Seremos un .jpg

No debimos tirar más fotos. Debimos imprimir las que ya teníamos.

A mi Francis, que gastaba las fotos de tanto mirarlas.

Tengo 7.503 ítems en la galería del teléfono. 

De estos siete mil y pico, tan solo están marcados como favoritos 366

Y de estos trescientos y algo, creo que tengo impresos y localizados a lo sumo unos veinte

No me queda espacio en iCloud para más recuerdos, pero me niego a pagar 0,99€ al mes para tener más. Me parece muy chantajista por parte de Apple ponerle un precio a mis vivencias. Si me pusiera seria con el tema, borraría aquellas fotos que sé que no voy a volver a mirar: las repetidas, las borrosas, las que hice a frases que vi por la calle, las de ropa en escaparates, las de los conciertos, los helados, los edificios… Cualquier vuelo sería un buen momento para limpiar mi galería, pero reconozco que sufro de un leve diógenes digital y aún no he hecho la terapia pertinente.

Dicen que te falta espacio en la nube por no decirte que has agotado la capacidad del teléfono acumulando tonterías tales como las capturas de la última discusión con tu ex. Si hablamos en un plano literal, no tener espacio en la nube me parece hasta poético. Llevándolo a lo figurado, deja de ser un ejercicio gramatical en pro de embellecer nuestra forma de hablar para convertirse en una auténtica pesadilla: no tener espacio en la nube significa que si pierdes, se rompe, te roban o muere tu teléfono, todo, TODO lo que hay en él se esfumará. Así, de golpe y porrazo. Si me dijeran esto cada vez que me alertan de mi falta de espacio, quizá me lo pensaría dos veces antes de pulsar OK con plausible solemnidad. De hecho, la única vez que me he planteado pagarlo, ha sido cuando mi teléfono ha dejado de funcionar por culpa de un cargador defectuoso. 

Un susto fue suficiente para repasar mentalmente todo mi carrete, pero no tan suficiente como para pagar al descubrir que el fallo no era del móvil. Me niego a sucumbir a las amenazas, no quiero pasar por el aro, por eso he buscado una solución algo más romántica: seleccionar algunas de mis fotos favoritas e imprimirlas. Ahora bien, ¿qué hago con ellas?

Después de una mudanza reciente, puedo asegurarte que el espacio físico me preocupa incluso más que el espacio digital. Sin embargo, creo que es importante recuperar las fotos en papel, por tenerlas presentes y por lo que pueda pasar —escribiendo esto me acuerdo de mi abuelo, de cuando posaba al lado de fotos de toda la familia para enseñarme lo guapo que se había puesto para salir a hacer recados. Él ni siquiera estaba en el centro de la foto, quería salir con nosotros. Y ahí lo vi. Todas las fotos que le mandábamos por WhatsApp habían sido seleccionadas por él,  perfectamente impresas y colocadas en marcos en su salón. Ya no tenemos fotos en casa. Miro mis paredes vacías y me pregunto si colgaré mis fotos en ellas, tampoco me apetece taladrar una pared que no es mía y de la que, en un tiempo, me tendré que ocupar. El caso es que las fotos han dejado de tener sitio en nuestras casas y me da pena. Ese era un espacio personal, y ahora es un espacio impersonal

Si no estamos ocupando el espacio físico y el espacio digital es limitado, ¿qué será de nosotros cuando dejemos de estar en ambos? El día que nos vayamos, seremos un .jpg. Un archivo comprimido que alguien pulsará borrar y no existirá más. No niego que la desaparición sea casi un alivio para el que se va, pero, ¿qué pasa con los recuerdos? ¿Adónde van? 

Siempre me da entre ternura y lástima ver esparcidas fotos de familias —sonrientes o no tan sonrientes—, en mercadillos de objetos de segunda mano como Els Encants o El Rastro. Me pregunto qué habrá sido de esa gente y por qué sus recuerdos están desperdigados por ahí. Siento que estoy viendo algo que no debería, como si me hubiera colado en la trastienda de una familia que no conozco y su intimidad estuviera ahí, al desnudo en un domingo al sol alrededor de cafés gentrificados. En la mayoría de esas fotos, no solo podemos cotillear vidas ajenas, también podemos leer sobre ellas a través de sus escritos del reverso «Sitges, 1961, viaje de novios» o «Antoñita y yo en Montjuic», podemos imaginar cronologías e inventar momentos vitales del pasado.

