¿Qué mierdas es la imaginación?

Owen Yingling se mira el ombligo. Sólo así se puede defender la falta de imaginación de los autores actuales, en tiempos de Ngozi y Ferrante, Cartarescu y Knausgard, Han Kang y Mariana Enríquez

“Qué asco me da tener que ponerme a narrar. Coger los papeles y escribir: La condesa salió de casa a las cinco”.

Gustave Flaubert

Resulta ya agotador, cuántos papers, nombres propios, gráficos y estadísticas empleadas sencillamente para decir una vez más: me da pereza leer a chicas, queers, no occidentales, y esos libros tan breves, raros e incómodos que no sé clasificar ni valorar. ¿Dónde están los novelones de los nove-listos de siempre? Es fácil. En ninguna parte, porque jamás existieron.

*

En este artículo de Letras Libres, Owen Yingling propone la falta de imaginación de los autores actuales como principal problema de la literatura contemporánea. Dice: “La gente sigue leyendo libros, pero libros peores”. Compara (comercialmente) las novedades con las grandes obras de hace tres, cuatro o cinco décadas, para decir que las novelas de antes sí conseguían alcanzar las cotas más altas de las listas de ventas. Achaca el fracaso de la literatura en favor de la autoayuda o los libros “malos” de “subgéneros” como el fantástico o el erótico al adelgazamiento de la imaginación, la renuncia a la ficción y contar buenas historias que interesen al lector medio. Es por eso, según él, que no conocemos a los “grandes escritores” de nuestro tiempo, como sí se conocían antes a los Roth, Updike, Pynchon, McCarthy, Franzen y compañía. Al menos tiene la prudencia de no achacar esto a la “ola woke” que hace que las becas ahora no se entreguen a hombres, sino solo a mujeres, queer, personas racializadas, etc. (comenta con sarcasmo que esto tan solo viola la Ley de Derechos Civiles de 1964, pero literariamente no es relevante, para él), pero sí se lo achaca a la “ola woke” porque las editoriales se preocupan más por el prestigio moral de la diversidad, en vez del prestigio literario de la crítica, o el prestigio comercial de las ventas. Esto, sumado al olvido del público medio por parte de los escritores, más interesados en experimentos vanguardistas consagratorios que por entretener a sus lectores, es para el autor el motivo del “declive cultural de la ficción literaria”. Internet como fragmentador de nuestra atención y asesino de las viejas revistas prestigiosas de relatos que antaño servían de ocupación laboral para las grandes plumas estadounidenses son la guinda de este colapso de “las letras americanas”, que el autor del texto ya vio en crisis alarmado cuando leyó Cien años de soledad y vio que era mejor que el National Book Award de 2011 de Jesmyn Ward (tan grave y digno de un disgusto le pareció que una novela colombiana fuera mejor que la great american novel de aquel año).

Pero no hay de qué alarmarse, Yingling es optimista, la literatura sigue en manos de los escritores, el público no ha cambiado su gusto por la ficción, al público le sigue gustando la ficción porque Orgullo y prejuicio o Crimen y castigo siguen se siguen vendiendo bien (empezamos a sospechar si ha leído los libros de los que habla, además de mirar sus números en el mercado), así que todo queda a la espera de que algún gran escritor (o escritora, él no discrimina, ya sabemos) se ponga a trabajar de verdad y escriba una densa y compleja pero entretenida ficción, lo que de verdad el público está esperando (él sabe lo que queremos), y vuelva el tiempo de la poderosa imaginación y de nuevo triunfe la buena literatura.

Debe ser cristiano este señor. Solo así se explica su fe inquebrantable en el triunfo del bien sobre el mal, su culto al esfuerzo y sacrificio para recuperar los buenos valores del pasado, y su enorme dogmatismo en el análisis del mundo.

*

El problema es confundir los datos con el análisis, y la tendencia del “ensayo” actual, que prefiere entender a saber.

