“A veces siento que la novela que estoy intentando escribir es realmente La novela luminosa, de Mario Levrero, como Pierre Menard escribió sin querer el Quijote porque era lo que tenía que escribir, y leyendo La novela luminosa veo que ya está ahí puesto todo lo que yo querría poner en mi libro y que quizá no tenga ningún sentido seguir intentando escribirlo.
Luego pienso que si mi tarea es la de Pierre Menard quizá tenga mucho más sentido (al menos para mí) que la del autor “nuevo y original”. Me parece bien ser Pierre Menard y no Cervantes, es más realista y también más honesto (al menos para mí)”.
La novela luminosa, Mario Levrero.
¡Por fin una novela de 300 páginas! Ni 100, ni 1000. Ni novelita, ni novelón. Una novela.
No hay una sola frase subrayable en el texto, no le hace falta. No son subrayables porque si empiezas la fuerza de la prosa te lleva subrayar páginas enteras y no sólo highlights como de slogan de anuncio de patatas Lay’s. No son instagrameables porque en gran parte de los casos ninguno querríamos vernos relacionados con aseveraciones tan moralmente incómodas; una novela anti-identificación donde el autor debe tragar saliva para dejar hablar a su narrador, y el lector se molesta un poco por disfrutar a un personaje que detesta tanto. Una novela contra el sentimentalismo tan goloso del: ay, soy yo literal.
Hay datos concretos que hablan de tiempos, lugares y realidades lejanas, ajenas; una prosa precisa, que fija, nombra, especifica todos los detalles de aquel mundo extraño irlandés, católico, putero, antiguo, hasta hacerlo cotidiano como las calles de nuestro barrio hoy; y una propuesta estructural propia, que no nos regala nada más que días y días, narración. Y a la vez, todo en este libro resulta necesario, todo es claro y nada es evidente. No se señala a sí mismo, tampoco pretende engañarnos. Es lo que es, y lo que es es muy bueno. Muy difícil de conseguir, muy difícil que no se caiga por ninguna parte una narración tan densa, concreta y aventurada, muy difícil no explicar, no ser obvio, tampoco pedante, no aburrir. Llevar por una narración, por un personaje, una voz y una textualidad diversa, múltiple. Cuántos libros tan nutritivos aparecen al año. Muy pocos.
Es muy difícil, también, decir por qué está bien un libro. Cuando un libro es bueno, su calidad supera tu inteligencia y entonces no hay mucho que aportar. Si el texto está bien cosido no se le ven las costuras. El crítico supone que su tarea es darle la vuelta al tejido y poder señalarlas. No digo que no lo haya intentado, pero en un momento dado renuncié. Preferí el placer de seguir leyendo tan ricamente hasta el final, soltar el lápiz y disfrutar del buen texto. Ya sabía que lo único que iba a hacer era recomendarlo. Recomendarlo mucho y animadamente. Un libro muy bien escrito. Un libro preciso. —Qué difícil es la precisión.
La novela escribe el diario ficticio de un personaje real de Dublín durante el año 1904, y sus reflexiones son un corte mucho más preciso de las dinámicas, problemas y temas del día de hoy, que todos esos supuestos cronistas de lo contemporáneo que a cada minuto tienen una nueva teoría sobre las IA’s, los personalismos e histrionismos de la nueva política y la burbuja del negocio de lo bio-eco-vegano —cuando no hacen más que repetir ideas ya manidas en la Primera Revolución Industrial.