Por favor

Últimamente me obsesiona la permanencia, el dejar huella en libros, notas, acuarelas o libretas con el fin de convertir los objetos cotidianos en testigos de nuestra existencia, con la esperanza de que el día de mañana no seamos tan solo una frase en código binario. 

Intento entender por qué hemos prescindido de las fotos en el hogar, siendo ahora cuando más fotos hacemos. En las casas de Pinterest no hay, las instantáneas familiares no son aesthetic. No queda bien ver una sonrisa mellada con una gorra del revés y chocolate en la comisura de los labios con los cojines estampados. No queda bien el flequillo que llevaste en 2º de la ESO con esa colcha y tampoco combina con las cortinas tu foto de la graduación. 

¿Cómo vas a poner aquí una foto de tu viaje a Torremolinos?

Estas casas se ven preciosas, pero ¿qué te dice de la persona que vive en ellas? ¿Qué fue de plasmar tus gustos y recuerdos en tu habitación? 

Si pienso en la manera en la que interactuamos con las fotos, y con la vida en general, llego a la conclusión de que estamos actuando todo el tiempo. Interpretamos un papel, eliminando cualquier rastro de comportamiento genuino. Decía el psicólogo Daniel Kahneman que la generación Instagram experimenta el presente como una memoria anticipada. Como si perfeccionar tanto la manera en la que tomamos la foto, condicionara la manera en la que un momento será recordado, algo así como un hackeo mental. Por el contrario, Jason Silva es algo más optimista: «(...) Nos da la oportunidad de decidir por nosotros mismos cómo recordaremos el presente; todos nos convertimos en artistas y en arquitectos de nuestras narrativas mentales para un rastro histórico digital. Decidimos quiénes somos». Yo no soy tan laxa como este último, nuestra relación con la fotografía cotidiana tiene tintes de impostura, de maqueo del presente para tener un recuerdo bonito. Hemos dejado de “capturar” momentos y de “retratar” instantes para «hacer» fotos y «generar» contenido. Incluso el lenguaje se ha dado cuenta de nuestra trampita. 

Carla nos deseaba que saliéramos mal en las fotos, que esa era la única manera de crear, y cito textualmente, «recuerdos vivos». Yo te deseo que imprimas esas fotos, que no dispares en ráfaga y que ni siquiera avises de que vas a tomarlas. También te desearía que dejaras de hacer selfies. Creo que un selfie equivale a dejar de herencia un EKET de Ikea: es práctico sí, pero feo también. 

No debimos tirar más fotos. 

Debimos imprimir las que ya teníamos.

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Y de estos trescientos y algo, creo que tengo impresos y localizados a lo sumo unos veinte

No me queda espacio en iCloud para más recuerdos, pero me niego a pagar 0,99€ al mes para tener más. Me parece muy chantajista por parte de Apple ponerle un precio a mis vivencias. Si me pusiera seria con el tema, borraría aquellas fotos que sé que no voy a volver a mirar: las repetidas, las borrosas, las que hice a frases que vi por la calle, las de ropa en escaparates, las de los conciertos, los helados, los edificios… Cualquier vuelo sería un buen momento para limpiar mi galería, pero reconozco que sufro de un leve diógenes digital y aún no he hecho la terapia pertinente.

Dicen que te falta espacio en la nube por no decirte que has agotado la capacidad del teléfono acumulando tonterías tales como las capturas de la última discusión con tu ex. Si hablamos en un plano literal, no tener espacio en la nube me parece hasta poético. Llevándolo a lo figurado, deja de ser un ejercicio gramatical en pro de embellecer nuestra forma de hablar para convertirse en una auténtica pesadilla: no tener espacio en la nube significa que si pierdes, se rompe, te roban o muere tu teléfono, todo, TODO lo que hay en él se esfumará. Así, de golpe y porrazo. Si me dijeran esto cada vez que me alertan de mi falta de espacio, quizá me lo pensaría dos veces antes de pulsar OK con plausible solemnidad. De hecho, la única vez que me he planteado pagarlo, ha sido cuando mi teléfono ha dejado de funcionar por culpa de un cargador defectuoso. 

Un susto fue suficiente para repasar mentalmente todo mi carrete, pero no tan suficiente como para pagar al descubrir que el fallo no era del móvil. Me niego a sucumbir a las amenazas, no quiero pasar por el aro, por eso he buscado una solución algo más romántica: seleccionar algunas de mis fotos favoritas e imprimirlas. Ahora bien, ¿qué hago con ellas?