No, no ha muerto la imaginación, ocurre que estamos en un cambio de era histórica, tecnológica, social, política, estética y, por tanto, literaria. Igual que pasó el tiempo de la tragedia clásica, pasó el tiempo de la mística medieval, pasó el tiempo del drama barroco, pasó el tiempo de la novela. Todos esos géneros se siguen escribiendo; pedir que sean hegemónicos es no comprender las sinergias entre sociedad, tecnología, cultura, creación y consumo. Está escribiendo hoy el Sófocles y la Santa Teresa, el Shakespeare y la Jane Austen, del género del futuro que aún no sabemos nombrar. Se acabó la novela, no la imaginación.

No, no ha perdido EE.UU. su hegemonía en la creación literaria por culpa de la complejización de la literatura por parte de Pynchon and Cia., sino porque EE.UU. ya no es el imperio económico-cultural que interpelaba al mundo occidental y fijaba el centro de las problemáticas del ciudadano del “mundo libre”. Sí hubo un tiempo en que su cultura, creación y mercado estuvieron alineados y guiaron el gusto de occidente, de Nabokov a Carver, y qué bella época, que ya pasó. Ya no nos interesan los debates, ni modas, ni discursos de una cultura decadente, enfadada, que sigue siendo egomaniaca pero sin ofrecer ya a cambio ninguna fascinación, y se revuelven por no ser el ombligo del mundo sin estar dispuestos a mirar hacia fuera. Solo así se puede decir que a día de hoy los escritores importantes no son populares o conocidos por el público medio, en los tiempos de Ngozi y Ferrante, Cartarescu y Knausgard, Han Kang y Mariana Enriquez. El autor apenas es capaz de mencionar una autora no norteamericana, y que tenga que ser en lengua inglesa igualmente, y que tenga que ser, además, Sally Rooney, habla de la miopía del artículo y el provincianismo de su contexto cultural.

No, no es por la cultura woke que las editoriales ya no valoran la calidad, es por la cultura woke que las nuevas sensibilidades y problemas de nuestra sociedad están encontrando nuevas estéticas y formas, ya no en la novela sino en el fragmento, el diario, la crónica erudita fabulada, el ensayismo mágico, la escritura cuerpo, el testimonio de violencia, la anti-novela, la poesía mística en prosa, y demás. Y de hecho, viene de los “grandes” escritores de las décadas anteriores, los Pynchon, Foster Wallace, pero también Bernhard, Perec, que ya eran autoficción, y metaficción, y crónica, y fragmento. ¿Acaso no hay imaginación o ficción en ellos? Pero el escritor del artículo ni siquiera apunta bien y confunde las primeras anti-novelas de final de siglo con los verdaderos últimos grandes novelistas de EE.UU. en el XX, como Ursula K. Le Guin, Philip K. Dick, Stephen King o Bret Easton Ellis.

No, no son los escritores los que se han quedado sin imaginación, es la crítica la que se ha quedado sin imaginación, incapaz de imaginar una nueva forma de entender la calidad literaria, las formas de narrar nuestro cuerpo, mundo y tiempo, los procesos y mecanismos a través de los cuales se articulan los textos más conseguidos y poderosos de la actualidad, las categorías para hablar de una escritura ya no centrada en trama, personajes, estilo, pero que se encuentra, precisamente por eso, al menos desde el covid, en un momento de florecimiento creativo, original y radical sin precedentes en los últimos cien años, fuera de EEUU, claro. (Aunque si saben mirar quizá dentro también: CJ Hauser).

*

Una amiga me expresó, en cambio, su preocupación por la inflación mercantil de textos que siguen esta ola de los nuevos géneros, temas y voces, pero llegan a masas lectoras y hasta al reconocimiento de la crítica con muy baja calidad; y tiene razón esta amiga, porque descubrimos demasiadas veces que incluso una escritora de gustos afines y preocupaciones comunes a nosotras fracasa con un libro tan breve como inocuo, con muletillas extravagantes que no tienen nada de innovación y pretenciosos soliloquios que no repiten más que lugares comunes de Instagram; y descubrimos que no es tan fácil escribir un texto de Ernaux o de Nothomb o de Méndez, aunque tengan “solo” 80 páginas y están compuestos por párrafos de “solo” 5 líneas; y confirmamos que el mercado nos cuela mucha morralla, como si todo valiera lo mismo, y no, no todo vale lo mismo, como bien me dice María Morán.

