, le daría la vuelta a sus padres. Era un chavalito con responsabilidades que las pide a gritos. Como el bueno del equipo y el malo también. Mientras esperaba, se apoyaba en la caja y se rascaba con su zapato negro reglamentario la pierna contraria. Envidié mucho a ese niño en aquel momento. Ahora mismo también. Está en la edad de desear ser mayor, pero a la vez el tiempo pasa todavía despacio. Si tiene perro es probable que ya lo haya sacado solo a pasear. Otra cosa de mayores que seguramente le haga sentirse invencible.

Al fijarme en su compra vi que algo no cuadraba: llevaba dos barras de pan, pero a una le faltaba el culo -o el pico o como se diga-. Miré su mano y encontré la prueba del delito. Sonreí. “Ahí está el tío” pensé. Quiere ser mayor, pero -gracias a Dios- sigue siendo un niño. Todos nos aferramos a nuestra infancia de alguna manera particular, pero hay cosas que nos unen. El chaval se ha tomado la justicia por su cuenta. Porque va a dar en ticket y el cambio  en casa, pero el culito del pan es suyo. Una contraprestación masticable por el trabajo bien hecho. El impuesto revolucionario que todos hemos llevado a cabo siendo niños y que, cuando lo seguimos haciendo, deseamos con todas nuestras fuerzas volver a serlo.

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