Aquí se habla sobre incels, el bloqueo de la socialdemocracia en Europa, nómadas digitales, la precariedad laboral de las clases medias, el autoengaño conformista de las clases medias, la militancia obligatoria, la espectacularización de los dramas sociales y el abaratamiento del entretenimiento espectacular como anestesia social, cierto conservadurismo homo-misógino, el mercado del arte, los trepas del arte, los verdaderos artistas siempre tan rencorosos porque nadie les hace caso, el puritanismo dogmático de ciertos ecologismos y feminismos, el estoicismo barato de gymbro como neofascismo del mundo-YouTube, y el fascismo histórico intrínseco al arte y la ficción, la fiebre en redes con el brunch (que ya se está alargando), y el pavor constante del machirulo a ser considerado cursi por lo que sea, lloriqueando sin embargo de forma tan poco viril (según sus propios estándares) porque en el mundo de hoy los oprimidos son ellos (reclamando básicamente permiso para volver a oprimir mientras, de paso, siguen oprimiendo todo lo que pueden), se habla sobre autoficción, obviamente, y sobre todo lo demás que está pasando ahora mismo: disolución de la familia tradicional, vacío posmoderno de la vida entretenida, buscar cualquier dato en Wikipedia, transexualidad y cuerpos no binarios, hiperespecialización de los estudios y las carreras, el debate regulacionismo vs. abolicionismo de la prostitución, violencia machista, misoginia y machismo en general, salud mental, pornografía: adicción y trastorno, puritanismo católico, pandemia de suicidio, lista de Spotify: “café, lluvia y libros”, la disolución de la realidad en su representación, “The young pope” de Sorrentino, e incluso del nuevo papa —y eso que la novela se publicó antes.
Se habla del presente sin usar todos estos neologismos que otros creen que con tan solo salpicarlos por sus textos ya son contemporáneos y están capturando su tiempo.
No obstante, no es un buen libro porque hable de estos temas —de hecho no habla de estos temas, que evidentemente no existían en 1904. (Siempre es innombrable dónde reside el gesto genial de un libro, si fuera algo visible todos lo haríamos).
Podemos decir, eso sí, dónde no ha fallado. Es un buen libro porque está bien escrito, es original porque es meticuloso, experto en aquello de lo que habla. Te hace sentir su necesidad interna y construye una lógica sofisticada y retórica que aceptas y acompañas, camino hacia la grieta deleuziana por donde caemos con las preguntas más complejas que la novela siempre tuvo la tarea de plantear y la obligación de no responder. Abrir la grieta y tirarnos hacia el abismo, no volver de allí abajo con las respuestas ya empaquetadas y con lazo.
Además, y esto es un agradecimiento personal, no utiliza los mecanismos técnicos tan bien conocidos y ya indefectiblemente aplicados por la industria editorial para segmentar y facilitar la lectura y digestión del texto.
No hay capítulos, ni partes, ni infinitesimales subdivisiones de lo ínfimo que desmembran para su consumo fácil un texto ya minúsculo, que sin tantos saltos de página ocuparía dos folios.
No, este es un libro que comienza y acaba, que se atreve a narrar, se pone y cuenta, en orden, día a día, una historia de un señor (señoro, podríamos decir), y sus reflexiones (de señoro, claro). Si en algún momento la anodinia roza el tedio, si hay ciertas reiteraciones léxicas o si encontramos ciertos trucos de artificio innecesario, como las sílabas en cursiva, si al autor se le nota a veces que coloca sus propias ideas sobre arte, creación y genio —casi su propio diario, tentación que parece que no siempre supo evitar— en la voz de Stanislaus, porque una vez encontrado el tono todo le cabe, si cierta agudeza analítica se nos hace difícilmente creíble para 1904 cuando el hermano Jim no era el genio universal Joyce que luego se consagró que fuera, autor del libro más complejo de la historia, todo se lo perdonamos a esta novela, se lo perdonamos porque apuesta, se lo perdonamos porque funciona, se lo perdonamos por la variedad de registros, la precisión de la prosa, la calidad de las ideas, la valentía en su representación y sobre todo por su formulación, que mantienen despierto el texto.
