Como las balas, el amor en las familias tiene dos trayectorias: ascendente y descendente. La primera es la que te ve caminar, la que te guía; la otra, en cambio, es la que nos hace a nosotros querer hacer las cosas como nos hubiese gustado que las hubiesen hecho con nosotros o, en caso de tener la suerte que tuve, intentar estar a la misma altura que estuvieron mis padres con mis hermanos y conmigo a la hora de enseñarnos un poco de qué iba la cosa. De momento solo conozco una de las dos, y es a la que me aferro como un náufrago a su tabla.
Todo esto me vino el otro día cuando Javier Zulueta, matador de toros, le brindó el toro de su alternativa a su padre en Sevilla, el coso que les vio crecer. Cuando uno revisiona las imágenes, observa en ellas a un hombre vestido de luces hablar con el alguacilillo de la plaza en medio del ruedo, pero hay algo más. Aquel hombre realmente no es más que un niño, un chaval de veinte años con lágrimas en sus ojos cumpliendo un sueño y diciéndole a su padre que quiere que esté orgulloso de él. Y seguramente Javier no lo sepa, pero el mayor acto de valentía que hizo ayer no fue matar sus dos toros, sino ser capaz de hablar de tú a tú con su padre.
Y pasa constantemente que uno cree que las respuestas a todo están lejos del sitio en el que está. Que el movimiento nos hace pensar y que conocer mundo no es otra cosa que el ejercicio de verlo con los ojos del otro. Y tal vez haya mucha verdad en que es más que importante alejarse de todo para que, al volver, seamos conscientes de lo que de verdad tiene peso en nuestras vidas. Y si a esta con dieciocho o veinte años le pedíamos desenfreno y movimiento, ahora le pedimos paz y tiempo. Buscamos que las cosas no vayan rápido. Queremos saborear cada gota del vino de la vida que baja por nuestros adentros, pero, sobre todo, ansiamos que los que nos vieron crecer estén orgullosos de lo que somos hoy. Deseamos que nos vean caminar y que a su tristeza por ver cómo nos alejamos la borre de un bofetón el alivio de saber que han hecho las cosas bien.
Y habrá un día en el que dejemos de ser Simba para convertirnos en Mufasa. Seremos quienes que miren hacia atrás para recordar cómo lo hicieron con nosotros y así poder seguir hacia adelante. Continuar con el ciclo de la vida. Ayudar a los que vendrán a no descarrilar por aquellas vías que tanto odiábamos antaño y que ahora solo queremos que ellos las sigan a toda costa.