Pero, siendo cierto, también es cierto que siempre ha sido así. La inmensa mayoría de los folletines del siglo XIX eran muy malos y solo podían existir gracias a un nuevo mercado, surgido de las nuevas formas populares de lectura en la sociedad burguesa a la venta en kioskos, y de entre esa morralla surgieron Dickens y Balzac. Igual hoy, gracias al sotobosque de malas publicaciones de nuevas voces no hegemónicas que casi siempre escriben mal o muy mal, tendrán campo fértil y abonado nuestras autoras gloriosas que nos hagan ver por primera vez nuestro mundo, y así se lo harán ver también al futuro, contando como nadie más podría hacerlo qué fue nuestro tiempo (como hoy siguen haciendo Dickens y Balzac).

Otra amiga me puntualizó que la obsesión de fijar el canon del hoy en directo con tanta lista de “mejores libros del año” y fajas de libro con entrecomillados exaltados sobre una novela debut (casi siempre escritos por autoras de la casa) es un problema que  perpetúa una lectura elitista acerca de la calidad, o el valor, que olvida el placer o el interés, y de paso bloquea la divergencia. Y que además el presente nunca sabe jugarse a sí mismo, y que no hay tanta prisa, y tiene toda la razón Alejandra Arroyo. Así que calma. Disfrutemos del florido momento literario, elijamos lo que preferimos, y dejemos que el tiempo haga su labor.

Lo que aquí se propone cada martes es el intento de discernir las especies más raras e interesantes entre tanto boscaje, con la única intención de hacer una pequeña criba inicial, quizá inútil, pero que pretende facilitar al tribunal del futuro su labor de dictar qué obras fueron relevantes, novedosas y necesarias para pensarnos, pues no tendrán tiempo de leer todas, y un criterio serán las más vendidas, confiamos en que otro (vuelva a ser) la crítica literaria, y para eso sí que necesitamos una buena dosis de imaginación, sea lo que sea esa mierda.

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¿Qué mierdas es la imaginación?

Owen Yingling se mira el ombligo. Sólo así se puede defender la falta de imaginación de los autores actuales, en tiempos de Ngozi y Ferrante, Cartarescu y Knausgard, Han Kang y Mariana Enríquez

“Qué asco me da tener que ponerme a narrar. Coger los papeles y escribir: La condesa salió de casa a las cinco”.

Gustave Flaubert

Resulta ya agotador, cuántos papers, nombres propios, gráficos y estadísticas empleadas sencillamente para decir una vez más: me da pereza leer a chicas, queers, no occidentales, y esos libros tan breves, raros e incómodos que no sé clasificar ni valorar. ¿Dónde están los novelones de los nove-listos de siempre? Es fácil. En ninguna parte, porque jamás existieron.

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En este artículo de Letras Libres, Owen Yingling propone la falta de imaginación de los autores actuales como principal problema de la literatura contemporánea. Dice: “La gente sigue leyendo libros, pero libros peores”. Compara (comercialmente) las novedades con las grandes obras de hace tres, cuatro o cinco décadas, para decir que las novelas de antes sí conseguían alcanzar las cotas más altas de las listas de ventas. Achaca el fracaso de la literatura en favor de la autoayuda o los libros “malos” de “subgéneros” como el fantástico o el erótico al adelgazamiento de la imaginación, la renuncia a la ficción y contar buenas historias que interesen al lector medio. Es por eso, según él, que no conocemos a los “grandes escritores” de nuestro tiempo, como sí se conocían antes a los Roth, Updike, Pynchon, McCarthy, Franzen y compañía. Al menos tiene la prudencia de no achacar esto a la “ola woke” que hace que las becas ahora no se entreguen a hombres, sino solo a mujeres, queer, personas racializadas, etc. (comenta con sarcasmo que esto tan solo viola la Ley de Derechos Civiles de 1964, pero literariamente no es relevante, para él), pero sí se lo achaca a la “ola woke” porque las editoriales se preocupan más por el prestigio moral de la diversidad, en vez del prestigio literario de la crítica, o el prestigio comercial de las ventas. Esto, sumado al olvido del público medio por parte de los escritores, más interesados en experimentos vanguardistas consagratorios que por entretener a sus lectores, es para el autor el motivo del “declive cultural de la ficción literaria”. Internet como fragmentador de nuestra atención y asesino de las viejas revistas prestigiosas de relatos que antaño servían de ocupación laboral para las grandes plumas estadounidenses son la guinda de este colapso de “las letras americanas”, que el autor del texto ya vio en crisis alarmado cuando leyó Cien años de soledad y vio que era mejor que el National Book Award de 2011 de Jesmyn Ward (tan grave y digno de un disgusto le pareció que una novela colombiana fuera mejor que la great american novel de aquel año).