A uno le vuelven las palabras del autor en la presentación cuando explica que dio su diario personal a leer a sus amigos emocionado porque había escrito el gran texto y fue una situación vergonzosa en que nadie sabía cómo decirle lo embarazoso que resultaba saber de más y verle pensar desnudo en sus anotaciones íntimas; y narra (el autor de nuevo) que fue ahí donde entendió que todos nos creemos geniales en la soledad del váter, pero que la obra literaria de valor es la que hace algo con ese magma de palabrería metafísica genial en nuestra cabeza y estúpida según sale por la boca, por la mano, o por el culo (que sería lo mismo), y la materializa en un libro equilibrado, con una ficcionalización, psicología, tematización, orden, trama, trabajo, escritura, técnica y no pura pasionalidad dejada salir a borbotones en palabras porque así era como me sentía y me salió. Podríamos reprochar al libro que se le ve el truco del distanciamiento histórico y psicológico para escribir no-pero-casi-auto-ficción, cosa que no tiene mucho sentido porque el truco está explicitado y problematizado en el propio diario/novela de Stanislaus/Diego, y lo más importante, es que el truco funciona muy bien.
Además construye un artefacto narrativo lo suficientemente poderoso y eficaz como para que no nos sea posible asociar todos los pensamientos del narrador con todos los pensamientos de autor. Es la precisión a la hora de construir el Dublín de 1904 y la naturalidad de la voz lo que nos obliga a aceptar que es Stanislaus quien habla dentro del libro y no el que firma la portada, que (y es muy de agradecer) es irrelevante quién sea.
No es fácil encontrar estos libros, menos aún debe de ser escribirlos. Por suerte Anagrama nos sigue regalando —de cuando en cuando— literatura sofisticada y de alta calidad. Por suerte sigue habiendo personajes como Diego Garrido, dispuesto a encerrarse en su cuarto con sus libros, sus obsesiones, su cuerpo y escribir, escribir, escribir, escribir y escribir.
No tengo mucho más que añadir acerca de Los días de Stanislaus Joyce. Quizá no es tan difícil descubrir la receta secreta. Si una persona dedica el tiempo y la paciencia necesarias para traducir más de 3000 páginas de cartas y cuentos de James Joyce (Garrido ha traducido en los últimos años para Páginas de espuma las prosas breves y la selección epistolar de James Joyce más amplia editada en el mundo a día de hoy —incluida la edición en inglés), y tiene la prudencia de no querer ponerse al lado del genio universal del Ulises sino interesarse por un personaje más humano, más vulgar, más igual a nosotros, como podría ser el hermano Stanislaus, ha recorrido gran parte del camino para escribir una buena novela sobre ese personaje concreto.
Después, basta entender con Borges que todos somos inevitablemente contemporáneos. O, con Benjamin, que para comprender la ruina del siglo XX debemos reconstruir los pasajes del siglo XIX. —Da igual que escribas de Elon Musk o de Trajano, si escribes en 2024 estás hablando sobre el 2024. Lo demás: un puntito de estilo, una técnica cuidada (no demasiado), pensamiento divergente y buenas formas.
Por último, una referencia.
No es el anacronismo un recurso desconocido en nuestro tiempo. Hay una autora, y en concreto con su último libro, con la que comparte dos de sus principales virtudes. El libro es Tierra de empusas, de la Premio Nobel polaca Olga Tokarczuk, publicado en nuestro país con la misma editorial y posteriormente al de Garrido (aunque la edición original sea de 2022, en cuanto a posibles influencias es pertinente la periodización), y en él también podemos identificar la erudita documentación como sostén de una prosa densa y concreta, y la acertada elección de volver a los primeros días del siglo XX (época de cambios como pocas), para tematizar y reflexionar en voces menos explicativas los tiempos actuales tan cambiantes y sus principales problemáticas.
De nuevo, Libro de los días de Stanislaus Joyce, es, para mí, un libro del mañana, aunque hable del ayer. La antinovela por venir, que ya está aquí —solo si la leemos. Y es que, finalmente, y es evidente, un diario no deja de ser un libro de fragmentos, ensayismo mágico de la vida propia o ajena.