Después de una mudanza reciente, puedo asegurarte que el espacio físico me preocupa incluso más que el espacio digital. Sin embargo, creo que es importante recuperar las fotos en papel, por tenerlas presentes y por lo que pueda pasar —escribiendo esto me acuerdo de mi abuelo, de cuando posaba al lado de fotos de toda la familia para enseñarme lo guapo que se había puesto para salir a hacer recados. Él ni siquiera estaba en el centro de la foto, quería salir con nosotros. Y ahí lo vi. Todas las fotos que le mandábamos por WhatsApp habían sido seleccionadas por él,  perfectamente impresas y colocadas en marcos en su salón. Ya no tenemos fotos en casa. Miro mis paredes vacías y me pregunto si colgaré mis fotos en ellas, tampoco me apetece taladrar una pared que no es mía y de la que, en un tiempo, me tendré que ocupar. El caso es que las fotos han dejado de tener sitio en nuestras casas y me da pena. Ese era un espacio personal, y ahora es un espacio impersonal

Si no estamos ocupando el espacio físico y el espacio digital es limitado, ¿qué será de nosotros cuando dejemos de estar en ambos? El día que nos vayamos, seremos un .jpg. Un archivo comprimido que alguien pulsará borrar y no existirá más. No niego que la desaparición sea casi un alivio para el que se va, pero, ¿qué pasa con los recuerdos? ¿Adónde van? 

Siempre me da entre ternura y lástima ver esparcidas fotos de familias —sonrientes o no tan sonrientes—, en mercadillos de objetos de segunda mano como Els Encants o El Rastro. Me pregunto qué habrá sido de esa gente y por qué sus recuerdos están desperdigados por ahí. Siento que estoy viendo algo que no debería, como si me hubiera colado en la trastienda de una familia que no conozco y su intimidad estuviera ahí, al desnudo en un domingo al sol alrededor de cafés gentrificados. En la mayoría de esas fotos, no solo podemos cotillear vidas ajenas, también podemos leer sobre ellas a través de sus escritos del reverso «Sitges, 1961, viaje de novios» o «Antoñita y yo en Montjuic», podemos imaginar cronologías e inventar momentos vitales del pasado.

Por favor

Últimamente me obsesiona la permanencia, el dejar huella en libros, notas, acuarelas o libretas con el fin de convertir los objetos cotidianos en testigos de nuestra existencia, con la esperanza de que el día de mañana no seamos tan solo una frase en código binario. 

Intento entender por qué hemos prescindido de las fotos en el hogar, siendo ahora cuando más fotos hacemos. En las casas de Pinterest no hay, las instantáneas familiares no son aesthetic. No queda bien ver una sonrisa mellada con una gorra del revés y chocolate en la comisura de los labios con los cojines estampados. No queda bien el flequillo que llevaste en 2º de la ESO con esa colcha y tampoco combina con las cortinas tu foto de la graduación. 

¿Cómo vas a poner aquí una foto de tu viaje a Torremolinos?

Estas casas se ven preciosas, pero ¿qué te dice de la persona que vive en ellas? ¿Qué fue de plasmar tus gustos y recuerdos en tu habitación? 

Si pienso en la manera en la que interactuamos con las fotos, y con la vida en general, llego a la conclusión de que estamos actuando todo el tiempo. Interpretamos un papel, eliminando cualquier rastro de comportamiento genuino. Decía el psicólogo Daniel Kahneman que la generación Instagram experimenta el presente como una memoria anticipada. Como si perfeccionar tanto la manera en la que tomamos la foto, condicionara la manera en la que un momento será recordado, algo así como un hackeo mental. Por el contrario, Jason Silva es algo más optimista: «(...) Nos da la oportunidad de decidir por nosotros mismos cómo recordaremos el presente; todos nos convertimos en artistas y en arquitectos de nuestras narrativas mentales para un rastro histórico digital. Decidimos quiénes somos». Yo no soy tan laxa como este último, nuestra relación con la fotografía cotidiana tiene tintes de impostura, de maqueo del presente para tener un recuerdo bonito. Hemos dejado de “capturar” momentos y de “retratar” instantes para «hacer» fotos y «generar» contenido. Incluso el lenguaje se ha dado cuenta de nuestra trampita. 

Carla nos deseaba que saliéramos mal en las fotos, que esa era la única manera de crear, y cito textualmente, «recuerdos vivos». Yo te deseo que imprimas esas fotos, que no dispares en ráfaga y que ni siquiera avises de que vas a tomarlas. También te desearía que dejaras de hacer selfies. Creo que un selfie equivale a dejar de herencia un EKET de Ikea: es práctico sí, pero feo también. 

No debimos tirar más fotos. 

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