La fortuna de poder volver

Tras cuatro años en Madrid todo lo que uno tiene en su ciudad natal son recuerdos que cada vez se van espaciando más en el tiempo

Observo desde la cafetería de la estación como la cola para el control del tren que me llevará de regreso a Madrid. Comienza a llenarse de gente con maletas donde perfectamente podrían entrar un par de cadáveres bien descuartizados, pero que en realidad están llenas de ropa de verano que irá directa al armario y algún que otro túper que cualquier madre siempre tiene a mano para el hijo que vuelve a irse de la que ya no es su casa sino la de sus padres. Puede que uno de los grandes choques de vivir fuera haya sido dejar de ver mi casa como propia para considerarla un lugar de paso. Tras cuatro años en Madrid todo lo que uno tiene en su ciudad natal son recuerdos que cada vez se van espaciando más en el tiempo. Porque los amigos que quedaban empiezan a encontrar su sitio en las grandes ciudades, los padres jubilados empiezan a cogerle el gusto a viajar a la capital y, salvo fechas señaladas, expediciones al monte o partidos de fútbol uno regresa poco.

No sé si está bien o mal, pero para mí no tiene nada de negativo y me parece lógico el desapego que poco a poco y de manera natural se va produciendo. Soy consciente de la distancia que me empieza a separar de Oviedo cuando camino por la calle y los comercios donde compraba de pequeño ya no están abiertos porque han sido sustituidos por una tienda de teléfonos, un local de uñas o un café de especialidad. Ni siquiera las provincias se resisten a las modas transitorias que van cambiando los escaparates cada cuatro o cinco años. Es lo normal porque la juventud, aunque cada vez sea menos numerosa en Asturias, tiene que ver cubierta su demanda de modernidad por algún lado. La ansias de adolescencia de unos suelen provocar la nostalgia de otros.

Por suerte todavía quedan restaurantes que resisten al paso del tiempo y que, cada vez que vuelvo, me hacen viajar al pasado. Me parece muy importante no dejar que esos lazos se pierdan. Desprendernos de las raíces es un lujo que no podemos permitirnos. Por mucho que uno le tenga que agradecer a Madrid, que es la ciudad que me está tratando de hacer un hombre, no debo olvidarme de que una parte muy importante de mi personalidad, de quien soy, está en las calles de Oviedo, en una casa de Pola de Lena y, si se me permite, en los veinticuatro veranos que llevo disfrutando de Castilla y Galicia.

Está muy bien tener la oportunidad de irse a vivir fuera y recorrer el mundo. Es más, quien tiene la posibilidad debería de tener la obligación de experimentarlo, pero cuando llegan la Navidad, las vacaciones o los cumpleaños todos queremos lo mismo. Tener un lugar al que regresar, una familia a la que abrazar y unos amigos a los que contarles nuestros fracasos. Sentarnos alrededor de una mesa y ver cómo hemos crecido y evolucionado. Sentir que formamos parte de una tribu que, poco a poco, ha ido cimentando el terreno sobre el que construir un futuro en el que no se olvide que lo único bonito de tener que irse es saber que hay alguien que te espera a la salida de un tren o al otro lado de la puerta. No importa haber ganado un Grand Slam en América hace un par de días o trabajar en la Torre Picasso hasta las dos de la noche. Valorémoslo antes de que sea tarde y el silencio sea lo único que nos espera cuando la llave se gira o el tren se frena.

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Observo desde la cafetería de la estación como la cola para el control del tren que me llevará de regreso a Madrid. Comienza a llenarse de gente con maletas donde perfectamente podrían entrar un par de cadáveres bien descuartizados, pero que en realidad están llenas de ropa de verano que irá directa al armario y algún que otro túper que cualquier madre siempre tiene a mano para el hijo que vuelve a irse de la que ya no es su casa sino la de sus padres. Puede que uno de los grandes choques de vivir fuera haya sido dejar de ver mi casa como propia para considerarla un lugar de paso. Tras cuatro años en Madrid todo lo que uno tiene en su ciudad natal son recuerdos que cada vez se van espaciando más en el tiempo. Porque los amigos que quedaban empiezan a encontrar su sitio en las grandes ciudades, los padres jubilados empiezan a cogerle el gusto a viajar a la capital y, salvo fechas señaladas, expediciones al monte o partidos de fútbol uno regresa poco.

No sé si está bien o mal, pero para mí no tiene nada de negativo y me parece lógico el desapego que poco a poco y de manera natural se va produciendo. Soy consciente de la distancia que me empieza a separar de Oviedo cuando camino por la calle y los comercios donde compraba de pequeño ya no están abiertos porque han sido sustituidos por una tienda de teléfonos, un local de uñas o un café de especialidad. Ni siquiera las provincias se resisten a las modas transitorias que van cambiando los escaparates cada cuatro o cinco años. Es lo normal porque la juventud, aunque cada vez sea menos numerosa en Asturias, tiene que ver cubierta su demanda de modernidad por algún lado. La ansias de adolescencia de unos suelen provocar la nostalgia de otros.

Por suerte todavía quedan restaurantes que resisten al paso del tiempo y que, cada vez que vuelvo, me hacen viajar al pasado. Me parece muy importante no dejar que esos lazos se pierdan. Desprendernos de las raíces es un lujo que no podemos permitirnos. Por mucho que uno le tenga que agradecer a Madrid, que es la ciudad que me está tratando de hacer un hombre, no debo olvidarme de que una parte muy importante de mi personalidad, de quien soy, está en las calles de Oviedo, en una casa de Pola de Lena y, si se me permite, en los veinticuatro veranos que llevo disfrutando de Castilla y Galicia.

Está muy bien tener la oportunidad de irse a vivir fuera y recorrer el mundo. Es más, quien tiene la posibilidad debería de tener la obligación de experimentarlo, pero cuando llegan la Navidad, las vacaciones o los cumpleaños todos queremos lo mismo. Tener un lugar al que regresar, una familia a la que abrazar y unos amigos a los que contarles nuestros fracasos. Sentarnos alrededor de una mesa y ver cómo hemos crecido y evolucionado. Sentir que formamos parte de una tribu que, poco a poco, ha ido cimentando el terreno sobre el que construir un futuro en el que no se olvide que lo único bonito de tener que irse es saber que hay alguien que te espera a la salida de un tren o al otro lado de la puerta. No importa haber ganado un Grand Slam en América hace un par de días o trabajar en la Torre Picasso hasta las dos de la noche. Valorémoslo antes de que sea tarde y el silencio sea lo único que nos espera cuando la llave se gira o el tren se frena.

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