La mina fue la moneda de cambio durante mucho tiempo de Asturias. Años donde el dinero corría por las cuencas como lo hacen los dos gemelos que tengo delante de uno de los columpios del Campo San Francisco. Pero la mina, como toda moneda, tiene una cara y una cruz. Y esa cruz ha vuelto a golpear a una región que tiene una parte del corazón negro como el carbón porque es raro no conocer a un minero. En mi caso lo fue mi padre, al que por suerte la mina no se llevó por delante, como sí lo hizo con los cinco de mineros de Cerredo: Iván, Jorge, David, Rubén y Amadeo.
Hace unas semanas, conduciendo por Turón, porque no podía dejar escapar la oportunidad de volver a comer en Casa Chuchu y que Rafa me agasajase con su talento, pasamos por delante del Pozo Figaredo y mi padre empezó a contarnos anécdotas y cómo había ido evolucionando la mina mientras él trabajaba. Me sorprendió que hubiera llegado a coincidir unos años con las mulas que ayudaban a sacar el material del pozo, porque para mí eso era algo que situaba muy lejano en el tiempo. Nos hablaba de Agapito, el abuelo que nunca conocí y que también fue minero. Aquel hombre que, como muchos otros, se pasaba parte del día trabajando en la mina y después en la obra para tratar de sacar adelante a una familia de siete hijos.
Mi padre no perdió la vida, pero estuvo allí abajo, vio accidentes y vio como la perdía algún compañero. Aquellos hombres, que conocieron y conocen la oscuridad y el miedo, tienen una mirada y una manera de estar en el mundo que habla por ellos. Igual que las mujeres que sufrían en silencio porque eran conscientes de que su marido, hermano, primo, amigo o hijo podía no volver a casa si ese día la mina decidía que se quedaba dentro.
Nunca había sido consciente del impacto real que aquellos callejones subterráneos tuvieron en Asturias ni en mi familia hasta la madrugada de Semana Santa, viendo la salida del paso de Nuestro Señor Jesús de la Sentencia de la Hermandad de los Estudiantes. Después de cantar el himno de la Universidad de Oviedo, como es habitual, se cantó, para sorpresa de los que allí estábamos y en homenaje a todos los mineros que la tierra decidió llevarse al cielo, Santa Bárbara Bendita. Nadie guardó silencio y todos pusimos la garganta a disposición de los muertos que tantas veces entonaron este himno recordando a otros compañeros.
Tras el último verso, viví uno de los silencios más tensos que recuerdo hasta que un aplauso lo deshizo entre la luz de las velas y el humo del incienso. O quizá fuera grisú. Miré a mi madre, que se secaba las lágrimas mirando a Dios, y a mi padre, cuyos ojos pasaron a ser unas vidrieras verdes en medio de la oscuridad de una calle que recordaba a esos callejones estrechos donde tantos se jugaron y se juegan la vida para que no falte un plato caliente en la mesa de los más pequeños. Uno puede jubilarse de la mina, pero nunca deja de llevarla dentro. La mejor manera de saber quienes somos es recordar a los que se fueron. Asturias siempre será minera y, por mucho que la tecnología y el tiempo traten de buscar salidas en una región que lleva el dolor en sus adentros, nuestra seña de identidad será cantar Santa Barbara Bendita mientras se nos encoge el pecho.