Ahora que las cenas pueden terminar con anillos de boda o ecografías veo como algunos de los que no tenemos la fortuna de ser correspondidos nos hacemos preguntas. ¿Por qué ellos sí y yo no? ¿Qué he hecho mal? ¿Debería de volver con aquel amor fugaz que se terminó porque no sentía nada, pero que igual no supe valorar?
Las crisis existenciales más peligrosas son las que pueden suceder de los 27 a los 34. Porque en ese momento, donde los más adelantados en el amor comienzan a sellar los primeros cimientos de una familia, las dudas nos asaltan y nos castigan. Quizá lo primero que tendríamos que hacer sería no hablarnos con ese desprecio que jamás permitiríamos a un tercero. Y, lo segundo, entender de qué va todo esto.
El amor no es un producto en un lineal del supermercado. No tiene ofertas, anuncios, tarjetas de socio, fecha de caducidad, ni nada por el estilo. Simplemente, no depende de nosotros. Ni podemos escoger cuándo empieza ni cuando termina, ni podemos escoger de quien nos enamoramos.
Sin embargo, lo más importante durante este proceso es entender de dónde vienen esas dudas. Si lo hacen porque siempre tuvimos la ilusión de formar una familia, porque no sabemos estar solos y nos da pánico ser la silla coja de la mesa de nuestros amigos o porque nos ha entrado el capricho de querer tener lo que tienen otros. Pero, independientemente de cuál sea la causa, todos deberían de afrontar la realidad de que una vida sin alguien a tu lado no es menos feliz, ni menos interesante, ni menos divertida que la de una familia. Y lo primero que hay que asumir es que tenemos que saber disfrutar de estar solos.
Sé de lo que hablo porque, aunque mi mayor ilusión siempre ha sido ser padre, fui consciente hace años de esto que ahora escribo. Y por eso comencé a visitar museos, salas de cine, restaurantes y cafeterías solo. Aproveché mis aficiones para enfrentarme a silencios incómodos y entregarme a la tarea de saber disfrutar de la vida sin tener una mujer a mi lado porque no me quería perder nada de lo que me gusta hacer por no tener con quien compartirlo ni por el miedo de ir solo. Quizá lo más impactante fue sentir alguna mirada de las mesas que comían a mi alrededor, pero me preguntaba si los solteros no tenemos derecho a salir a comer sin amigos y tendríamos que encerrarnos en la cocina de nuestra casa como si fuéramos un COVID con patas.
La vida es maravillosa y compartirla con alguien que amamos y nos ama es la mejor sensación del mundo. Lo sé porque lo he vivido y porque jamás estuve en un estado parecido. Pero no hay vidas de primera o de segunda por tener con quien compartirla. Los amigos que son como nuestra familia también se merecen que celebremos con ellos nuestras aficiones y nuestros éxitos, aunque no compartamos sábanas por la noche. Y quizá lo más bonito sería llegar a casa después de trabajar y saber que hay alguien que te espera al otro lado y que se preocupará por ti, pero no podemos dejar de vivir por lo contrario. Condenarnos a preguntas que generan dolor en nuestro corazón sólo servirá para dejar de disfrutar del mayor don que Dios nos ha podido dar, que es la vida. Luchemos contra nuestras dudas y nuestros miedos, sólo así podremos sentirnos vivos.