Romerito y yo

Vino a saludarme. Impaciente de que yo también le saludara a él, resopló y se acercó más —si era posible— a la valla.

No sé si la amistad tiene algún color en particular o si el cariño es de un tono en concreto, pero esta vez era blanco. Tordo en realidad. Al llegar a la finca en la que se casaba mi hermano no pude no mirar por la ventanilla y desear en forma de suspiro que me tocara la lotería para quedarme a vivir de por vida en ese cortijo de paredes blancas .

Nada más bajar del coche no pude evitar mirar a la derecha e irme directo a un cercado en el que me encontré con la sorpresa del día. Allí estaba él, tordo, de pecho imponente y mirada de pocos amigos. Al principio no se fiaba de mí, y le entiendo, la verdad, por eso aquel acercamiento fue un ejercicio de paciencia más que otra cosa.

Éramos como dos boxeadores que se tantean en el primer asalto. Dos tortolitos que usan la matemática del whatsapp, esa que te hace calcular el tiempo exacto en el que puedes responder un mensaje sin que parezca que te apetece mucho hablar con la otra persona. Me acercaba pero le daba su distancia. El venía, pero se paraba a mitad de camino. Nuestra esgrima no entendía de floretes, no éramos más que un hocico y una mano con una finalidad: encontrarse a medio camino.

Romerito  —porque sí, le bauticé así fruto de la mítica frase del bueno de Curro Romero que dice: "qué difícil es comer despacio cuando se tiene mucha hambre", y yo tenía que muchas ganas de acariciar ese caballo, pero sabía que tenía que ganarme su confianza poco a poco— y yo nos fuimos haciendo amigos aquel día, y en el momento en el que él se acercó a mí nos hicimos colegas.

Al día siguiente, el día de la boda, aparqué junto a su cercado. Yo iba de chaqué y perfumado con una colonia distinta a la del día anterior, cosa que no sabía si le descolocaría o no, pero al llamarlo se arrancó y se despejaron las dudas. 

Romerito vino a saludarme. Impaciente de que yo también le saludara a él, resopló y se acercó más -si era posible- a la valla. Yo iba hecho un pincel y no podía acercarme mucho. “Romerito, ¿tú sabes el disgusto que puede llevarse mi abuela si me ve así de guapo pero manchado y oliendo a cuadra” le dije buscando su lado más comprensivo. Me alejé y ya no supe si me miraba o no. 

Cuando quise darme cuenta de que no volvería a ver a Romerito ya iba de vuelta a mi nueva casa. Sin resaca pero con tristeza. El camino se hizo pesado. Sonaban Ricky Nelson y Dean Martin, y yo, que soy un peliculero, sentía que lo dejaba todo allí, incluso lo que no era mío. 

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Romerito y yo
Vino a saludarme. Impaciente de que yo también le saludara a él, resopló y se acercó más —si era posible— a la valla.

No sé si la amistad tiene algún color en particular o si el cariño es de un tono en concreto, pero esta vez era blanco. Tordo en realidad. Al llegar a la finca en la que se casaba mi hermano no pude no mirar por la ventanilla y desear en forma de suspiro que me tocara la lotería para quedarme a vivir de por vida en ese cortijo de paredes blancas .

Nada más bajar del coche no pude evitar mirar a la derecha e irme directo a un cercado en el que me encontré con la sorpresa del día. Allí estaba él, tordo, de pecho imponente y mirada de pocos amigos. Al principio no se fiaba de mí, y le entiendo, la verdad, por eso aquel acercamiento fue un ejercicio de paciencia más que otra cosa.

Éramos como dos boxeadores que se tantean en el primer asalto. Dos tortolitos que usan la matemática del whatsapp, esa que te hace calcular el tiempo exacto en el que puedes responder un mensaje sin que parezca que te apetece mucho hablar con la otra persona. Me acercaba pero le daba su distancia. El venía, pero se paraba a mitad de camino. Nuestra esgrima no entendía de floretes, no éramos más que un hocico y una mano con una finalidad: encontrarse a medio camino.

Romerito  —porque sí, le bauticé así fruto de la mítica frase del bueno de Curro Romero que dice: "qué difícil es comer despacio cuando se tiene mucha hambre", y yo tenía que muchas ganas de acariciar ese caballo, pero sabía que tenía que ganarme su confianza poco a poco— y yo nos fuimos haciendo amigos aquel día, y en el momento en el que él se acercó a mí nos hicimos colegas.

Al día siguiente, el día de la boda, aparqué junto a su cercado. Yo iba de chaqué y perfumado con una colonia distinta a la del día anterior, cosa que no sabía si le descolocaría o no, pero al llamarlo se arrancó y se despejaron las dudas. 

Romerito vino a saludarme. Impaciente de que yo también le saludara a él, resopló y se acercó más -si era posible- a la valla. Yo iba hecho un pincel y no podía acercarme mucho. “Romerito, ¿tú sabes el disgusto que puede llevarse mi abuela si me ve así de guapo pero manchado y oliendo a cuadra” le dije buscando su lado más comprensivo. Me alejé y ya no supe si me miraba o no. 

Cuando quise darme cuenta de que no volvería a ver a Romerito ya iba de vuelta a mi nueva casa. Sin resaca pero con tristeza. El camino se hizo pesado. Sonaban Ricky Nelson y Dean Martin, y yo, que soy un peliculero, sentía que lo dejaba todo allí, incluso lo que no era mío. 

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