Pero no hay de qué alarmarse, Yingling es optimista, la literatura sigue en manos de los escritores, el público no ha cambiado su gusto por la ficción, al público le sigue gustando la ficción porque Orgullo y prejuicio o Crimen y castigo siguen se siguen vendiendo bien (empezamos a sospechar si ha leído los libros de los que habla, además de mirar sus números en el mercado), así que todo queda a la espera de que algún gran escritor (o escritora, él no discrimina, ya sabemos) se ponga a trabajar de verdad y escriba una densa y compleja pero entretenida ficción, lo que de verdad el público está esperando (él sabe lo que queremos), y vuelva el tiempo de la poderosa imaginación y de nuevo triunfe la buena literatura.

Debe ser cristiano este señor. Solo así se explica su fe inquebrantable en el triunfo del bien sobre el mal, su culto al esfuerzo y sacrificio para recuperar los buenos valores del pasado, y su enorme dogmatismo en el análisis del mundo.

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El problema es confundir los datos con el análisis, y la tendencia del “ensayo” actual, que prefiere entender a saber.

No, no ha muerto la imaginación, ocurre que estamos en un cambio de era histórica, tecnológica, social, política, estética y, por tanto, literaria. Igual que pasó el tiempo de la tragedia clásica, pasó el tiempo de la mística medieval, pasó el tiempo del drama barroco, pasó el tiempo de la novela. Todos esos géneros se siguen escribiendo; pedir que sean hegemónicos es no comprender las sinergias entre sociedad, tecnología, cultura, creación y consumo. Está escribiendo hoy el Sófocles y la Santa Teresa, el Shakespeare y la Jane Austen, del género del futuro que aún no sabemos nombrar. Se acabó la novela, no la imaginación.

No, no ha perdido EE.UU. su hegemonía en la creación literaria por culpa de la complejización de la literatura por parte de Pynchon and Cia., sino porque EE.UU. ya no es el imperio económico-cultural que interpelaba al mundo occidental y fijaba el centro de las problemáticas del ciudadano del “mundo libre”. Sí hubo un tiempo en que su cultura, creación y mercado estuvieron alineados y guiaron el gusto de occidente, de Nabokov a Carver, y qué bella época, que ya pasó. Ya no nos interesan los debates, ni modas, ni discursos de una cultura decadente, enfadada, que sigue siendo egomaniaca pero sin ofrecer ya a cambio ninguna fascinación, y se revuelven por no ser el ombligo del mundo sin estar dispuestos a mirar hacia fuera. Solo así se puede decir que a día de hoy los escritores importantes no son populares o conocidos por el público medio, en los tiempos de Ngozi y Ferrante, Cartarescu y Knausgard, Han Kang y Mariana Enriquez. El autor apenas es capaz de mencionar una autora no norteamericana, y que tenga que ser en lengua inglesa igualmente, y que tenga que ser, además, Sally Rooney, habla de la miopía del artículo y el provincianismo de su contexto cultural.

