¿Para qué sirve un pogo?

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"El pogo de hoy va a ser histórico" dijo un chavalito hace un año en la cola del concierto de Carolina Durante en Sevilla. Al principio pensé que era un fumeta gangoso con expectativas acerca del próximo canutito que se iba a fumar con su colega. Uno más, claro. Tenía hechuras de estudiar audiovisuales en la US y tomar birras en la Alameda.  El tipo de frases que me imaginaba que salían de su boca eran tipo: "Buah, es que este es el ambiente, cabeza. Estamos en el sitio". Pero lo pensaba con cariño eh. Que todos somos unos flipados, lo que pasa es que las pamplinas que normalmente decimos nos las acabamos creyendo.

Aquello a lo que hacía referencia el bueno de Jose (no sabemos su nombre, pero le pegaba llamarse Jose) era un concepto en sí. El pogo, que es como comúnmente se conoce al ejercicio de hacer un hueco en medio de un concierto para acabar chocando los unos con los otros como un conductor borracho contra una rotonda, llevaba planeado meses, al parecer. Era la comidilla de twitter vinilos. Y mientras los catedráticos de los acordes tenían una preparación física hercúlea digna para la ocasión, yo acababa de salir de una lumbalgia de caballo. No me achiqué en la batalla, pues uno se ha fajado alguna que otra vez con el cani de turno en el gimnasio, pero reconozco que me habría gustado haber llegado preparado a dicha melé musical.

Salió el grupo a tocar sus ya conocidos himnos generacionales que componen la banda sonora de nuestras vidas. Carlos, Juanmi y yo bailábamos y cantábamos junto a todas las especies del reino animal -porque sí, Carolina Durante tiene ese efecto arca de Noé que reúne a los indies, las chicas de colegio mayor, los project manager huérfanos de conciertos de los Planetas y a tipos con problemas de lumbago como yo- cuando, de pronto, se empezó a abrir una especie de agujero negro en el medio de la sala. Nos empezamos a apilar en los extremos como sardinas haciéndome a la idea de que no volvería a ver a mis colegas en lo que quedaba de concierto porque íbamos a ser absorbidos por aquellas hordas de tote bag y bajistas frustrados.

El pogo arrasó con nosotros. Intenté no perder de vista a mis colegas, pero fue imposible. La gente chocaba y saltaba. La sensación era tan agobiante como pegajosa. Intenté ver el lado bueno de aquello, pero era complicado. Al terminar la canción, la gente paró en seco como un mediapunta descarado. Al fondo de la sala vi a mis amigos y corrí hacia ellos como un niño que encuentra a sus padres después de haberse perdido en la playa.

Ha pasado un año de aquello, y aunque no encuentro respuesta a la pregunta, me la sigo haciendo más de lo que debería: ¿para qué sirve un pogo?

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Aquello a lo que hacía referencia el bueno de Jose (no sabemos su nombre, pero le pegaba llamarse Jose) era un concepto en sí. El pogo, que es como comúnmente se conoce al ejercicio de hacer un hueco en medio de un concierto para acabar chocando los unos con los otros como un conductor borracho contra una rotonda, llevaba planeado meses, al parecer. Era la comidilla de twitter vinilos. Y mientras los catedráticos de los acordes tenían una preparación física hercúlea digna para la ocasión, yo acababa de salir de una lumbalgia de caballo. No me achiqué en la batalla, pues uno se ha fajado alguna que otra vez con el cani de turno en el gimnasio, pero reconozco que me habría gustado haber llegado preparado a dicha melé musical.

Salió el grupo a tocar sus ya conocidos himnos generacionales que componen la banda sonora de nuestras vidas. Carlos, Juanmi y yo bailábamos y cantábamos junto a todas las especies del reino animal -porque sí, Carolina Durante tiene ese efecto arca de Noé que reúne a los indies, las chicas de colegio mayor, los project manager huérfanos de conciertos de los Planetas y a tipos con problemas de lumbago como yo- cuando, de pronto, se empezó a abrir una especie de agujero negro en el medio de la sala. Nos empezamos a apilar en los extremos como sardinas haciéndome a la idea de que no volvería a ver a mis colegas en lo que quedaba de concierto porque íbamos a ser absorbidos por aquellas hordas de tote bag y bajistas frustrados.

El pogo arrasó con nosotros. Intenté no perder de vista a mis colegas, pero fue imposible. La gente chocaba y saltaba. La sensación era tan agobiante como pegajosa. Intenté ver el lado bueno de aquello, pero era complicado. Al terminar la canción, la gente paró en seco como un mediapunta descarado. Al fondo de la sala vi a mis amigos y corrí hacia ellos como un niño que encuentra a sus padres después de haberse perdido en la playa.

Ha pasado un año de aquello, y aunque no encuentro respuesta a la pregunta, me la sigo haciendo más de lo que debería: ¿para qué sirve un pogo?

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