No, no es por la cultura woke que las editoriales ya no valoran la calidad, es por la cultura woke que las nuevas sensibilidades y problemas de nuestra sociedad están encontrando nuevas estéticas y formas, ya no en la novela sino en el fragmento, el diario, la crónica erudita fabulada, el ensayismo mágico, la escritura cuerpo, el testimonio de violencia, la anti-novela, la poesía mística en prosa, y demás. Y de hecho, viene de los “grandes” escritores de las décadas anteriores, los Pynchon, Foster Wallace, pero también Bernhard, Perec, que ya eran autoficción, y metaficción, y crónica, y fragmento. ¿Acaso no hay imaginación o ficción en ellos? Pero el escritor del artículo ni siquiera apunta bien y confunde las primeras anti-novelas de final de siglo con los verdaderos últimos grandes novelistas de EE.UU. en el XX, como Ursula K. Le Guin, Philip K. Dick, Stephen King o Bret Easton Ellis.

No, no son los escritores los que se han quedado sin imaginación, es la crítica la que se ha quedado sin imaginación, incapaz de imaginar una nueva forma de entender la calidad literaria, las formas de narrar nuestro cuerpo, mundo y tiempo, los procesos y mecanismos a través de los cuales se articulan los textos más conseguidos y poderosos de la actualidad, las categorías para hablar de una escritura ya no centrada en trama, personajes, estilo, pero que se encuentra, precisamente por eso, al menos desde el covid, en un momento de florecimiento creativo, original y radical sin precedentes en los últimos cien años, fuera de EEUU, claro. (Aunque si saben mirar quizá dentro también: CJ Hauser).

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Una amiga me expresó, en cambio, su preocupación por la inflación mercantil de textos que siguen esta ola de los nuevos géneros, temas y voces, pero llegan a masas lectoras y hasta al reconocimiento de la crítica con muy baja calidad; y tiene razón esta amiga, porque descubrimos demasiadas veces que incluso una escritora de gustos afines y preocupaciones comunes a nosotras fracasa con un libro tan breve como inocuo, con muletillas extravagantes que no tienen nada de innovación y pretenciosos soliloquios que no repiten más que lugares comunes de Instagram; y descubrimos que no es tan fácil escribir un texto de Ernaux o de Nothomb o de Méndez, aunque tengan “solo” 80 páginas y están compuestos por párrafos de “solo” 5 líneas; y confirmamos que el mercado nos cuela mucha morralla, como si todo valiera lo mismo, y no, no todo vale lo mismo, como bien me dice María Morán.

Pero, siendo cierto, también es cierto que siempre ha sido así. La inmensa mayoría de los folletines del siglo XIX eran muy malos y solo podían existir gracias a un nuevo mercado, surgido de las nuevas formas populares de lectura en la sociedad burguesa a la venta en kioskos, y de entre esa morralla surgieron Dickens y Balzac. Igual hoy, gracias al sotobosque de malas publicaciones de nuevas voces no hegemónicas que casi siempre escriben mal o muy mal, tendrán campo fértil y abonado nuestras autoras gloriosas que nos hagan ver por primera vez nuestro mundo, y así se lo harán ver también al futuro, contando como nadie más podría hacerlo qué fue nuestro tiempo (como hoy siguen haciendo Dickens y Balzac).

Otra amiga me puntualizó que la obsesión de fijar el canon del hoy en directo con tanta lista de “mejores libros del año” y fajas de libro con entrecomillados exaltados sobre una novela debut (casi siempre escritos por autoras de la casa) es un problema que  perpetúa una lectura elitista acerca de la calidad, o el valor, que olvida el placer o el interés, y de paso bloquea la divergencia. Y que además el presente nunca sabe jugarse a sí mismo, y que no hay tanta prisa, y tiene toda la razón Alejandra Arroyo. Así que calma. Disfrutemos del florido momento literario, elijamos lo que preferimos, y dejemos que el tiempo haga su labor.

Lo que aquí se propone cada martes es el intento de discernir las especies más raras e interesantes entre tanto boscaje, con la única intención de hacer una pequeña criba inicial, quizá inútil, pero que pretende facilitar al tribunal del futuro su labor de dictar qué obras fueron relevantes, novedosas y necesarias para pensarnos, pues no tendrán tiempo de leer todas, y un criterio serán las más vendidas, confiamos en que otro (vuelva a ser) la crítica literaria, y para eso sí que necesitamos una buena dosis de imaginación, sea lo que sea esa mierda.

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